MADRID / Gran y merecido éxito de Jansen y Afkham con la Nacional

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 16-VI-2023. Concierto sinfónico 21 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Solista: Janine Jansen, violín. Director: David Afkham. Obras de Ligeti, Mozart y Prokofiev.
El penúltimo sinfónico de la temporada de los conjuntos nacionales (el último, con la monumental Octava de Mahler, llegará en un par de semanas) contaba como ingredientes de especial interés la participación de la violinista neerlandesa Janine Jansen y la interpretación de la más conocida sinfonía de Prokofiev (dejando aparte la Clásica): la Quinta.
Tenía también atractivo la obra con que se abría el concierto, que constituía el último homenaje de la temporada a Ligeti, dentro de uno de los nudos que ha presidido el ciclo, en conmemoración del centenario del nacimiento del compositor. Obra breve (en torno a los ocho minutos y medio) pero singular: Ramifications. Escrita entre 1968 y 1969 como encargo de la Fundación Koussevitsky, y dedicada al famoso director ruso y su esposa, está escrita para doce instrumentos de cuerda, divididos en dos grupos: uno con cuatro violines, una viola y un violonchelo; el otro con tres violines, una viola, un violonchelo y un contrabajo.
El primer grupo, además, está afinado un cuarto de tono más alto que el segundo, lo que, añadido al hecho de que la pieza deba interpretarse “sin un ritmo discernible”, se traduce en una textura singular, descrita por algunos como “música mal sintonizada”, con un emborronamiento intencionado de la armonía convencional. Hay en esta música, proclive, como tantas veces en Ligeti, a matices extremos (más de una vez hasta 5 p) una inquietante sensación. Como señala Belén Pérez Castillo en sus notas al programa, “escuchamos a los instrumentos reunirse en clusters desde imprecisos intervalos para disolverse buscando el límite de los registros”. Singular enjambre sonoro que fue traducido con sensibilidad y solvencia por Afkham y sus músicos, pese a que un torrente de toses perturbó en exceso la atmósfera (la obra se mueve más tiempo en el susurro y culmina con unos compases de silencio riguroso que pudieron ser más o menos respetados a despecho de los excesos bronquíticos).
Como todos los conciertos mozartianos, el quinto es toda una prueba para el solista de turno. Para ponerlo más claro: es la típica obra (como las demás de la serie), en la que a un violinista se le pueden ver las costuras que, en otras partituras tal vez más aparatosas o proclives a la ejecución fulgurante, pueden quedar más disimuladas. Bien podría decirse que Mozart no hace prisioneros: si flaquea la afinación, el fraseo cantable o la agilidad de arco… el solista de turno puede considerarse, como dirían los castizos, listo de papeles. El último de la colección, fechado (después de algunas enmiendas) en 1775, contiene un par de ingredientes singulares: quien lo escuche por vez primera difícilmente esperará que, tras el inicio decididamente afirmativo del Allegro aperto, el solista entre con un sorprendente, aunque encantador, pasaje (5 compases) en Adagio, antes de retomar, junto a la orquesta, el enérgico motivo del comienzo.
No menos peculiar es el último movimiento, un Rondó construido a partir de un Minueto en el que uno de los episodios, decididamente rústico, y que incluye la indicación para la cuerda grave de ejecutarse con el arco al revés, precisamente para conseguir esa sonoridad con un punto de rudeza, se desliza por el mundo cercano a la música turca (es apropiado el recuerdo a algunos momentos de El rapto en el serrallo, más allá de la percusión turca, ausente aquí), aunque también lo sería evidenciar la cercanía con la música zíngara, apuntada con acierto por Pérez Castillo.
Janine Jansen (Soest, 1978) es, con toda justicia, una de las más celebradas violinistas de la actualidad. La neerlandesa extrae de su Stradivarius Shumsky-Rode (1715), con un arco decidido y ágil, un precioso sonido, redondo, aterciopelado, de una gran riqueza de colorido y ancho recorrido de matiz. Su vibrato es el justo para acentuar la expresión y nunca distorsiona un discurso que siempre es elegante, expresivo, refinado, lleno de sensibilidad y riqueza de contrastes. No rehúye Jansen las aristas mozartianas. El suyo es un Mozart que combina con sabiduría la elegancia tan habitualmente asociada al salzburgués, la fluidez del fraseo cantable cuando se requiere (como en el pasaje antes citado o en el segundo movimiento) con lo incisivo de muchos de sus acentos y contrastes, esa especie de sal con que Mozart consigue transmitir una vitalidad tan especial.
