MADRID / Fabian Panisello y PluralEnsemble: las tramas y los colores
Madrid. Palacio del Marqués de Salamanca. 20-V-2022. Ciclo de conciertos de música contemporánea de la Fundación BBVA. Annette Schönmüller, mezzosoprano. PluralEnsemble. Director: Fabrián Panisello. Obras de Luciano Berio, George Friedrich Haas, Kaija Saariaho, José Manuel López López y Fabián Panisello.
Lo primero es celebrar el regreso de Panisello y su grupo después de los azares y retrocesos vividos por los profesionales de la cultura en estos dos años. Claro está, no solo de la cultura, pero en este terreno conozco demasiados casos de ruina y abandono debido a la inactividad de la pandemia. Puedes estar dos años sin tocar, ensayando en tu casa, pero hay que pagar las facturas de la casa y de la compra.
No quiero forzar las cosas, pero, después de disfrutar de este espléndido concierto, tuve la impresión de que había un protagonismo de las tramas y los colores, los timbres, a lo largo de, al menos, las tres primeras obras interpretadas: O King de Luciano Berio, Tria ex uno de George Friedrich Haas y las cinco Serenatas de Saariaho. Es cierto que un dispositivo de percusión tan rico y hermoso como el que manejaba Santiago Alejandro Terrero —hombre orquesta, se diría— da mucho juego y permite que obras como las de Haas desplieguen una riqueza tímbrica que a veces nos envuelve.
La obra de Berio son unos seis minutos de continuum instrumental, en el que la voz no canta textos, sino que se incorpora como instrumento entre flautas, clarinete y trío con piano (lo que llama Tomás Marco ‘conjunto Pierrot’, porque es el mismo del Pierrot lunaire de Schoenberg), solo que la voz no destaca, la voz no trata de sobresalir, la voz se pliega como un instrumento entre los demás, en pie de igualdad. Ya volverá la voz de la extraordinaria mezzosoprano Annette Schönmuüller para inducirnos una penetrante agitación final.
La obra de Haas es un extraordinario despliegue de escasas pero sabias variaciones; tan sabias, que al principio uno las controla, pero se pierde al final en cuanto a control (cuando se prodigan, se supone, el microtono). Sin embargo, ganamos en emoción estética, en ese viaje que va desde la cita literal de L’homme armé (Josquin) hasta ese despliegue de color que no es fuego artificial, sino tal vez la complejidad de los timbres que penetran en los sentidos, con lo que consiguen alterarte lo emocional. Es como si desearas que esta obra no terminase ahí, que continuara más allá de ese escaso cuarto de hora de duración.
Kaija Saariaho no necesita presentación en esta revista. Ni en la Fundación BBVA, que la premió hace ya cinco años con el galardón Fronteras del Conocimiento. La altura artística de Saariaho es tal que no sabemos en rigor quién premia a quién en este tipo de galardones. Sus cinco Serenatas son de una belleza que toca tanto lo apolíneo como lo afectivo; es de esas músicas modernas que pueden alcanzarte la emoción sin necesidad de explotar el pathos. Hay gramática, pero no se nota. Lo que hay es un trío celestial (no infernal, quiero decir) que en cinco movimientos expone cinco situaciones, acaso temperamentos, no sabría precisarlo. Pero ahí están, son hermosas esas secuencias que parten de un Agitato y continúan en anhelos cuya tensión no se manifiesta más que en la sutileza y la sugerencia. Del Agitato descendemos al Delicato, que a su vez permite un Dolce, que por su parte cae en Languido (que no lo es tanto) para concluir en un Misterioso, como si se nos invitara a iniciarnos. Repito a menudo (uno se repite a estas edades): en el misterio te inicias; en el enigma buscas, investigas, trabajas signos.
Lamento no acabar de verle su enigma, misterio o sentido a la obra de José Manuel López López, La casa de las cigüeñas, que usa de tímbrica percutiva también, además de instrumental, y que parte de grabaciones hechas por él mismo de unas cigüeñas vecinas de su casa. Es una obra con atisbos de ingenio más que de otra cosa. La obediencia a la lógica del sonido de las aves conduce a un discurso que, en mi opinión, no convence, y que además se parece demasiado a cosas vistas y oídas aquí y allá en la vanguardia (grupo de presión y composición oficial formado por gente nacidas hace casi cien años; Berio fue uno de ellos). Y es que esta obra es también para verla, porque incluye los sacudidos arcos en el aire de lo instrumentos de cuerda e, igualmente, las agitaciones del pianista y el percusionista. Para terminar con un vídeo grabado tal vez por el propio compositor de esa casa de las cigüeñas, vecina a su vivienda y que le ha inspirado este homenaje.
Conocíamos la versión anterior de The Raven (y si digo conocíamos, es que somos varios los que estábamos en ese concierto y ya sabíamos de esta obra). Formaba parte de las Gothic Songs y venía a durar más o menos la mitad de toda la secuencia. Ahora no es un ciclo liederístico para voz y piano, sino una propuesta dramática, lírica porque no tiene acción visible, pero sí conflicto y por ello crecimiento, que después de todo sería acción (conflicto con un elemento externo, que será o no ese cuervo, que es un cuervo de mal presagio más que personaje amenazador).
Me permito repetirme en aquello que permanece del original, puesto que el propio Panisello trabaja y vuelve a trabajar esta pieza excelente: “En The Raven, el compositor parece querer explorar las muy diversas y cambiantes maneras de tratar la voz, con una explosión rítmica tras otra, con el juego de las diferentes gamas dinámicas, con el canto y el susurro y el recitado… Todo”. Pero ahora el acompañamiento es de una riqueza de colores que hace que este monodrama (no me acaba de convencer esta clasificación) despliegue una capacidad teatral mayor, tanto en los momentos en que la voz se halla envuelta por el conjunto como en aquellos en que la voz predomina o, aún más, en los que voz queda sola, teatral, dramática.
El sentido del drama de Panisello es parte importante de su inspiración; es el autor de la ópera Le Malentendu, no lo olvidemos. Hace falta una voz con graves poderosos, como los de Annette Schönmüller; mas también una actriz con esa capacidad de recitar (a solas), de susurrar (con suave acompañamiento, una suavidad siempre ominosa), de exclamar y gritar (en los ápices dramáticos en que el conjunto la apoya y subraya). Este final del concierto fue algo más que un broche de oro. Obra maestra entre obras maestras, con el autor allí y en el podio, con un conjunto pequeño y virtuoso, con una voz poderosa, con un registro bajo que acentúa el dramatismo, la de Schönmüller, heroína auténtica de este fin de recital.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Alejandro Garcia Ortiz)
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