MADRID / Gran y merecido éxito de Fischer y Piemontesi

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. Ibermúsica 22-23. 16-III-2023. Orquesta del Festival de Budapest. Director: Iván Fischer. Solista: Francesco Piemontesi, piano. Obras de Dohnányi, R. Schumann y R. Strauss.
A finales de noviembre de 2022 nos visitaba Iván Fischer con Ibermúsica, en aquel momento al frente de la Sinfónica de la Radio de Baviera, como sustituto del inicialmente previsto Zubin Mehta, que canceló su gira por enfermedad. En la primera de las dos veladas ofrecidas entonces nos regaló un monográfico dedicado a Richard Strauss que fue, como recogimos oportunamente en estas páginas, una auténtica maravilla. Y Strauss ocupó también la segunda parte del concierto en esta nueva visita, ahora con la orquesta que el mismo Fischer fundara hace ya la friolera de cuarenta años, en 1983, y que no actuaba en Madrid desde hace bastantes años, creo que dieciséis.
El concierto se abrió (y se cerró, como después veremos) con tintes húngaros. Los tiene sin duda la colorista suite titulada Minutos sinfónicos de Ernö Dohnányi que, como señala Anna Cazurra en sus notas al programa, es una música de carácter neorromántico, muy accesible y conservador (algo que para el firmante no tiene carácter peyorativo), pero de rica orquestación y envidiable impulso rítmico. La primera parte se cerraba con el bien conocido Concierto para piano de Robert Schumann, cuya parte solista se encomendaba al pianista suizo Francesco Piemontesi, que nacía en Locarno justamente el año en que Fischer fundaba la orquesta que hoy le acompañaba: 1983. Las tres obras de Strauss que ocupaban la segunda parte incluían dos testimonios de su maestría en el género del poema sinfónico: Don Juan, que ya ofreciera Fischer con los bávaros en noviembre, y Las alegres travesuras de Till Eulenspiegel, entre las que se intercaló un fragmento sinfónico, quizá el más conocido, de una de sus mejores creaciones operísticas: la Danza de los siete velos de la ópera Salomé. Ópera que en Madrid pudimos paladear en una estupenda versión de concierto de la Nacional con David Afkham la temporada pasada.
La orquesta del Festival de Budapest ha crecido, de la mano de su fundador, hasta la elite de las orquestas internacionales. No es de extrañar, porque Hungría es un país de honda raigambre musical, cuyas escuelas gozan de bien ganado prestigio. Si a eso sumamos el carácter visionario, inquieto y emprendedor de su inteligente fundador y titular (baste para muestra el interesantísimo seminario impartido on line para la Hanns Eisler de Berlín, a la que me referí en su momento en este artículo: https://scherzo.es/que-sera-de-las-orquestas-sinfonicas/), un maestro de los mejores del actual panorama, la ecuación solo puede terminar con buen resultado. Fischer, siempre preocupado por las cuestiones de balance y planos, situó a la orquesta en una disposición que no es de las más habituales (aunque entre otras, la Filarmónica de Viena utiliza una parecida): contrabajos arriba, en el centro, timbales y metales en la esquina superior derecha (excepto las trompas, situadas a la izquierda), cuerdas con violines primeros y segundos enfrentados, con chelos y violas en el centro, y arpas y celesta en el fondo a la derecha. Otro detalle, que no me explico por qué no es empleado más a menudo: los últimos atriles de los violines situados sobre pequeños podios que les situaban en un plano ligeramente elevado para mejor visibilidad del director (y no es que Fischer sea precisamente un hombre menudo).
La formación reveló bien pronto su extraordinaria solidez. Cuerda empastada, de redonda sonoridad y excelente empaque, metales seguros, brillantes pero nunca estridentes, madera exquisita de sonido, matiz y claridad. Todo ello quedó bien patente en una modélica interpretación de la obra de Dohnányi, en la que destacaron una maravillosa solista de corno inglés y un igualmente extraordinario solista de clarinete. Fischer gobernó su nave, como todo el concierto, como ya hizo con la orquesta bávara, con su modo habitual: mando firme, claro, sin aparato, pero de contagiosa expresividad y entusiasmo. Valga el festivo, danzante rondó final, de brillante conclusión, como muestra.
El suizo Francesco Piemontesi no es el pianista más conocido por estos lares, pero muchos de quienes le hemos escuchado con anterioridad le tenemos en alta consideración. Ganador de certámenes de fuste como el Reina Elisabeth de Bruselas, es un pianista de medios técnicos sobresalientes, pero también intérprete de indudable personalidad y exquisita sensibilidad. Mostró todo ello en una excelente interpretación del Concierto de Schumann, dibujada con gran riqueza de contrastes, ya aparente desde el comienzo, tranquilamente cantado. Lectura de bella sonoridad y cuidado matiz, impregnada de un rubato de generoso rango, que no hizo fácil la cuadratura del acompañamiento (mal de las piezas concertantes en estos días, ya saben por la premura de ensayos), pero en la que pudo apreciarse un hermoso, muy lírico fraseo del pasaje del primer tiempo indicado por Schumann Andante espressivo, bien contrapuesto al apasionado retorno del Allegro. Cuidada, variada exposición de la cadencia, en la que quizá pudo haber contenido algo el pedal en el pasaje más impetuoso. Fue bien cantado el intermezzo, con excelente apoyo de un hermoso canto de los violonchelos, y tuvo muy buen impulso y brillantez el allegro vivace final, culminado de manera exultante, pero siempre atento a esas ráfagas de lirismo tan queridas por Schumann.
