MADRID / Gerald Finley, la voz de un maestro
Madrid. Teatro de la Zarzuela. 20-XI-2023. XXX Ciclo de Lied. Gerald Finley, bajo-barítono; Julius Drake, piano. Obras de Schumann, Schubert, Duparc, Britten, Peel, Ives y Porter.
Raramente un viejo aficionado está dispuesto no ya a recibir la clase de un profesor, abandonado en la adolescencia, sino tan siquiera la lección de un maestro. Tras un recital de Gerald Finley, sin embargo, se puede admitir la segunda experiencia. El cantante canadiense une, efectivamente, un órgano de excepcional calidad a una personalidad interpretativa de orden magistral. Convierte a sus escuchantes en discípulos.
Esta variedad quedó acreditada en un programa extenso, variopinto en épocas y exigente en lenguas. El canto “apenas cantado”, de intensa y variadísima intención, se puso a prueba en la primera mitad, dominio de la canción alemana romántica. Schumann y Schubert brillaron donde Finley pudo narrar una historia, describir un paisaje, presentar a un personaje. Así, por ejemplo, en las schumannianas Belsatzar, Die feindlichen Brüder y Die beiden Grenadiere. Pero fue en Schubert donde la vibración del intérprete halló una cima impresionante, con la alucinación nocturna y fantasmal de Der Doppelgänger y el tumulto telúrico de Der Atlas.
La segunda mitad propuso otro mundo. Duparc exige un canto de mayor legato, dada la más extensa longitud del verso francés, a la vez que matizar el color vocal para pintar, si cabe la figura visual, las atmósferas cercanas al impresionismo. Tales exigencias fueron cumplidas con el ya citado magisterio. Paso por alto unas piezas breves que podían haberse evitado por una cierta modorra cortés que caracteriza la canción salonera con letra inglesa. No obstante, en Night and Day de Cole Porter, evocación del Fred Astaire de Gay divorce, Finley se permitió el ejercicio virtuoso de “mostrar la voz”: sonora, imperial, carnosa, viril, dominada por una invisible técnica y una saludable y matizada musicalidad. La propina propuso una pequeña y exquisitamente divertidaa escena etílica, la de Ravel en su Chanson à boire.
Elogiar a Julius Drake podría resultar un lugar común. Pero cabe medir el lujo paralelo de un gran pianista a la ostensión de la voz en juego. De tal manera, matizar a Schumann respecto a Schubert para enseguida marchar hacia las viñetas delicuescentes de Duparc y terminar con la vibración quijotesca raveliana, duplicó la feliz experiencia de los discípulos ante esta pareja de maestros.
Blas Matamoro
(foto: Rafa Martín)