MADRID / Excepcional Rachmaninov de Cho con la OCNE
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 21-X-2022. Seong-Jin Cho, piano. Orquesta Nacional de España. Director: David Afkham. Obras de Rachmaninov y Shostakovich.
El quinto concierto sinfónico de la temporada de la Nacional se movía en el marco del tercero de los hilos temáticos que presiden el ciclo: Orillas del báltico, y en ese contexto, presentaba dos obras de compositores rusos bien distintos: Rachmaninov y Shostakovich, con el concurso, además, de un solista de lujo, el joven surcoreano Seong-Jin Cho.
Dice bien Juan Manuel Viana en sus excelentes notas que el Tercer concierto de Rachmaninov, junto al Segundo, la Rapsodia sobre un tema de Paganini y alguno de los Preludios, es responsable principal de la popularidad de Rachmaninov como compositor. El propio autor, como nos cuenta Viana, prefería este concierto, escrito en el verano de 1909, a su predecesor, porque sostenía que este “no era cómodo de ejecutar”.
Mejor no entrar mucho en esta más que generosa concepción del compositor sobre lo que es cómodo de ejecutar, porque cuando uno ve y escucha el Tercer Concierto piensa cualquier cosa menos… que es cómodo de ejecutar. Para decirlo más claro: la partitura da auténtico vértigo, y no es de extrañar que muchos pianistas, empezando por el dedicatario, Joseph Hofmann, declinaran el reto de tocarlo.
Reconoce Rachmaninov, además, que el concierto no es nada fácil de acompañar, entre otras cosas porque está inundado de continuas indicaciones de cambio de tempo, y el propio carácter de la obra, en la que, en el aspecto formal (como en el primer movimiento, en forma sonata) se integra una atmósfera en la que la más libre fantasía, como ocurriría en una toccata, pide una cuidada flexibilidad desde el podio para conseguir una acertada fusión con el solista sin que este se vea encorsetado en un dibujo rígido. No es de extrañar que el compositor, en la segunda de las interpretaciones de la página, en la que él mismo ejerció de solista, apreciara especialmente el acompañamiento dirigido nada menos que por Mahler (que fallecería el año siguiente).
Este verdadero miura del repertorio pianístico concertante, que por añadidura dista de ser breve (en torno a 40 minutos), exige pues un solista de primerísima para evitar que la ejecución sucumba a la tremenda demanda técnica y mecánica que impone. Hay que decir inmediatamente que lo tuvo, vaya que sí lo tuvo, en la velada de ayer.
El joven surcoreano Seong-Jin Cho (Seúl, 1994), alumno de Michel Beróff en París y hoy residente en Berlín, ganó en 2015 el Concurso Chopin, y sus varias apariciones en Madrid, además de algunas de sus grabaciones, no han dejado de dejar a quien esto firma asombrado de su colosal talento y, más aún, de su pasmosa madurez artística. La última, un memorable recital en el Círculo de Bellas Artes en las que ofreció soberbias interpretaciones de Handel y Brahms, coronadas con una apabullante traducción del Gaspard de la nuit de Ravel.
Cho, de apariencia incluso tímida en su ademán escénico, se transforma en dominador absoluto, con un temperamento y personalidad arrolladores, en cuanto se sienta al piano. Expuso el sencillo tema principal del primer movimiento con un canto tan simple como directo y bien dibujado, pero poco después asomó el gran virtuoso que posee medios sobrados para sacar adelante, con tanto sentido musical como arrolladora brillantez, la temible partitura. El sonido, de anchísima dinámica, siempre inteligentemente graduada, puede adquirir una estremecedora contundencia sin perder brillantez, y la mecánica desgrana las notas con una limpidez y precisión que la hacen parecer engañosamente fácil.
Lo que es más importante: su discurso tiene la solidez constructiva necesaria sin perder ese aliento de libertad expresiva, de carácter rapsódico y fantástico, que esconde la partitura. Creció la interpretación del coreano hasta coronarse en una cadencia absolutamente demoledora. Y acompañó con excelente sonoridad (qué bien las violas en su canto del motivo principal justo tras la presentación inicial del solista) y notable precisión Afkham, al frente de una estupenda Nacional. Pudo, no obstante, el de Friburgo, haber modulado algo la potencia en el clímax del primer movimiento, en el que el pianista, que está lejísimos de andar corto de volumen, quedó algo tapado por el acompañamiento.
