MADRID (OCNE) / Entre la cantilena y el grito patriótico
Madrid. Auditorio Nacional. 31-V-2019. Joshua Bell, violín. María José Montiel, mezzosoprano. Coro y Orquesta Nacionales. Director: Antonio Méndez. Obras de Albéniz-Ponce, Saint-Saëns y Pokofiev.
En el programa de mano, David Cerdán nos explica muy bien el proceso de creación de la ópera Merlín, poblado de accidentes, de idas y venidas, y de su composición y estreno definitivo en condiciones en el Teatro Real en la temporada 2003-2004 de la mano de José de Eusebio. También nos informa de los vericuetos sufridos hasta la consecución en 1929 de la suite sinfónica por el mexicano Manuel Ponce, que es la composición que abrió el concierto. Los cuatro movimientos, que revelan por un lado la sapiencia e inspiración melódica del músico de Camprodón y por otro lado el oficio del arreglista, fueron ofrecidos por la ONE y el joven mallorquín Antonio Méndez en una interpretación que calibró bien los timbres ominosos del Preludio y resaltó los acentos orientalizantes de la Danza. Mejorable la planificación de las robustas líneas del pomposo Final.
Aplaudimos luego sin reservas a Joshua Bell, a quien encontramos en magnífica forma, elegante, apasionado, afinado, poderoso, dotado de un sonido amplio, cálido, con una cuarta cuerda de impresión y una imponente sedosidad en los agudos, incluidos los emanados de unos armónicos de marca mayor. Nos hizo disfrutar con el carameloso y más bien epidérmico, pero de tan bella voluta mendelssohniana, Concierto nº 3 de Saint-Saëns. La embriagadora cantilena del Andantino nos envolvió con su perfume. Bell se apoya, lo cual no es ninguna garantía si no se cuenta con un talento como el suyo, en un violín Huberman Stradivarius de 1713 y en un arco francés de François Tourte del siglo XVIII. Méndez y la Nacional acompañaron con discreción y cuidado.
El director se ató los machos y se enfrentó sin pestañear al proceloso discurrir de la cantata cinematográfica Alexander Nevsky de Prokofiev. Su dirección nos pareció bastante minuciosa, ordenada y medida, con una buena disposición agógica y una impronta rítmica enérgica y solvente. Los ostinati estuvieron adecuadamente destacados y los juegos tímbricos hábilmente dosificados. Nos gustó especialmente la lograda pátina de desolación aplicada al preludio, Rusia bajo el yugo mongol. El comienzo de la Canción de Alexander Nevsky nos informó de que estábamos ante un buen día del Coro Nacional, que sonó casi siempre afinado, empastado y ajustado junto al de la Comunidad de Madrid, que se unía a él en esta ocasión; uno y otro bajo una batuta que consiguió elevar la temperatura y el tono belicoso en el inmediato cuadro, Los cuzados en Pskov.
Tras un muy plausible Levántate, pueblo ruso, accedimos al fundamental y extenso La batalla sobre el hielo, donde la pintura, tan cruda y espectacular, de la lucha, tras una diabólica aceleración, accede a su máximo esplendor. Las disonancias, los choques tímbricos fueron bien ejecutados al compás de la feroz isorritmia y de los gritos salvajes de los contendientes. Hubiéramos preferido, de todos modos, una más acusada separación de líneas, una menor confusión de voces; algo que, de todos modos, es muy difícil de conseguir a partir de una escritura semejante. Pero el regreso a la calma se produjo sin mayores problemas.
Medido y atmosférico lecho orquestal para la entrada de María José Montiel, pausada, cariacontecida, enlutada, en el hermoso canto fúnebre de El campo de la muerte. El timbre cremoso, cálido, la emisión en el fulcro, los graves naturales, la respiración bien medida en la traducción de los doloridos acentos (“Todos ellos derramaron su roja sangre sobre la gloriosa tierra rusa”) nos llegaron bien y retrataron con mucha verdad la escena. Aunque en nuestra opinión el lamento pueda alcanzar aún mayor dimensión con una voz de tintes más oscuros y dramáticos, expresiva de un desgarro mayor.
El jubileo final, con todas las campanas al vuelo, impulsado en algunos de sus tramos por las saltarinas maderas en la Entrada de Alexander en Pskov, tuvo el suficiente brillo, en un momento en el que realmente no se calibra otra cosa que no sea el canto de celebración en busca de ese grito final, “¡Alegrate, Rusia, madre patria!”, en donde las féminas gritan el sobreagudo a toda pastilla.
Arturo Reverter
(Foto: IGORSTUDIO)