MADRID / Fumiaki Miura y Varvara: magníficos, virtuosos y sublimes

Madrid. Círculo de Bellas Artes. 24-IV-2022. Círculo de Cámara (Fundación Montemadrid). Fumiaki Miura, violín; Varvara, piano. Obras de Mozart, Brahms y Prokofiev.
Uno no había tenido oportunidad de escuchar en directo al violinista japonés Fumiaki Miura ni a la pianista rusa Varvara hasta ayer, en el recital que ambos ofrecieron en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tampoco nunca había uno escuchado en directo —sí grabaciones, y algunas de ellas excelentes— las tres sonatas que interpretaron, tres verdaderas obras maestras: la Sonata para violín y piano en Fa mayor K. 377/374e de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) la Sonata para violín y piano nº 2 en La mayor op. 100 de Johannes Brahms (1833-1897) y la Sonata para violín y piano nº 1 en Fa menor op. 80 de Sergei Prokofiev (1891-1953). Para quienes no deseen seguir leyendo, permítanme condensar en una sola palabra —tan breve como imprecisa— el recital: magnífico. Y ahora, para quienes deseen desentrañar la brevedad e imprecisión que encierra ese ‘magnífico’, prosigamos.
Mozart compuso la Sonata para violín y piano n.º 25 —escribió un total de 36— allá por el año 1781. Esta sonata consta de tres movimientos Allegro, Andante y Tempo di Menuetto – Rondó. Uno la conocía por una grabación de Gary Cooper —me refiero al fortepianista británico, no al actor estadounidense— y la violinista británica Rachel Podger. Si los menciono aquí es porque los dos británicos hicieron una deliciosa grabación historicista, empleando fortepiano. Y eso ayer le llevó a uno a plantearse una cuestión que no es baladí: ¿por qué parece que está bien visto y aceptado tocar Mozart en instrumentos modernos y otros compositores han de tocarse con instrumentos del periodo para darles ‘empaque’ y cierta pátina de solemne autenticidad? No toca responder a esta pregunta aquí —el asunto da para largo—, pero les recomiendo leer Authenticities de Peter Kivy, con quien, por cierto, uno está bastante de acuerdo. La pianista Varvara ayer tocó un gran cola Steinway, uno de los grandes pianos modernos, y Fumiaki Miura un Stradivarius “ex Viotti” de 1704. Su interpretación de la sonata de Mozart fue clara, precisa, bella, muy ‘clásica’. Quizás uno hubiera dejado la tapa del Steinway medio abierta —en lugar de abierta al máximo como estaba—, porque en algunos momentos la potencia sonora de Varvara tapó al violinista japonés. Sin embargo, la interpretación que hicieron fue excelente y admirable. Los unísonos fueron precisos, y nos gustó el cambio de carácter en el sonido del piano durante el Andante.
Seguidamente, llegó el turno de la sonata en tres movimientos (Allegro amabile, Andante tranquillo y Allegretto grazioso) que Brahms compuso en el verano de 1866 durante su estancia en la ciudad suiza que da nombre al Lago de Thun. Unos meses más tarde, a finales de diciembre de aquel año, la contralto Hermine Spies, amiga de Brahms, le escribía al poeta Klaus Groth: “Cuando lo visitamos en Thun, recibí dos nuevas canciones de ‘Él’, de las cuales una se llama ‘Wie Melodien zieht es mir leise durch den Sinn’. ¿La conoces? ¡Y su melodía es tan encantadora! Si tan solo pudiera cantártela…”. Por supuesto, Groth conocía la letra, porque era uno de sus poemas. Aquel verano, Brahms había compuesto las Cinco canciones op. 105 y precisamente algunas melodías de esas canciones están presentes en la sonata para violín y piano. La ya mencionada aparece en el segundo tema del primer movimiento Allegro amabile; otras dos, Immer wird mein Schlummer y Auf dem Kirchhofe en el tercero, Allegretto grazioso. Fumiaki Miura y Varvara hicieron una fantástica interpretación, con ese carácter romántico y maduro que impregna la sonata de Brahms. A uno le llamó la atención que el japonés no mirase a su compañera rusa en ningún momento durante la interpretación; parecía estar ensimismado en la partitura. En realidad no la miró durante ninguna de las tres sonatas que tocaron. Era Varvara quien lo miraba en las entradas. Esto no deja de ser una curiosidad, porque ambos estuvieron de lo más conjuntados. No obstante, la pasional en el gesto fue, sin duda, Varvara quien además lograba captar la atención del público con esos silencios que lo dicen todo antes de comenzar algunas de las piezas…
Después del descanso, llegó lo que para uno fue el plato fuerte del recital: la Sonata nº 1 que Prokofiev empezó a escribir en 1938, antes de la Segunda Guerra Mundial, y que concluyó en 1946, dos años después de la Sonata nº 2. Curiosamente, un año más tarde, en 1947, Prokofiev recibió el Premio Stalin. Y decimos que curiosamente porque en 1948, Prokofiev sería declarado ‘antisoviético’ junto a Shostakovich, Khachaturian y Miaskovsky. En fin, paradojas de la historia, como la de morir el mismo día que el dictador Stalin, en 1953 —por cierto, el violinista David Oistrakh y el pianista Samuil Feinberg interpretaron los movimientos 1º y 3º de esta sonata en el funeral de Prokofiev—. La Sonata nº 1 en Fa menor, dividida en cuatro movimientos (Andante assai, Allegro brusco, Andante y Allegrissimo-Andante Assai, come prima) es muy melancólica y oscura, con momentos sublimes como el de esas escalas en pianissimo del violín en los movimientos 1º y 4º que, en palabras del propio Prokofiev, deberían sonar “como el viento de una tarde de otoño en un cementerio olvidado”; pero también es una sonata de desgarradora locura, con momentos que a uno le deberían hacer saltar del asiento. La interpretación de Fumiaki Miura —cuyo violín emitía unos tonos medios y graves cremosos y profundos— y Varvara fue excelente, con contrastes de carácter entre los distintos movimientos, llena de virtuosismo donde el virtuosismo se requería, de brusquedad donde había que ser brusco, con bellos pizzicatos y sonoridades extraordinariamente elaboradas. El público prorrumpió en un aplauso tras el breve silencio que provocó el suave y melancólico final.
No terminó ahí el concierto. Fumiaki Miura y Varvara ofrecieron una exquisita propina —muy lenta y tintinabular— que resultó apropiadísima tras los sobresaltos de la sonata de Prokofiev. Nos trajo sosiego: Spiegel im Spiel, del compositor estonio Arvo Pärt. Si durante el recital ambos músicos habían dejado claro su virtuosismo, con esta bellísima pieza, dejaron aún más claro que no solo de virtuosismo viven los grandes intérpretes: el control del sonido, la intimidad, la sonoridad y la expresividad que alcanzaron fueron, francamente, sublimes.
Michael Thallium