MADRID / El último Schubert por Leonskaja: Magisterio, sensibilidad, emoción
Madrid. Círculo de Bellas Artes. 13-X-2024. Círculo de Cámara. Teatro Fernando de Rojas. Elisabeth Leonskaja, piano. Schubert: Las tres últimas sonatas para piano, D 958-960.
Si justo antes del verano se cerraba el ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo con la triada final schubertiana de sonatas a cargo del británico Paul Lewis (que haría días después el ciclo íntegro en Granada, y que repetirá en 2025 para la Fundación Juan March), la presente temporada del Círculo de Cámara se ha iniciado con otra intérprete más que ilustre de la música de Schubert: Elisabeth Leonskaja, que ofreció su visión de esa misma triada final de sonatas.
Hemos comentado en otras ocasiones, también con el mencionado Paul Lewis en el encuentro público que mantuvimos en Granada, el cambio que se produce en la música de Schubert tras el revés serio de salud que ocurre en el otoño de 1823. Más allá de la naturaleza médica exacta de dicho revés, materia no del todo aclarada, es innegable que, como señalaba Lewis, la tristeza se adueña en buena medida de la música de Schubert y, de una u otra manera, pasa a ser una constante que domina en ella. Las tres últimas sonatas pianísticas, escritas en el último año del compositor, son una muestra inmejorable de ello. Hay en ellas una enorme tensión, sentimientos de dramatismo y tristeza que, de una manera u otra, subyacen, aunque con diferentes matices. Son aparentes desde el rotundo allegro inicial de la D 958 hasta el conmovedor desgarro que nos produce la desolación del Andante sostenuto de la D 960.
Tristeza que, con emocionante serenidad, transpira también en el Molto moderato que abre esta última sonata, con una música que esconde también ecos (ese reiterado trino en el grave) evidentemente tenebrosos. Y tristeza, en fin, que, aquí y allá, aparece también salpicada por agitadas sacudidas de turbulencia, como en algunos momentos de los tiempos finales de las D 958 y 960. Y, de forma sorprendente, desatada, en el Andantino de la D 959, como una suerte de ramalazo rebelde, una fantasía que suena improvisada, con casi (o sin casi) beethoveniano ímpetu, y que, por momentos, no adivinamos en qué ni de qué manera va a culminar. Música, en fin, demoledora para el ánimo de quien la escucha con la adecuada intensidad. Si a uno no le rompe el alma ese tremendo Andantino de la D 959 ya citado, lo hará a buen seguro el también aludido devastador Andante sostenuto de la D 960.
Elisabeth Leonskaja (Tiflis, 1945) es bien conocida y apreciada del público, y lo es con inmejorables razones. Ayer las puso en evidencia desde el ataque inicial en el Allegro de la Sonata D 958. Todo en el piano de Leonskaja surge de manera natural, con el magnetismo que tan bien ejercía su amigo Richter, que, en propias palabras de Leonskaja, tanta influencia ejerció sobre ella. La parte física contribuye de manera evidente y decisiva. Las manos de Leonskaja están armadas con esa rara (digo rara por tan perseguida a menudo y no tantas veces alcanzada) combinación de firmeza y relajación. Combinación que resulta en un ataque que se ve y se escucha como algo natural y hasta de aparente facilidad. El peso otorgado a cada nota es así graduado de manera exquisitamente diferenciada y el sonido adquiere, y jamás pierde, una singular redondez y belleza. Pero ese control, tan absoluto como aparentemente no esforzado, del peso de la pulsación, permite a su vez un juego variadísimo de colores y matices, desde la rotunda (pero nunca hiriente) contundencia a la más adelgazada levedad y ligereza.
Todo ello se nos presenta sin artificio, sin un gesto de más, con una facilidad aparentemente pasmosa, que hace parecer hasta fácil lo que en realidad es endiabladamente difícil. Cuando uno observa los cruces de manos (que abundan en estas obras) tiene muchas veces la impresión de que, más que pulsar la tecla, el sonido procede casi de una caricia, como si en las yemas de los dedos tuviera una pluma. Eso le permite regular los volúmenes con una precisión extraordinaria. La manera en la que utilizó la mano izquierda en el registro más grave del piano fue toda una demostración de ello, siendo los trinos (cada uno, dicho sea de paso, diferenciado de manera evidente, aunque sutilísima) reiterados del primer tiempo de la D 960 un ejemplo, pero solo uno, de algo que se antojó prodigioso. El manejo del pedal es otro ingrediente esencial no sólo como ayuda para un legato exquisito, sino para la obtención de colores y efectos especialísimos. Lo conseguido, en este sentido, en el ya mencionado Andante sostenuto de la D 960 fue toda una lección magistral, pero sobre todo algo profundamente emocionante.
Pero más allá de las materias puramente técnicas, contribuidoras decisivas, pero no suficientes, al resultado musical, están la concepción y la construcción artística. Y ahí la veterana Leonskaja derrama magisterio y sabiduría por toneladas. Su discurso transmite, admirablemente, la tremenda intensidad emocional que contienen estas tres sonatas. Lo transmite porque ha cuidado todos los elementos que Schubert maneja para ello. Los contrastes entre los motivos, la importancia del canto, la tensión que suponen inflexiones y silencios, la mencionada diferenciación cuando hay reiteración de los motivos, el equilibrio y serenidad de muchos de los tempi, el rubato. Al igual que antes hablábamos del control absoluto de la pulsación y el peso dado a cada nota, cabría hablar, en lo tocante a la expresión, del dominio total del significado que, en ese sentido, tiene cada recoveco, cada modulación, cada contraste, cada pausa.
