MADRID / Éxito de Perianes, Afkham y la Nacional, con obras de Brahms y Schmidt

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 10-XI-2023. Concierto sinfónico 6 de la temporada de la OCNE. Solista: Javier Perianes, piano. Director: David Afkham. Obras de Brahms y Schmidt.
En la primera parte, como homenaje de la Orquesta Nacional de España al centenario del nacimiento de Alicia de Larrocha, y en la segunda, dentro del hilo temático “sinfonismo crepuscular”, el sexto sinfónico de la Nacional reunía dos obras en cuyo trasfondo, como bien apunta Clara Sánchez en sus oportunas notas y en el video de presentación del concierto, está la muerte, o más bien, la reacción de quienes sufren la pérdida de un ser querido y deben afrontar el vacío que ello supone, porque al fin, hay que seguir viviendo. Por la variedad consustancial a la naturaleza humana, el mismo impacto (la pérdida mencionada) puede provocar efectos diversos. Y de esa diversidad tuvimos muestra en las obras escuchadas.
El bien conocido Primer Concierto para piano de Brahms, iniciado bajo el impacto del intento de suicidio (y posterior internamiento) de su querido Schumann en 1854, pero culminado un par de años tras la muerte de éste, es una página de una intensidad dramática tremenda. Especialmente devastador es su primer movimiento, declaradamente desgarrado y tempestuoso desde su larga, tensa y rotunda introducción orquestal. La engañosa calma que el solista transmite en su entrada, transida de una tristeza desolada, es esencialmente engullida por una temperamental y dramática rebelión, una suerte de ira, como apunta también Clara Sánchez, que domina ese primer movimiento. Clima dramático que, en realidad, envuelve toda la obra.
Como buena parte del piano de Brahms, la escritura solista, sobre todo en ese primer movimiento monumental, marcado Maestoso, es esencialmente vertical: densos acordes, dobles trinos, pasajes de octavas… todo ello enfrentado con frecuencia a densos tutti orquestales, también llenos de energía. Se pide, en ese sentido, un pianismo rotundo, poderoso y con presencia. Pero se demanda también largueza, sutileza en lo que atañe a la expresión adecuada de una solemnidad que está bien implícita en la indicación Maestoso.
Afrontaba la tarea de lidiar este apasionante pero temible miura del repertorio pianístico uno de nuestros más prominentes pianistas: Javier Perianes (llevamos una racha envidiable de magníficos pianistas en este otoño madrileño, y aún aguarda Trifonov dentro de un par de semanas). Es bien sabido que el de Nerva es pianista de excelentes medios y variados recursos, entre los que destaca una cuidadísima sonoridad y una matización exquisita al servicio de un discurso que siempre se presenta con extraordinaria sensibilidad e intensidad expresiva, con un fraseo fluido y elegante al que es difícil no entregarse. Se acercó al primer tiempo con un tempo relativamente ligero para la indicación Maestoso: para entendernos, más en la línea del apasionado impulso de Katchen que en la más inclinada a la grandeza que posteriormente favorecerían Arrau, Barenboim o Gilels. Tras la serena entrada antes mencionada, los rotundos trinos del tempestuoso inicio pudieron tal vez haber tenido más contundencia, pero Perianes lució su rica expresividad en el hermoso canto del pasaje Poco più moderado, planteado con genuina expresividad. Se mostró seguro en las comprometidas octavas (sobre la indicación Tempo I), y convincentemente enérgico y rotundo en el brillante final.
Con un tempo también relativamente ligero para la indicación Adagio (en línea con ese impulso katcheniano mencionado), el canto de Perianes respondió muy bien a la indicación p dolce espressivo, con buen y ajustado rubato. Consiguió sus mejores momentos en este tiempo, con un final refinado, delicadísimo en la expresión y cargado de emotividad. Atacó sin pausa, como debe ser, el Rondó final, también animado en el tempo, tal vez con más énfasis en el Allegro que en la cualificación ma non tropo. Acercamiento enérgico, tal vez más en carácter e intención expresiva que en poderío sonoro, con las dos cadencias impecablemente dibujadas.
Afkham acompañó con la precisión acostumbrada, aunque pareció un punto tenso en el discurso. Consiguió, como acostumbra, una notable prestación de la Nacional, aunque se podría haber conseguido que algunos matices en la gama piano, especialmente en el metal, sonaran más sutiles. Como en la segunda parte, reiteró la disposición utilizada en Parsifal: violines 1 y 2 enfrentados, contrabajos atrás a la izquierda, con los chelos en el centro izquierda y las violas en el centro derecha, situando las arpas atrás y a la derecha. Aunque entiendo su querencia a esta disposición, no termino de estar seguro de que el resultado sonoro (al menos el que se percibe desde el público: bien podría ser que desde el podio se escuche de forma diferente) sea mejor que con la que tradicionalmente ha utilizado en otras ocasiones.
La interpretación fue recibida con lógico calor por el público, y Perianes regaló una de esas delicatessen en las que asoma lo mejor de su exquisita paleta sonora, a la par que su sencilla pero hermosa expresividad: Habla el poeta, último de los números de las Escenas de niños op. 15 de Schumann. Teniendo en cuenta la mencionada conexión del concierto que se acababa de escuchar con el triste periodo final de la vida de Schumann, la propina difícilmente podía ser más apropiada.
