MADRID / El Cuarteto Armida, convertido en sexteto, transfigura la noche madrileña
Madrid. Auditorio Nacional de Música. 8-III-2024. Liceo de Cámara XXI. Cuarteto Armida: Martin Funda (violín), Johann Staemmler (violín), Teresa Scwamm-Biskamp (viola) y Peter-Philipp Staemmler (violonchelo). Jonathan Brown (viola); Eckart Runge (violonchelo). Obras de R. Strauss, J. Brahms y A. Schoenberg.
En la desapacible tarde del viernes 8 de marzo el Cuarteto Armida junto al violista Jonathan Brown (integrante del Cuarteto Casals) y al violonchelista Eckart Runge (integrante del Cuarteto Artemis) nos ofreció una velada de música de cámara de altísima calidad tanto en el programa como en la interpretación. No es nada habitual poder disfrutar de un concierto camerístico compuesto únicamente por sextetos, formación que ha inspirado algunas de las mejores páginas de los compositores que han tenido a bien escribir para ella. En este caso, la tríada de compositores elegidos fue Strauss, Brahms y Schoenberg, con el segundo como figura central y generadora de una escuela y un estilo del que beberían hasta apurarlo los otros dos.
Abrió el concierto la última obra cronológicamente hablando, el Sexteto que introduce la ópera Capriccio de Richard Strauss. Como es sabido, la última partitura para la escena lírica de este compositor trata de un tema tan poco operístico como qué es más importante: ¿la música o la poesía? Argumento inducido por Stefan Zweig, que había descubierto una ópera de Salieri titulada Prima la musica e poi le parole y en su entusiasmo, había convencido a Strauss para abordar ese mismo asunto, se trata de una partitura de un refinamiento, una sabiduría y una hondura psicológica absolutamente pasmosas y más aún si tenemos en cuenta las terribles condiciones en que fue escrita, con un compositor de casi ochenta años haciendo equilibrios con los nazis para ahorrar a su nuera judía y sus nietos lo que ahora todos sabemos y entonces muchos sospechaban. No vamos a entrar en esa cuestión, que escapa a esta reseña, pero es inevitable recordar ciertas cosas cuando se escucha ese bellísimo sexteto, lleno de melancolía y de amor por la música (no se crean, no toda la música respira amor por este arte) que, en realidad, da sin afirmar nada –como el resto de la ópera– una respuesta a la pregunta que es su origen. Por otra parte, en ese ejercicio de melancolía o de superación de la misma, quién sabe, supone también una vuelta del autor a su juventud, cuando cultivó de forma sistemática la música de cámara bajo la influencia nada disimulada de Brahms, faceta ésta que ha quedado a la sombra de sus poemas sinfónicos y sus óperas, a excepción de sus lieder.
La Introducción para sexteto de cuerda de ‘Capriccio’ op. 85 comienza como una conversación galante en la que cada instrumento expone el tema y sigue conversando, sin nunca entorpecer el discurso, con ese arte que tenía Strauss para densificar el tejido y sin embargo, parecer siempre claro y hasta diáfano, como en esta partitura. Ese juego con los grados móviles de la escala heredado de Brahms y que él lleva al límite con oscilaciones y vaivenes tonales para sugerir colores y estados de ánimo cambiantes y complejos, es una constante en esta breve pieza de una gran intensidad emocional que los intérpretes supieron trasladar con verdadera maestría. Desde el principio impresionó la calidad y redondez del sonido del sexteto instrumentista en una forma de hacer que sería la tónica de la noche. Está claro que los dos artistas invitados supieron fundirse magníficamente en el concepto sonoro del Cuarteto Armida y hacer cuerpo con ellos como los dos grandes músicos que son. También en cuanto a la interpretación pudimos atisbar en esta primera obra lo que sería la pauta común a las tres obras –con toda lógica dada la filiación, a pesar de los ochenta años que median entre la más antigua y la más moderna–, aquello que Schumann solía pedir en no pocas de sus partituras: mit innigster Empfindung, o lo que en castellano romance viene a ser “con el más íntimo sentimiento”. Es decir, una emoción que vehicula cada una de las obras pero que se expresa de forma contenida, sin descontrol o exceso de ningún tipo, pero que impregna cada nota. Muy bien conseguido ese contraste entre la cantabile primera sección y ese breve intermedio de carácter dramático en el que cada una de las cuerdas expone el tema, convertido en algo doloroso. Perfecto el equilibrio entre el tupido tejido armónico y los temas y magníficamente dosificados los matices en esta partitura que demanda una perfecta dosificación de ingredientes para transmitir cada nuevo pequeño detalle emocional.