Con Leonskaja, uno tiene la sensación de que Schubert tiene que sonar así, tiene que impactar así. Antes apunté sobre el dominio de dramatismo y tristeza en estas sonatas, aunque con diferentes matices. Leonskaja supo aprehenderlos todos y transmitirlos con apabullante acierto. El delicioso Minueto de la primera de las sonatas fue ya una buena prueba de todo ello: sencillo, directo, elegante, magníficamente cantado y sacando el mejor partido de cada pausa y silencio. Permítanme que reitere la importancia de estos, porque a lo largo de la velada pudimos apreciar hasta qué punto cada silencio no solo nos habló, sino que lo hizo dotado de su propia y a menudo emocionante locuacidad. El Allegro final de la D 958, con ritmo de tarantela, tuvo la agitación justa, nuevamente con cruces de manos admirablemente manejados.
El comienzo de la D 959 reiteró lo ya apuntado. Rotundos acordes iniciales, seguidos de unos pasajes arpegiados de una levedad extraordinaria. Segundo motivo, contrastante, cantado de forma exquisita, y de nuevo cada reiteración, cada pausa, cada acento, cada inflexión, expuesta con el carácter apropiado. El tiempo pareció detenerse en muchos momentos de este movimiento, muy especialmente en un desarrollo de tremenda intensidad. Volvieron a hablar, más bien a estremecer, los silencios en el tramo final del movimiento, impregnado de una tristeza inalcanzable.
La conmovedora barcarola, de desgarrada tristeza, que aparece en el andantino de esta sonata puso un nudo en la garganta, porque la sorprendente turbulencia central, de tan beethoveniana resonancia, apareció magistralmente construida, con un clímax de ese pasaje que se hizo esperar hasta el momento justo en que el impacto era mayor. Lo fue. Demoledor, sin la menor duda. Como estremecedor se antojó el final de ese tramo para empalmar, con emoción difícil de contener, con el retorno a la sobrecogedora tristeza del comienzo. Dentro de una interpretación para el recuerdo, conviene destacar un rondó final en el que la metamorfosis desde el lirismo del tema (una transformación del tiempo lento de la D 537) al intenso dramatismo posterior llegó con tremendo impacto (de nuevo maravillosos los cruces de manos), como lo hizo también la arrebatada coda.
El comienzo del Molto moderato de la D 960, dibujado desde una serena morosidad, estableció desde el principio unas coordenadas casi richterianas, porque pocos, como el añorado ucraniano y ahora Leonskaja, se aproximan a este movimiento como lo escuchamos ayer: como si el tiempo dejara de existir, para que llegue sólo, doliente pero ensanchado en su intensidad, el canto desolado. Como si la bien dibujada lentitud fuera el mejor pincel para retratar en toda su densidad una tristeza inconsolable, inalcanzable, de las que, como apuntaba al principio de esta reseña, rompe el corazón. Se respetó la repetición de la exposición, de forma que el movimiento adquirió, sin piedad, toda su demoledora intensidad. Desde la primera instancia del tenebroso trino en el registro grave el oyente se encuentra ya con el alma en vilo, y ayer lo hizo como pocas veces. El melancólico desarrollo, sutilmente matizado, ahondó en esa tristeza incontrolable, y el final nos volvió a poner el nudo en la garganta.
Pero, si algún ánimo había resistido los embates anteriores, no pocos ni de pequeña entidad, el ya descrito Andante sostenuto terminó de asolar cualquier resistencia. Es realmente difícil dibujar un retrato de la congoja más subyugador, y a la vez más devastador, que el escuchado ayer a Leonskaja en ese movimiento. Cada matiz y cada acento eran dardos, pero el tremendo silencio, al final del episodio central, antes del retorno a la melancolía inicial, resultó simplemente estremecedor. Quien esto firma aún contenía la respiración cuando Leonskaja afrontó, con casi sorprendente ligereza (el contraste con lo anterior es realmente difícil de imaginar, y mucho más de construir, en pocos segundos), el Scherzo. Un evidente roce en el acorde inicial del Rondó último queda en simple anécdota, porque lo que llegó después fue, de nuevo, una sabia, magistral combinación de canto, dibujado con sencillo desenfado, y trepidación en los pasajes más agitados incluida la arrebatada coda final.
Es difícil imaginar una interpretación que nos haga llegar con más fidelidad la inconsolable tristeza y sobrecogedor, a menudo desgarrado, dramatismo, que contiene esta música de Schubert que la escuchada ayer a Leonskaja. Se detuvo el tiempo, hablaron silencios e inflexiones, emocionaron acentos y contrastes, encogió el corazón la magia de un sonido nacido desde esa combinación tan difícil que es la naturalidad, la firmeza y al mismo tiempo una sensación de relajación física que, en sí misma, es un ingrediente clave en generación de la belleza del sonido. Magisterio, sensibilidad, emoción. No se puede pedir más, creo. El éxito fue grandísimo. Quien firma esta reseña hubiera entendido, como pasó en su momento con Lewis, que no se hubiera dado propina alguna. Pero cuando después de ese tour de force de concentración y densidad, la eternamente joven Leonskaja se descuelga con una pasmosa, sutil lectura, hasta extremos difíciles de describir, de las 6 Pequeñas piezas para piano de Schoenberg, termina uno disfrutándolas y olvidando si procedía o no la propina. Cuando se toca así, uno siente la tentación de decir que cualquier cosa procede.
Rafael Ortega Basagoiti
[Foto superior: Aitana Svefons / Círculo de Bellas Artes]