Quien esto firma debe abrir aquí un pequeño y desagradable paréntesis. A la epidemia de ruidos extemporáneos que atacan de manera inclemente la concentración de músicos y público, que ya tenía dolorosos protagonistas en las toses y los papeles de caramelos, y a los que luego se añadieron los móviles y las alarmas de los relojes, y a despecho de las repetidas advertencias (en el ciclo de Ibermúsica, reiteradas además, micrófono en mano, en el caso del que se comenta, por Clara Sánchez), hemos de dar la bienvenida (los lectores disculparán la ironía) a un nuevo artilugio: los audífonos. Porque un portador de un audífono mal ajustado (y algunos audífonos, cuando se ajustan mal, zumban que da gusto) nos dio la tarde, para ser exactos, nos dio el Concierto de Schumann, que escuchamos a Piemontesi con desagradable y muy evidente zumbido de audífono, que no cesaba. Tanto yo como otros espectadores próximos buscamos en nuestra proximidad (a mi derecha, concretamente), pero no logramos localizar al culpable. A fe que si hubiera estado suficientemente cerca le habría lanzado algunas maldiciones. Parafraseando al dicho: éramos pocos, y parió el audífono.
Cerrado el desagradable paréntesis del inoportuno zumbido, la interpretación de Piemontesi, como cabría esperar, encontró un gran éxito, y regaló otra muestra de su gran dimensión pianística: versión finamente dibujada, matizadísima, imaginativa, desde la exquisita delicadeza a la enérgica contundencia, del último Preludio del segundo libro de la colección de Debussy: Fuegos de artificio.
En la segunda parte, Fischer confirmó lo que ya apuntamos en otoño. Es un extraordinario director, y es un magnífico intérprete de Strauss. Como en otoño, sonó apasionado, rotundo, exaltado, el Don Juan, con el temible inicio resuelto con más que notable precisión, lleno de intensidad dramática y con el motivo más romántico de la cuerda presentado de manera brillante. Tuvo la deseable dosis de apasionamiento el clímax, y fue espeluznante el largo silencio antes de los últimos compases, en los que quizá se alcanzó con los bávaros una medida más de misterio que el apreciado hoy con la formación húngara. Hablamos en todo caso de mínimos detalles en lo que fue una interpretación modélica, admirablemente traducida por la orquesta, en la que destacaron especialmente los solistas de oboe, clarinete, y fagot, además de unas trompas excelentes y un acertado concertino. Anecdótico, aunque curioso, el hecho de que a Fischer se le cayera la batuta, pronto recogida, en el fragor de la ejecución.
Espectacular también la interpretación de la Danza de los siete velos, de atrevido, insinuante, casi provocador comienzo, con magníficos solistas de oboe, flauta, viola y clarinete, para llevar luego a la cuerda a un canto de una pasión y belleza irresistibles, y culminado en un final arrebatado, frenético, apabullante. Un verdadero festín de una música que emborracha hasta dejarle a uno sin aliento.
En Till Eulenspiegel a menudo se olvida que estamos ante el retrato de un personaje travieso y burlón. No lo hizo desde luego Fischer, que una vez más atento al mínimo detalle, acercó a las cuatro trompas para situarlas en primer plano, justo junto a su podio. El maestro húngaro es un sabio traductor de la magistral narrativa straussiana. Y lo confirmó una vez más. El solista de trompa fue exigido para un comienzo en pp, sin concesiones, para su peligroso dibujo. Y aunque tal vez con algún atisbo inicial fugaz de inseguridad, respondió después de manera excelente, para contribuir, junto a cuerda y madera (magníficos clarinetes, oboe y flauta) a una interpretación que tuvo lo que se precisa: carácter sonriente, juguetón, burlón, travieso, hasta su trágico final, cuya sombra se borra con la brillante ráfaga de la evocación final del carácter pícaro del protagonista. El relato de Fischer difícilmente podría haber sido más convincente. Como en noviembre, tres magníficas interpretaciones straussianas, con una orquesta de primera y un director de primerísima.
Éxito enorme y merecidísimo, que encontró una recompensa inesperada. Fischer se sentó a escuchar (aunque no podía evitar marcar el ritmo con los pies, lo estaba disfrutando a tope el maestro) cómo tres de sus músicos (violín, viola y contrabajo) desgranaban, con exquisita maestría y sabor, una danza popular de Transilvania. Un cierre estupendo para uno de los grandes conciertos de la temporada de Ibermúsica. Esperemos que su siguiente visita no se haga esperar tanto como esta.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: István Kurcsák and Róbert Zentai / Budapest Festival Orchestra)