Preciosa también la exposición del segundo movimiento por parte de la orquesta, y bellísimos contrastes los ofrecidos por Cho en el juego de variaciones que sigue. El Alla breve que cierra la obra, salpicado de continuos y a veces sutiles cambios de tempo, pero imbuido de una constante trepidación, es un movimiento en el que cuesta hasta respirar. Rachmaninov inunda la partitura de un torrente que parece no detenerse hasta una aceleración casi continua: Più mosso, più vivo, accelerando, vivace, più vivo, presto… Es fácil que la cosa llegue a desmadrarse, y más que difícil que suene, como debe, frenético, pero no descontrolado.
Bien puede decirse que fue el caso ayer. La música llegó de solista y orquesta con el nervio más que deseable, y quedó, pese a la dificultad que ello implica, muy bien cuadrado, mérito además indiscutible, teniendo en cuenta que las piezas concertantes con solista no gozan en estos tiempos de especial generosidad en el tiempo de ensayo, más que nunca necesario cuando hay tantísimo cambio que encajar. Cho desgranó con igual facilidad y belleza los pasajes más vertiginosos, pero también (así la sección molto leggiero, poco después del inicio del pasaje Allegro molto) los que demandan más levedad de pulsación, y el tramo final de la obra fue llevado por ambos con irresistible energía y vibración. Y Afkham le siguió con mando firme y plausible flexibilidad, hasta una coda magnífica por parte de ambos.
Nada sorprendente que el éxito del coreano fuera enorme, porque enorme fue su interpretación. En su siempre exquisita corrección, pareció que solicitaba el beneplácito de la orquesta para conceder una propina. Tras obtenerlo, no pudo haber contraste mayor, ni más hermoso y maravillosamente traducido: Octubre, de Las Estaciones de Chaikovski, nos llegó con la sonoridad más delicada, el canto más sensible y el fraseo más expresivo que pueda esperarse. Una verdadera delicia de un pianista excepcional.
La Duodécima Sinfonía de Shostakovich, dedicada a la memoria de Lenin, no está, faltaría más, exenta de cierta controversia. Dedicada a la memoria de Lenin, esta sinfonía tiene un dibujo programático más orientado a la ideación o a la reflexión que a la mera narración, en sus cuatro movimientos ejecutados sin solución de continuidad, y con una orquestación en la que no se huye de una percusión nutrida. Hay quien aprovecha para sugerir que el compositor, que había sido amenazado a mediados de los años 30 tras el estreno de Lady Macbeth de Mtsensk, era en realidad un entusiasta militante (justamente se acababa de convertir en militante del partido en 1960, poco antes de firmar esta sinfonía), mientras otros reiteran que más bien, consciente de que la pasada amenaza tal vez aún sobrevolaba en cierta medida, ofrecía una partitura de homenaje al fundador de la URSS por aquello de congraciarse con un régimen que, pese a la relativa apertura que suponía Khrushchev, distaba de ser uno compuesto por hermanitas de la caridad.
Por uno u otro motivo, la música se desenvuelve en parámetros mucho más convencionales que los de algunas sinfonías precedentes (las nº 4, 7, 8 o 10, por ejemplo), y que alguna de las siguientes (muy notoriamente la nº 13). El frecuente recurso a la utilización de unísonos y una sonoridad a menudo bombástica impregnan una música de indudable impacto, con algún exceso de grandilocuencia, como el pasaje final de la obra, en la que percusión y metales hacen su agosto.
Afkham, autor hace algunas temporadas de una extraordinaria interpretación de la Séptima, afortunadamente editada en disco y testimonio del magnífico momento de la formación Nacional, dibujó con total acierto una interpretación precisa y punzante en el ritmo, contundente y ampulosa en los momentos (bastantes) en que la música así lo demanda, pero también oscura y misteriosa, como en muchos momentos del segundo movimiento. Muy brillante respuesta general de la orquesta, con especial mención para una cuerda empastada, redonda y poderosa, unos solistas de madera estupendos (menciones especiales para los de clarinete, flauta y oboe), y unos metales y percusión de brillante y redonda sonoridad.
No sorprende el gran éxito obtenido por la orquesta y su titular tras la sobresaliente traducción de una música que, más allá de que su grandilocuencia tenga esta o aquella intención aparente o escondida, tiene un impacto indudable.
Rafael Ortega Basagoiti