MADRID / El Festival Focus de la OCNE enfoca su objetivo
Madrid. Auditorio Nacional de Música. 26-V-2023. Orquesta Nacional de España. Francesc Prat, director. Obras de Falla, López-López, Grisey y Varèse.
En sus anteriores dos ediciones, el Festival Focus de la Orquesta Nacional de España ha dejado experiencias de interés en torno a la música de nuestro tiempo. Queda especialmente en el recuerdo el programa (marzo 2021) en el que Luis de Pablo pudo escuchar algunas de sus primeras y más sustanciales obras pocos meses antes de su fallecimiento. Sin embargo, ha sido en esta edición -comisariada por Stefano Russomanno- cuando al fin la iniciativa ha gozado de una envergadura en sus propuestas de las que, hasta ahora, había estado huérfana, éxito (sobre el papel por ahora) que se repetirá en la próxima edición, en 2024, que ha programado Tomás Marco.
Con un potente hilo conceptual de relaciones tejidas entre Francia y España (ejemplarmente explicitado en el esmerado libro publicado con la ocasión de este Focus, también en el dosier que este mismo mes ha dedicado SCHERZO a la cuestión) y con la imagen plástica del desierto como advocación paisajística, casi espiritual, se relacionaban pertinentemente en este concierto obras de cuatro compositores: Falla, López-López, Grisey y Varèse. Del primero de ellos llegó el escueto, casi a modo de esbozo, Homenaje a Debussy (1920), con su ritmo de habanera más apuntado que sustentado rítmicamente. Con esta partitura el director invitado, Francesc Prat, ya dejó las primeras evidencias de su hacer, especialmente atento a la cimentación de ambientes, buen manejador de los tiempos lentos, sin permitir relajar la tensión, tampoco apretándola.
Con Partiels (1975), de Gérard Grisey, la ONE en formación de ensemble, realizó curiosamente lo más difícil o, como poco, lo que en otras interpretaciones menos puntúa. Tercera parte del fresco Los espacios acústicos (un ciclo que, en alguna ocasión y sin miedo, debería poder programar la orquesta), estos Parciales son piedra miliar de la música espectral. Y justamente la interpretación que escuchamos fue un prodigio de atención a las texturas y a las relaciones que establecen unos instrumentos y otros. Desde la nota grave inicial que reitera el contrabajo, y cuya sustancia armónica parece convertirse en la energía que despierta del letargo al conjunto instrumental a un final de riquísimas sutilezas percusivas (también teatrales), Prat y sus músicos cuidaron el tejido musical con una delectación casi clásica (la obra, desde luego, ya lo es) con una obsesiva atención al tallado compositivo del silencio que Grisey hace ir emergiendo en una larga y prodigiosa decantación del mismo en el tramo final de su pieza.
Cuando llegó Déserts (1950-54), de Edgar Varèse, el quid radicó en que Prat se tomó la fragorosa creación con igual gusto por lo tímbrico, señalando las relaciones y las alturas, trabajando con pulcritud la polifonía. A menudo se dice que el problema de muchas obras de las vanguardias radica en que, en su momento, no se entendieron y se tocaron mal, por eso sonaban mal. Y de muchas de aquellas primeras interpretaciones han quedado registros. Sin negar la mayor, Déserts se engrandece con una dosis considerable de virulencia en los metales y la percusión, con una discursividad más marmórea (prexenakiana) que no suponga, como pareció en esta ejecución, remanso alguno frente a las interpolaciones electroacústicas que ofrece la cinta (con ruidos de fábricas y otros generados por los percusionistas). Interferencias electrónicas que, pese a su sabor añejo siguen sonando nuevas y retadoras, más cuando se oyen en un contexto aún tan refractario a estas músicas como el de un auditorio que habitúa a ser continente de músicas bastante más arqueológicas que estas. Lo dicho no resta interés a la versión de Prat y la ONE, a fuer de ser justos, aunque faltó ensañamiento no se rebajó la importantísima tirantez instrumental, con pasajes especialmente agrios en los metales más graves. La proyección de una videocreación (de 1994 y, cosas veredes, más añeja que la partitura) de Bill Viola no distrajo en exceso; el artista neoyorkino acierta, por otra parte, en mostrar no solo imágenes explícitas del desierto, también de lugares vacíos y estancias poco propicias a la habitabilidad, aunque se pierde en alguna pedantería figurativa, corpórea.
Tisseur de sable (Tejedor de arena) ha vivido diversos azares desde que José Manuel López-Lopez la pensó en 2013 y la finalizó en 2015. Estreno absoluto y encargo de la Fundación BBVA, lo primero que se ha de valorar de ella es la ambición de crear una obra extensa y que responde de manera pulcra, masiva, a los intereses que ocupan la creatividad del compositor alrededor de las conexiones entre el tiempo, el movimiento y el espacio, también empeñado en plantear una consecuencia post-espectral que lleva tiempo dando lugar a una aventura extraordinaria. El pensamiento y la ulterior traslación musical de López-López se adhiere férreamente al sonido, y aunque tras su música exista una reflexión que a menudo rebasa al entendimiento del aficionado, lo verdaderamente relevante radica en la experiencia del material sonoro que genera. Su nueva obra orquestal está llena de pasajes que, a través de técnicas no tradicionales, y como indica Russomanno en las notas al programa, producen efectos casi electroacústicos. Es algo que sucede en muchas de las obras escritas por él de los últimos años, pero que en Tisseur de sable alcanza una de sus mayores cotas. Se trata de una partitura que nos impacta por su organicidad, por la sensación de estar asistiendo a la generación de una materia tangible que muta ante nuestros oídos buscando no se sabe qué; también hay en ella una rara sensación de presteza, como si todo fuera producto de una finísima y alucinada improvisación. Ello no obsta para que el músico reivindique momentos de radical inmediatez y efectividad; la obra inicia y concluye con un pausado diálogo / crescendo entre el bombo sinfónico y los tambores de mano, tejeduras arenosas, ¿desérticas? Lo polifónico y lo gestual, las imbricaciones y las disociaciones y la reivindicación del glissandi como textura de extrañeza e impacto son otras de las consideraciones que merece una obra que precisará reiteradas escuchas para penetrar en su, a priori, inasible grandeza.
La generosa respuesta del público, espoleado por la curiosidad, y la -en principio- pulcra y consistente ejecución de la ONE y, con ella, de Francesc Prat (ojalá poder escuchar la pieza, por comparación, en otros mimbres) redondearon este programa de quilates que refunde las hechuras musicológicas del Festival Focus en algo mayor, la cimentación de un breve pero relevante festival de música contemporánea.
Ismael G. Cabral
(foto: Rafa Martín)