MADRID / El joven y el venerable, con Jansons en el trasfondo
Madrid. Auditorio Nacional. 21-I-2020. Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Director: Yuri Temirkanov. Behzod Abduraimov, piano. Obras de Chaikovski y Brahms.
La legendaria Filarmónica de San Petersburgo ha venido a cubrir el hueco dejado por la cancelación de la gira prevista de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera tras el fallecimiento de su titular, Mariss Jansons. La memoria de los Jansons, padre e hijo, están en cierto modo presentes en los dos conciertos de esta gira, no sólo porque Jansons hijo fuera el director inicialmente previsto, aunque con otra orquesta, sino por la especial relación que unía a ambos con la formación rusa. En efecto, fue en ella donde Mariss Jansons, primero de la mano de su padre Arvid, y posteriormente de la del también legendario Evgeni Mravinski, dio los primeros pasos importantes de su carrera. Por otra parte, la orquesta, que inició su andadura española con Ibermúsica en 1971, cumplió ayer, si no fallan mis cuentas, el concierto nº 100 en nuestro país con la empresa de Aijón (ahí es nada). Para cerrar ese círculo de significada conexión con los Jansons, hay que mencionar que nueve de esos conciertos fueron dirigidos por Arvid Jansons, y catorce lo fueron por su hijo Mariss (el último, en Bilbao en 1989, según recoge el programa de mano). En los programas se han respetado, además, las dos Cuartas previstas: la de Brahms ayer y la de Chaikovski mañana.
El cambio más significativo ha sido el reemplazo del pianista Igor Levit por el joven uzbeco Behzod Abduraimov, lo que a su vez ha traído cambios en las dos obras concertantes previstas. Ayer escuchamos el Primer concierto de Chaikovski, y el jueves haremos lo propio con el Primer concierto de Beethoven, que sustituyen a los previstos K 482 de Mozart y Segundo de Prokofiev, respectivamente. Cuando en 2018, Abduraimov debutó en el Ciclo de Grandes Intérpretes para reemplazar a un enfermo Murray Perahia, ya comenté en la reseña correspondiente de Scherzo que sería un pianista de los que daría que hablar. Aún no cumplida la treintena, ayer afrontó uno de los conciertos más célebres y también más exigentes del repertorio: el Primero de Chaikovski. Y lo hizo con un verdadero derroche de las cualidades que ya apreciamos en su día: extraordinarios medios técnicos, sonido muy cuidado, que llega grande, lleno y poderoso en los fff pero que se adelgaza con extraordinaria delicadeza, sin perder cuerpo, en el ppp, y que transita con cuidada diferenciación por una dinámica bien entendida y graduada. El pedal de resonancia es manejado con general inteligencia, lo que permite una exposición clara, sin que ni siquiera las cascadas de octavas más arrebatadas queden confusas. Y todo ello puesto al servicio de un discurso musical fluido, expuesto con sensibilidad, excelente línea cantable y envidiable (y no tan habitual) capacidad de diálogo con director y orquesta, con los que la fusión y comunicación fueron perfectas.
La cadencia del primer tiempo, iniciada con un fraseo elegante y expresivo, pero dotada luego del brillante virtuosismo que demanda, el exquisito toque leggiero en el pasaje allegro vivace assai del segundo movimiento, o la contagiosa vitalidad del movimiento final, con la dosis justa de fuoco, sin desbocar, son solo algunas pinceladas de lo que constituyó sin duda una magnífica versión del popular concierto, sin duda de las mejores que el firmante ha podido escuchar en vivo en los últimos años. El público, que llenaba a rebosar el auditorio, premió la interpretación con el éxito que merecía, y el joven uzbeco regaló una hermosa interpretación de la primera de las Romanzas Op. 16 de Chaikovski en el arreglo de Rachmaninov, dibujada con un fraseo de exquisita sensibilidad y elegancia en el canto. El venerable Temirkanov (81 años), que ya dirige sentado en un taburete, afrontaba ayer, si el recuento no falla, su concierto nº 54 con Ibermúsica al frente de la orquesta rusa, con la Cuarta de Brahms en la segunda parte del concierto. Su labor acompañante de Abduraimov fue precisa y extraordinariamente realizada por la centuria de San Petersburgo, con participaciones destacadas de los estupendos solistas de chelo y oboe. Un acompañamiento, o más bien una fusión, impecables para una interpretación redonda.
La Cuarta de Brahms, como señala oportunamente Javier Pérez Senz en las notas al programa, es una sinfonía otoñal, que tiene en muchos momentos un aliento contemplativo que hay que destacar, más allá de la admiración que despierta su perfecta arquitectura. Música que demanda adecuada respiración, incluso una detenida recreación, como ocurre ya en el sencillo pero delicado motivo que abre la obra, que debe cantar sobre elegante pero sólido soporte del acompañamiento arpegiado de violonchelos y violas. Música que, por transitar entre esa delicada contemplación, lo decididamente afirmativo y hasta triunfal (el tercer tiempo, el final del cuarto), la melancolía de la variación XIII del último movimiento (con su exquisito solo de flauta, ayer admirablemente realizado por el solista de la orquesta rusa) y la efusión lírica del segundo tema del primer movimiento, iniciado por los violonchelos, requiere un sutil manejo de la agógica además de una sólida construcción. Temirkanov siempre se ha mostrado atinado en este último aspecto, y ayer lo evidenció de nuevo, con un discurso claro y preciso. Sin embargo, más allá de la parquedad gestual que parece un lógico efecto de los años, esa claridad y precisión no parecieron acompañarse de una anchura dinámica necesaria y de una agógica suficientemente flexible, por lo que la diferenciación expresiva que la variedad de climas antes apuntados demanda quedó un tanto limada, dejando en general una sensación de cierta rigidez.
Hubo momentos bien conseguidos, como la intimista variación XIII del último tiempo antes mencionada, el final del mismo o la vibración del allegro giocoso. Pero esa efusiva delectación que uno espera del inicio, o el segundo movimiento, quedaron en buena parte cortos de hondura expresiva. En este, cabría esperar que los diez contrabajos (número no habitual) hubieran proporcionado un soporte más sólido y profundo en el penúltimo tramo, justo antes del desvanecimiento final, pero sin embargo, el resultado pareció, en ese sentido, algo limado. Una Cuarta de Brahms, en fin, de sólida construcción y admirable realización por la orquesta rusa, pero, al menos para mí, algo rígida en el dibujo expresivo. El éxito fue, en todo caso, grande y Temirkanov, que es además muy querido por el público, regaló una plausible interpretación de Nimrod, la novena de las Variaciones Enigma de Elgar. En un notable concierto, empero, lo excepcional vino, en este caso, más del joven que del venerable.
Rafael Ortega Basagoiti