La segunda parte nos traía la última de las cuatro sinfonías de Franz Schmidt, no especialmente frecuentado por estos lares. Fundamentalmente violonchelista (lo fue en la ópera de Viena bajo la dirección de Mahler), pero también pianista, este compositor goza de cierta apreciación en Austria y Alemania. Sus cuatro sinfonías han conocido pocos recorridos íntegros, y solo los Järvi parecen especialmente interesados. El padre (Neeme) grabó todas para Chandos y uno de sus hijos (Paavo) ha hecho lo propio más recientemente (2020) con la Sinfónica de la Radio de Frankfurt para DG. El Intermezzo de su ópera Notre Dame (que en su día Karajan, quien según parece le tenía poco aprecio porque Schmidt había pronosticado que no tenía porvenir como director, llevó al disco), su oratorio El libro de los siete sellos (que Harnoncourt, entre otros, grabó) y la Cuarta sinfonía son probablemente sus obras más conocidas, siendo esta última la más difundida y grabada (bien reputado el registro de Mehta en los setenta con la Filarmónica de Viena, ha merecido también la atención de Kirill Petrenko, que la llevó al disco en sus primeros pasos como titular de la Filarmónica de Berlín).
La obra fue escrita en 1933, bajo el impacto de la muerte temprana de su hija Emma tras dar a luz, cuando el compositor afrontaba también graves problemas de salud mental de su primera esposa que, algunos años tras la muerte del compositor, fallecido meses antes del inicio de la segunda guerra mundial, moriría víctima del programa nazi de eutanasia. Schimidt llamaba a la sinfonía “un réquiem por mi hija”.
Y es sin duda un clima desolado lo que se escucha desde el triste solo de trompeta que abre la obra, y cuyo motivo se reitera, por la trompa, en el inicio del tiempo final. Solo el tercer tiempo, con un fugado iniciado en las violas parece aportar algo (poco) de luz. Música que, desde coordenadas tardo-románticas, alejada de estéticas vanguardistas, con algún eco de Bruckner (con quien Schmidt dio algunas clases de contrapunto) pero también de Brahms, de Pfitzner o del primer Schönberg, habla con doliente serenidad antes que con un apasionado desgarro que solo asoma puntualmente, también en la suerte de marcha fúnebre que se dibuja en el segundo tiempo.
Quien esto firma no quiere llegar tan lejos como Lebrecht, que recientemente se refería a esta obra diciendo que es “música que no va a ninguna parte” (siendo esta de las afirmaciones más suaves que le dedica), pero no puede evitar reseñar su sensación de que se trata de una partitura en la que la pretensión conmovedora tiene mejor intención que lograda inspiración. La música que contiene se salpica de ideas estimables que no terminan de cuajar o se reiteran (tal ocurre en el fugado del tercer tiempo) en un discurso que deja cierta impresión de querer, sin lograrlo, emular el de algunos de los autores citados. Todo ello sin entrar en la para unos evidente y para otros no tanto cercanía del autor a los nazis (conviene recordar, en todo caso, que Schmidt murió unos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial).
Lo anterior no es óbice para señalar que, sin duda, se trata de música bien conocida y apreciada por Afkham, al que se vio con una implicación y determinación envidiables. Bien puede decirse que el maestro de Friburgo extrajo de la partitura cuanto partido podía sacarse: impecable arquitectura en los cuatro movimientos que se suceden sin pausa (en realidad la partitura los presenta casi como indicaciones de tempo, sin que haya en la misma un attacca o una doble barra de final entre un movimiento y otro), para una interpretación que tuvo todos los ingredientes que puede pedirse (y en la magnitud en que es posible esperarlos): tristeza, apasionada efusión dramática, y un retorno final bien construido al dolor inicial, con un final íntimo, de solitaria desolación. Solo el animado pero un tanto intrascendente y, dentro del clima general de la obra, hasta casi atípico fugado del tercer tiempo, impecablemente dibujado por Afkham y bien ejecutado por la orquesta, resulta inevitablemente algo postizo.
Afrontó el titular de la Nacional el primer tiempo (Allegro molto moderato) con relativa ligereza de velocidad. El solo inicial de trompeta, bien ejecutado por Adán Delgado, pudo quizá haber tenido más sutileza en el matiz piano y conseguir así mayor impacto en el forte que se alcanza no mucho después. El segundo motivo del primer tiempo, de más pretendida que convincente efusión, quedó bien expuesta por la cuerda, como también el diálogo posterior de los violines primeros y segundos que, como se dijo, estaban enfrentados en la disposición.
Expresé anteriormente mis dudas de que dicha disposición redunde en mejor resultado sonoro, y aunque es cierto que el efecto estereofónico tiene especial atractivo en diálogos como el descrito, lo es también que, al menos por lo escuchado, quien esto firma, en términos de balance, casi prefiere la disposición tradicional. Se ajustó bien la orquesta a las numerosas inflexiones de tempo demandadas, planteadas con flexibilidad por Afkham, que buscó y encontró un discurso fluido y expresivo, con clímax (los de los dos primeros movimientos especialmente) muy bien construidos y ejecutados. Se lucieron varios solistas, desde la madera (flauta, oboe, clarinete, corno inglés) hasta el concertino Miguel Colom (ayer presuntamente enfermo, dado que portaba mascarilla y no suele hacerlo), y muy especialmente, Ángel Luis Quintana, brillante en sus hermosos solos del Adagio (quizá algunos de los mejores momentos de la obra). Destacados también los solistas de trompeta (el mencionado Adán Delgado, que consiguió un final muy logrado) y trompa (Eduardo Redondo), que dibujó muy bien, salvo por un mínimo roce, la reiteración del doliente motivo principal de la obra al principio del último tiempo. La interpretación fue recibida con calor por el público que pobló la sala con un aforo muy considerable, cerrando así con notable éxito un buen concierto del presente ciclo de los conjuntos nacionales.
Rafael Ortega Basagoiti