MADRID / Fascinante Ólafsson, con una excelente St. Louis Symphony, para Ibermúsica

Madrid. Auditorio Nacional. Ibermúsica. 22/23. 30-III-2023. Orquesta Sinfónica de St. Louis. Director: Stéphane Denève. Vikingur Ólafsson, piano. Obras de Prokofiev, Grieg y Rachmaninoff.
Volvía tras siete años de ausencia (su última visita fue en 2017 con David Robertson) al ciclo de Ibermúsica la Sinfónica de St. Louis, una de las más veteranas orquestas estadounidenses, que solo se había presentado anteriormente en este ciclo en 1985 (con su entonces titular, Leonard Slatkin) y 1998 (Hans Vonk). En esta ocasión, el concierto ofrecía un doble debut en el ciclo: el del actual titular de la formación, el francés Stéphane Denève (Tourcoing, 1971) y el del pianista islandés Vikingur Ólafsson (Reikiavik, 1984).
Por desgracia, los hados programadores de las giras estaban en contra de la audiencia, y quienes asistieron al segundo de los conciertos de la Filarmónica de Londres, en este mismo ciclo hace apenas un mes, se encontraron con la repetición de dos tercios del programa: el Concierto para piano de Grieg, en aquella ocasión magníficamente interpretado por el noruego Leif Ove Andsnes, y las Danzas sinfónicas de Rachmaninoff.
Abría el concierto la Suite de El amor de las tres naranjas de Prokofiev, obra de un compositor aún treintañero, pero siempre rompedor. Música de esas que le recuerdan a uno eso que decían que comentaba el hijo del compositor: “mi padre compone música normal, y luego la ‘Prokofiefa’”. Y con qué talento lo hacía. La partitura destila vitalidad, humor, sarcasmo grotesco y también, como en El príncipe y la princesa, sus buenas dosis de lirismo y hasta de misterio.
Del Concierto para piano de Grieg, brillante, efusivo y apasionado, y hasta grandilocuente en más de un momento, no vamos a descubrir nada nuevo a estas alturas. Y sobre las Danzas de Rachmaninoff no reiteraré lo ya apuntado en la reseña del mencionado concierto de la Filarmónica de Londres.
El espigado pianista islandés Vikingur Ólafsson había actuado varias veces en España, pero por coincidencias, quien esto firma no había podido escucharle en vivo. Se presentaba en nuestro país por primera vez con orquesta, como él mismo apuntó en un breve parlamento posterior. Es Ólafsson un pianista especial, qué duda cabe. Los medios, huelga decirlo, son extraordinarios. Técnica y mecánica de una enorme solidez, sonido poderoso, redondo, de gran belleza, ancha dinámica y asombrosa riqueza de matices y colores, como precisaré después. Tiene también una personalidad definida, poco amiga de convencionalismos y muy abierta a entendimientos bastante libres de la música que tiene entre las manos.
Es indudable que tal condición supone, en cierto modo, un arma de doble filo. Esa tendencia a alejarse del comme il faut supone que en algunos círculos sus ideas pueden encontrar rechazo, en la misma medida que en otros pueden despertar fascinación. Y supone también que se exige del oyente una cierta flexibilidad: a Ólafsson hay que aceptarle como es, con su particular menú. En lo que tiene de fascinante y en lo que puede suponer algún desencuentro conceptual.
El perfil quedó apuntado desde el principio del Concierto de Grieg, con una introducción muy libre, majestuosa, haciendo el máximo de los silencios, creando una tensión apenas esperable en esos primeros compases que preceden a la larga perorata orquestal posterior. Es el islandés de los que pone una intención decidida en cada nota y matiz, lleva inflexiones de tempo, rubato incluido, a extremos que ponen a prueba la capacidad de orquesta y director para adaptarse a ellas; prueba que, en esta ocasión, digámoslo ya, con bastante, superaron con bastante, aunque no absoluto, éxito. Hay, en esa idea interpretativa de Ólafsson, mucho de fantasía, llevada a su máxima expresión en una cadencia magnífica, brillantemente realizada.
