MADRID / En el particular y mágico huerto de Sokolov
Madrid. Auditorio Nacional. 1-III-2021. XXVI Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Grigory Sokolov, piano. Obras de Chopin y Rachmaninov.
Poco más de un año después de que su tradicional visita al ciclo de Grandes Intérpretes (24 de febrero del fatídico 2020) se salvara por la campana de sucumbir víctima del confinamiento estricto al que obligó la pandemia, volvió Sokolov al ciclo en el que es, con notable distancia, el artista más frecuente. Lo hizo cuando el virus aún sigue matando todos los días mucha más gente de la que es razonable aceptar, aunque como la mente humana es como es, nos hayamos hecho (da escalofrío decirlo) a que todos los días en España mueran varios cientos de personas por causa del SARS-Cov-2.
Y lo hizo como siempre. Dispuesto a llevarnos a su particular ritual, a su particular huerto, con el público, faltaría más, naturalmente predispuesto y encantado, de dejarse llevar al mismo por este pianista que ejerce de mago, como aquel flautista de Hamelin. Sokolov compareció con su proverbial severidad, un punto acentuada cierta cifosis de la parte alta de la columna dorsal (pelín de chepa, para entendernos), saludó al patio de butacas, se sentó, las luces de la sala (también las de la escena) atenuadas, y a la tarea.
El primer bloque del recital (no primera parte, puesto que descanso como tal no hubo) estaba dedicado a cuatro de las Polonesas más conocidas de Chopin, obras de considerable carga dramática (especialmente intensa en las dos últimas ofrecidas) y desde luego de un ímpetu y energía considerables.
El contundente y en tantos aspectos genial ruso no entiende de convenciones, y el comienzo de la Polonesa Op. 26 nº 1 de Chopin despertó en el firmante un levantamiento de cejas, porque los contundentes ataques de los dos primeros compases parecieron tener más pompa y solemnidad que la pasión que esperamos de la indicación allegro appassionato. El tempo, en efecto, era más que moderado, como si se dirigiera al canto más lírico que se desplegó, con gran belleza, a partir del quinto compás. Espléndidamente expuesta la sección central (meno mosso, con anima), con un cantable lírico de exquisita elegancia y sensibilidad.
Se creó más tensión en el sombrío inicio de la op. 26 nº 2, y apabulló el poderío del crescendo del octavo compás para terminar en el rotundo fortissimo del compás siguiente y el arrollador ascenso ulterior, que sin duda tuvo la forza demandada. El ruso dibujó con acierto la solo aparente calma de la sección central, y también el magistral y en muchos aspectos inesperado final en ppp.
Sin respiro, se sumergió Sokolov en la más larga y dramática de las polonesas, la Op. 44. Una obra de una intensidad espeluznante, que pone a prueba los medios del pianista. Sin indicación de tempo, la música crece desde lo ominoso hasta una arrolladora, furibunda contundencia, admirablemente captada por Sokolov (pequeños roces aparte), con una mano izquierda verdaderamente increíble. Es asombroso el poderío desplegado por el pianista ruso, que consigue un sonido apabullante pero que jamás pierde la redondez y la belleza. Y ello pese a que la afinación del piano acaba resintiéndose en más de una ocasión (el afinador tuvo que hacer retoques tras la última de las polonesas). Delicioso el contraste presentado por la sección central, tempo di mazurka, y literalmente tremendo, estremecedor final.
Uno hubiera necesitado al menos tomar algo de aire antes de lo que venía después. Pero no hubo lugar. Casi en attacca atacó, valga la redundancia, la Op. 53, que tuvo en las manos de Sokolov toda la solemnidad y la épica que puede y debe esperarse de esta partitura. Brilló de nuevo la mano izquierda prodigiosa en la sección central, con esa obsesiva repetición de la figura descendente de cuatro semicorcheas en unas octavas que llegan literalmente a apabullar. Bellísimo también el breve remanso más lírico, y decididamente solemne y enérgico el retorno a la épica inicial, donde se apreciaron algunos roces, quizá por una comprensible fatiga (no se había dado respiro, y las obras no eran como para tocarlas sin él).
Quizá le vino bien el descanso que supuso la necesaria intervención del afinador, antes de afrontar lo que venía: los diez Preludios Op. 23 de Rachmaninov. Una serie de la que, si fuera una etapa ciclista, muchos dirían que tiene varios puertos de primera categoría y unos cuantos (nº 2, 5 y 7 a 9) de categoría especial. De nuevo afrontó el reto Sokolov dispuesto a no darse, ni darnos, respiro.
Desde el nostálgico, casi misterioso nº 1 al también intimista y tranquilo último, viajamos por la apabullante pasión del nº 2 (que ya alguna vez ha ofrecido en Madrid como propina), la elegancia del tempo di minueto en el nº 3, la serenidad del nº 4, la tremenda exaltación del conocidísimo nº 5, con sus arrolladoras octavas (de un poderío que nos ganó pese a los roces), la elegante y evocadora belleza del nº 6 y el temible trío de los nº 7 a 9. Agitado, evocador y con un magistral toque leggiero, el séptimo de la serie, en realidad más un estudio que un preludio. Algo que también ocurre en el nº 8, expuesto por el ruso con envidiable agilidad y ligereza, pero con contagiosa y agitada vitalidad. Por si no habíamos tenido bastante con esos dos puertos especiales, el trío se cerró con un nº 9 que no es sino otro estudio de cruel dificultad que Sokolov despachó con una facilidad y, de nuevo, una articulación de pasmosa facilidad.
A nadie sorprenderá que el éxito, con la sala a tope (hasta donde permite la pandemia) y con algún aficionado bien conocido (Rodríguez Zapatero) entre la audiencia, fuera del nivel que a estas alturas es costumbre en las visitas del ruso: enorme. Y, naturalmente, siguió el ritual. Tras varias salidas, saludos al patio de butacas, media vuelta de ejecución casi militar, saludos a las localidades del coro y tribunas laterales de segundo anfiteatro, y vuelta a empezar, comenzó la serie de propinas.
Nos llegaron así bellísimas traducciones de la Mazurka en la menor Op 68 nº 2 y el Preludio nº 20 en do menor de Chopin, el Preludio Op 11 nº 4 de Scriabin y la Mazurka Op. 30 nº 2 en si menor nuevamente del polaco. Faltaban dos para la consabida serie de seis… pero esta vez no llegaron. Buena parte del público, probablemente consciente de que la duración se empezaba a alargar demasiado (el programa previsto acabó pasadas las nueve pese a ejecutarse sin más pausa que la obligada del afinador), abandonó el auditorio, y el artista, tal vez consciente de ello, optó por no dar más propinas pese a los insistentes aplausos de quienes permanecían en la sala.
Espléndido recital, otro más para incorporar a la memoria de las grandes actuaciones del genial pianista ruso. Dentro de un nivel de excelencia general, las dos últimas Polonesas, los Preludios nº 2, 5, y 7 a 9 de Rachmaninov, y las cuatro propinas, fueron interpretaciones realmente formidables de un pianista único, que, una vez más, nos llevó (y nosotros encantados) a su particular y mágico huerto. Seguro que repetirá… y repetiremos.
Rafael Ortega Basagoiti