MADRID / El Real vuelve a dar ejemplo
Madrid. Teatro Real. 4-VII-2020. Verdi, La traviata. Marina Rebeka, Michel Fabiano, Artur Rucinski, Flora Bervoix, Marifé Nogales, Albert Casals, Isaac Galán, Tomeu Bibiloni, Stefano Palatchi, Emmanuel Faraldo, Elier Muñoz, Carlos García. Director musical: Nicola Luisotti. Director de escena: Leo Castaldi.
Por si faltara algo para que el coliseo madrileño figurase entre los primeros del mundo, he aquí su reapertura tras la crisis de la pandemia. Esta vez ha sido el primero absoluto, la inicial sala de ópera que vuelve a funcionar tras la clausura del caso. Lo ha hecho con su logística, su personal y sus masas –la orquestal y la coral– a las cuales ha sumado la gente indispensable para asegurar el contexto sanitario esencial.
Al principio es posible que cualquiera de nosotros se sienta extraño, aunque de ninguna manera molesto. El ingreso es escalonado, nos miden la temperatura, ocupamos asientos en medio a otros asientos clausurados, podemos desinfectarnos las manos continuamente. Lo mismo ocurrirá en los entreactos y la salida. Todo se hará gradualmente y con la proliferación de barras y servicios que impiden aglomeraciones.
Al rato, hemos entendido que esta excepcionalidad es normal, tan normal como cualquier otra norma de convivencia, y valga la redundancia. En tales condiciones, se apagan las luces y se levanta el telón, el viejo y buen telón de los viejos y buenos tiempos, con la vieja y buena compañía de La Traviata verdiana. El desafío escénico era duro de pelar: una ópera en que los personajes no pueden abrazarse, besarse, golpearse, empujarse, acariciarse, ni siquiera tocarse. El peligro consistía en tratar de hacer media ópera, sólo un trozo del total, de manera que se vieran el muñón y la prótesis.
La solución aportada por el puestista Leo Castaldi, con la colaboración indispensable del iluminador Carlos Torrijos, fue simbólica. Una escena despojada de toda escenografía, con objetos sumarios y el coro al fondo, sin desplazar aunque actuando en determinados momentos, y una circulación de los solistas sólo desde y hacia los laterales. De tal modo, los personajes fueron tratados con detalle pero sin ningún realismo sino simbolizando su vida afectiva y, en especial, su perfil psicológico, lo que solemos llamar personalidad. Para ello, la ópera cuenta con un sistema simbólico privilegiado, que es la música. Diré más: el simbolismo musical es nuestra más potente familia de signos. Un solo ejemplo: la muerte de la protagonista, simbolizada en una pose de pie y una elevación de los brazos que describe el tránsito como, justamente, una elevación, la que ella cumple a lo largo de su penosa deriva dramática.
La acción se ha traído hasta una vaga modernidad, quizás identificable con las modas de la segunda mitad del siglo XX. No se ha echado mano, tampoco, de ningún realismo de los malamente habituales sino que se ha evocado algo que escandalizó en su momento y arruinó el estreno de esta obra hoy señera: la acción pasaba en el tiempo contemporáneo de los espectadores y resultaba molesta, entre una protagonista prostituta de lujo, un padre de familia moralista hipócrita y un galán botarate y atropellado.
El otro conductor, el musical, Nicola Luisotti también reiteró la maestría que le conocemos. La infalible elección de los tiempos, el uso de los contrastes de volumen, la anhelosa atención a los cantantes, la pulcritud de los planos y la minucia en los detalles de la orquestación, fueron paradigmáticos. Quien quisiera conmoverse pudo hacerlo a solas con el instrumentario, en los preludios, en especial el segundo.
El coro, actuando sin desplazarse, una vez más sonó memorable de ajuste y timbración, intenciones y fraseo. Del elenco cabe insistir en Michel Fabiano, que retorna con su finura musical, su acariciante fraseo, su peculiar timbre y una aseada intención en el recitado. Artur Rucinski ofreció otro modelo. En lo vocal lució el exacto registro baritonal noble verdiano, con un dominio de emisión, volumen y timbre de alto señorío. Además consiguió sutilmente que su señor Germont fuera imperioso moralista con un ramalazo de crueldad canallesca y tardío e inútil arrepentimiento. Marina Rebeka fue una Violetta desigual. Vocalmente suena suntuosa: rica de registros, esmaltada de timbre, carnosa, flexible a la vez que impulsiva. Su técnica es impecable. Su dicción, inestable. Su expresividad, modesta. Su juego entre volúmenes, pobre. Cabe esperar una mayor elaboración del personaje. Haberlos hay muchos; como éste, muy pocos.
Corresponde terminar redundando en unas enfáticas felicitaciones a la institución, desde el máximo dirigente hasta el más atento de los acomodadores. Nos dieron el gusto de desafiar al infortunio y la exacta alegría de estar en Madrid.
Blas Matamoro