Lectura, pues, vitalista, luminosa, dibujada con fina sensibilidad y con ese sonido primoroso que nos gana desde el principio. Magnífica, muy apasionada, la cadencia del primer tiempo. Exquisitos matices adornaron el fino canto del Adagio, expuesto con sutiles diferenciaciones en las diversas reiteraciones del motivo principal. Y sonriente, vitalista y creativo Rondó final, con pequeñas e imaginativas cadencias previas a las sucesivas entradas del estribillo, y con una envidiable y desenfadada energía en el pasaje “turco” antes mencionado.
Para redondear la interpretación de Jansen había que contar con un acompañamiento que estuviera a tono con la magnífica labor de la neerlandesa. Y hay que decir de inmediato que, una vez más, Afkham demostró su extraordinaria categoría y consiguió, con una espléndida respuesta de la Nacional, justamente eso: un acompañamiento realmente sobresaliente. Como la solista, el maestro de Friburgo no rehuyó, más bien al contrario, aristas y contrastes, que dibujó sin inhibición y con decidida rotundidad. Se compenetró a las mil maravillas con Jansen, y consiguió de la orquesta una prestación mozartiana de primerísimo nivel, empastada, de bella y redonda sonoridad, con todas las secciones brillando para redondear una de esas interpretaciones que quedan para el recuerdo. El éxito estuvo en consonancia con lo escuchado, y tras muchas y reiteradas ovaciones, Jansen nos regaló otra muestra exquisita de sensibilidad, con una estupenda interpretación del Largo de la Sonata nº 3 BWV 1005 de Bach.
El programa se cerraba con la Quinta Sinfonía de Prokofiev, obra también singular, aunque por motivos diferentes. Hace apenas dos meses pudimos escuchar (concierto dirigido por Kavakos) la Sexta, compuesta y estrenada en 1947 y de clima más oscuro y ominoso, y el propio compositor señalaba lo que en ella había de recuerdo a las trágicas pérdidas de la guerra recientemente concluida. Durante la misma, el propio Prokofiev alumbró partituras notoriamente tempestuosas, muy especialmente las Sonatas para piano nº 6-8 (1940-44; la última es especialmente desgarradora).
Sorprende por ello, en cierto modo, encontrar, justo en el tramo final de la contienda, una sinfonía que, excepto algún ramalazo, muy especialmente en el adagio, de atmósfera más doliente, sobre todo en su casi fúnebre recorrido final, se mueve en un clima más luminoso, de sonoridad brillante, con momentos realmente grandiosos, como el apabullante final del primer movimiento, el arrollador impulso rítmico de buena parte del segundo, igualmente culminado en un final de tremenda intensidad, o el sarcástico tiempo final, con su recuerdo al material del primer movimiento y su, por momentos, casi juguetón discurso que aboca, sin embargo, a un final de contundencia demoledora.
Quien esto firma no puede calificar la interpretación escuchada ayer a David Afkham y los músicos de la Nacional con otro término que no sea el de magnífica. La versión tuvo todos los ingredientes expresivos que uno puede esperar: el lirismo del motivo inicial, la luminosidad a la que aludía Prokofiev en su descripción de la sinfonía (“Una obra que glorificaba el espíritu humano. Quería cantar al hombre libre y feliz; su fuerza, su generosidad y la pureza de su alma”), pero también el irresistible impulso rítmico del dibujo casi obsesivo del segundo tiempo (con un accelerando final magistralmente construido e impecablemente ejecutado), el inefable y doliente misterio del Adagio y ese sarcástico juego del Allegro giocoso final, una prueba de fuego para la orquesta en cuanto a agilidad y empaste. Prueba que superó con matrícula, porque todas las secciones de la orquesta brillaron a un nivel altísimo. La interpretación no conoció un solo momento de menor tensión, y fue culminada con un tramo final de formidable intensidad. Como en el caso de Mozart, el éxito fue tan grande como merecido. Confirmación, una vez más, aunque a estas alturas no sea necesaria, del extraordinario nivel de este director y de lo que es capaz de conseguir de su orquesta.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: José Luis Pindado)