MADRID / ‘Il pirata’: nunca es tarde si la dicha es buena

Madrid.Teatro Real. 3 y 7-XII. Bellini, Il pirata. Sonya Yoncheva/Yolanda Auyanet (Imogene), Javier Camarena/Celso Albelo (Gualtiero), George Petean/Simone Piazzola (Ernesto), Felipe Bou (Goffredo), María Miró (Adele), Marin Yonchev (Itulbo). Director musical: Maurizio Benini. Director de escena: Emilio Sagi.
Orillada por el éxito posterior de su trilogía (Norma, Sonnambula, Puritani), Il pirata, no obstante el impulso que le dio la extraordinaria Imogene de Callas (de un contenido trágico aún por igualar), no acaba de instalarse perennemente en los repertorios, aunque goce de cierta presencia actual. De hecho, actualmente, Paris-Garnier la está representando con un suculento terceto: Sondra Radvanovsky, Michael Spyres y Ludovic Tézier.
A Madrid llegó pronto, apenas tres años después del estreno milanés, pero el Teatro Real la ignoró pertinazmente. Valió la pena esperar, dado los dobles y presentes resultados (hay un tercer equipo nada desdeñable). Sagi, habida cuenta de que la obra es desconocida para una buena parte del público, plasmó una clara y elegante exposición de la misma, ambientándola en la época de su composición, con unos personajes sencilla pero limpiamente motivados, sin tentarse con experimentos ajenos a ella, amparado en algunos de sus más fieles colaboradores, en equipo eficazmente compacto.
La escenografía de Daniel Bianco (que a veces remitía más a espacios nórdicos que meridionales) manejó un interesante y variado juego de espejos, con el ajustado vestuario de Pepa Ojanguren y la mágica iluminación de Albert Faura. Todo resultó especialmente adecuado al sencillo puede que demasiado elemental concepto para los amenazadores tiempos que corren. De hecho, cabe relatar que en principio el regista elegido por la Scala (en una colaboración con el Real estrenada el pasado año) era Kristof Loy. Aterrados por la dramaturgia exigida por el inquieto (o inquietante) director alemán, lo despidieron, acudiendo a Sagi que, de alguna manera, hubo de controlar posibles excesos.
Yoncheva, una cantante capaz de pasar de Mimì a Norma con peligrosa tranquilidad, pulsó los dos aspectos que definen a Imogene, el dramático y el de agilidad, con singular pericia en su cavatina de presentación y en el sucesivo dúo con tenor, siempre la voz de una sonoridad infalible en todo su exigido registro y pese a alguna desigualdades en el color; algo desconcentrada en la primera escena del acto II reservó todas sus armas para una impactante escena final (lo mejor asimismo del montaje de Sagi), donde dio una lección de canto expresivo, en el imponente recitato que lo inicia y en los dos cantables, en paralelo a la impactante categoría actoral. A favor suyo y de su compañera, no se incluyó la escena final con el suicidio de Gualtiero.
Un Gualtiero al que, más allá de su desplegado, asombroso, infalible registro agudo, dio Camarena su auténtica categoría instrumental: empuje, delicadeza, atención al significado del texto, musicalidad, es decir, las características que según las crónicas asistían al mito que lo estrenara: Giovanni Battista Rubini. Más no puede escribirse de tan formidable artista.
Albelo con voz robusta y animosa entrega, superó todas las pruebas de canto y expresión, extravertido y además sutil. Muy acoplado con Auyanet, sacaron especial provecho a algunos momentos como la parte central del dúo del acto II. La soprano canaria, modelo de homogeneidad de registros, temperamento y entrega, reflejó su personaje sin debilidades ni vacilaciones, siempre acertada de intenciones.
La parte de Ernesto es menos lucida, aunque el compositor le incluyera una línea canora capa de generar aprietos, superados sin problemas por Petean con medios sonoros y atractivos. La italianidad de Piazzola obró a favor, sobre todo por su centro robusto (alguna nota grave, algo sorda) y un canto mejor adaptado a las melodías bellinianas, oportunamente constatado en el andante del (des)encuentro con la soprano.
De dignos a pasables, por este orden: Miró, Yonchev y Bou. Una ópera de cantantes, así lo entendió Benini cuidándoles y sosteniéndoles, aunque no desaprovechó destacarse en la vibrante obertura y en el intenso preludio de la escena conclusiva, en la exigida lectura cristalina. El coro, a la altura de lo que la partitura le permite.
Fernando Fraga
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