Admirable la naturalidad, también muy libre, del lírico canto del segundo movimiento. El tercero hizo a buen seguro levantar las cejas a más de uno. De las varias indicaciones de tempo prescritas (Allegro molto moderato e marcato – Quasi presto – Andante maestoso) pareció dominar la segunda. Tempo eléctrico, que se puede permitir quien tiene esos medios excepcionales, aunque el firmante cree que, incluso con ellos, lo que se gana en vibración se pierde en claridad del discurso. Quizá un punto menos de velocidad habría conservado buena parte del voltaje y presentado algo más de claridad. Bellísimo, en todo caso, el pasaje Poco più tranquillo (que pareció algo más que “poco più”, quizá por partir del vértigo precedente). En todo caso, muy difícil resistirse al vértigo desplegado por Ólafsson en un final verdaderamente grandioso.
El éxito, como era de esperar, fue enorme. Ólafsson expresó la ilusión que le hacía tocar con orquesta en Madrid. Y después, haciendo referencia al bonito órgano del auditorio, dijo que iba a intentar hacer sonar al piano como si fuera el órgano. Empleó para ello el arreglo de Stradal del Andante de la Sonata para órgano BWV 528 de Bach. Lo hizo a un tempo que pareció sensiblemente más lento que el de su pasada grabación de la pieza. Pero lo que consiguió fue magia pura. Delicado, majestuoso, siempre resonante, con un manejo asombroso del pedal, la partitura bachiana fue creciendo hasta alcanzar, sí, unas resonancias genuinamente evocadoras de las del órgano, para luego apagarse poco a poco (¡qué manejo de la gradación dinámica!) en una interpretación de una intensidad realmente mágica. Un pianista extraordinario con un encanto tan singular que es capaz de apagar o mitigar desacuerdos que determinadas concepciones puedan despertar.
La Sinfónica de St Louis, fundada en 1880, es la segunda orquesta más antigua de Estados Unidos y, aunque no instalada entre las cinco grandes de ese país, tiene un nivel muy considerable. Metal poderoso, con excelentes trompas (el solista capaz de estupendos pianissimi) y trompetas notables, solo en algún momento puntualmente estridentes, madera exquisita, con solistas distinguidos de flauta, oboe, corno inglés, saxo, clarinete o fagot, y cuerda poderosa, magníficamente empastada y de bella y redonda sonoridad.
Su actual titular, Stéphane Denève, lo es desde 2019. No había tenido ocasión de ver y escuchar antes al maestro francés, asistente en su día de Solti, Prêtre y Ozawa. Se mostró expresivo y claro en el gesto, atento a la expresión y preciso en las indicaciones. Su batuta maneja planos con habilidad y gobierna con variedad plausible de colores y matices. Construyó con inteligencia, intensidad y buen colorido la sonriente, a veces picante y en ocasiones hasta grotesca partitura de Prokofiev, con brillantísima respuesta orquestal en todas sus familias, bien evidente en el número más conocido de la suite, la famosa Marcha.
Acompañó con cuidada atención y generalmente buen ensamblaje el Concierto de Grieg, y dibujó con riqueza de ritmo y colorido las Danzas de Rachmaninoff, tanto la más marcial primera como el elegante vals de la segunda, con buena resonancia nostálgica en los momentos en que ésta apunta, y con apropiada brillantez en la tercera, culminada con un final rotundo en el que es bien perceptible la cita del Dies irae.
El éxito fue comprensiblemente grande, porque, pese a la reiteración de obras escuchadas en el mismo ciclo hace bien poco, la calidad de las interpretaciones escuchadas lo justificaba. El entusiasmo contagió a Denève, que ofreció una vibrante interpretación de la Obertura de Candide, de Bernstein. Las reiteradas ovaciones arrancaron otra propina: la Farandole de la Segunda suite de La Arlesiana, de Bizet. El maestro francés hacía con ella un guiño a la música de su terruño. La Sinfónica de St Louis ha tardado un poco en regresar, pero lo ha hecho a lo grande, sin duda.
Rafael Ortega Basagoiti
[Fotos: Rafa Martín/Ibermúsica]