El Sexteto para cuerdas nº 2 en Sol Mayor op. 36 de Brahms se trata de una obra relativamente temprana puesto que data de 1864-65 y forma parte de esas obras “preparatorias” para su Primera Sinfonía. Curiosamente, abordó la escritura para esta formación antes de componer para cuarteto. Ese sorprendente comienzo con la primera viola dibujando esa oscilación de medio tono a modo de ostinato que aparecerá una y otra vez a lo largo del movimiento pasando de un instrumento a otro y ampliando en ocasiones el intervalo, será algo así como una célula que a veces generará inquietud, a veces reposo, a veces expectación. Los Armida+2 supieron dibujar estupendamente los temas haciendo alarde de un ejemplar legato tanto de forma individual como de instrumento a instrumento y encontraron el equilibrio justo en la superposición de los sujetos para obtener la necesaria claridad en ese delicado contrapunto. Fantásticos los contrastes dinámicos y de carácter, sin jamás forzar el sonido en las articulaciones acentuadas o en sforzato. Y muy buena la gestión de la tensión estructural hasta culminar en ese stringendo final, cuya explosión consiguieron contener a pesar de esas síncopas que invitan a la cabalgada. Para el Scherzo decidieron destacar ese aire de falsa ligereza que domina el movimiento, como si una tormenta se cerniera sobre nosotros, para enfatizar el carácter popular del trío central, donde sí es patente una alegría despreocupada y un tanto rústica. Demostraron ser unos maestros en este juego de temas doblados entre instrumentos y de cederse el testigo unos a otros sin la menor fisura. Muy bien el delicadísimo trabajo de afinación, que sólo flaqueó muy levemente en el caso del primer violín, problema que se repitió muy ocasionalmente en el tercer movimiento Poco adagio, quizá debido a alguna incomodidad relacionada con los cambios en la humedad. Se trata de un movimiento ciertamente complejo y al que no es fácil conferir unidad, porque está constituido de una especie de variaciones que ni siquiera comparten un tema evidente, sino ciertas evocaciones y sin embargo los seis intérpretes consiguieron presentar un conjunto realmente coherente con un trabajo de escucha interna admirable para otorgar homogeneidad y al mismo tiempo lograr diferenciar cada plano sonoro. En el Poco allegro demostraron de nuevo su excelencia en la dosificación de dinámicas y en el control del equilibrio sonoro, fundamental en este brillante final para no incurrir en ataques descontrolados. Elegancia, bellísimo sonido y comprensión profunda de la partitura y el estilo fueron una vez más las cualidades que pudimos disfrutar en esta segunda obra de la velada.
La Noche transfigurada de Schoenberg ocupó la segunda parte del programa. Esta obra, basada en un poema de Richard Dehmel, narra la caminata nocturna de una pareja durante la cual la mujer confiesa que lleva en su seno el hijo de un extraño. El hombre, lejos de rechazarla, asume la paternidad y ve una esperanza en ese niño junto al que ambos construirán una nueva vida. Obra compuesta en 1899 bajo el influjo del enamoramiento de Schoenberg por Mathilde von Zemlinsky (hermana del famoso compositor y profesor suyo y con la que se casará poco después) siempre se ha interpretado este tema como una metáfora de la superación de la diatriba entre brahmsianos y wagnerianos que azotaba los medios musicales en la Viena finisecular. Schoenberg nadaba siempre en la contradicción y hay que decir que lo hacía bien: reclamó la influencia tanto de Brahms como de Mahler y escribió esta obra maestra. Necesitaba el éxito y el aplauso pero sólo le animaba a escribir el rechazo: la realidad es que a día de hoy aún discutimos sobre su legado y aun admitiendo el genio y siendo uno de los compositores más conocidos, su obra dodecafónica no es acogida unánimemente. Quizá donde erró el tiro fue al querer despojarse del “aburguesamiento” que según él había contaminado la música tonal y crear para ello un sistema que, pretendiendo “emancipar la disonancia”, se convirtió en el más elitista de la historia, porque sólo se puede disfrutar de él verdaderamente si se conocen bien las reglas y se accede desde postulados intelectuales. Pero la Noche transfigurada precede a este periodo y con esa mezcla de influencias, a las que se unen las de Mahler y Strauss, el compositor trazó una de las obras más hermosas y conmovedoras del post-romanticismo en la que, efectivamente, lleva al lenguaje tonal hasta el final de sus posibilidades.
Para la interpretación de esta partitura, los dos invitados asumieron los papeles de primer viola y primer chelo respectivamente, intercambiándose con sus compañeros de cuerda. Si hasta entonces el sexteto intérprete había dado muestras más que sobradas de su calidad, quizá fue en la partitura de Schoenberg donde alcanzaron las cotas más elevadas. La compenetración del grupo, la dirección del fraseo, la gestión de esos reguladores constantes, que demandan dinámicas que se abren y cierran sin parar y el equilibrio sonoro dentro de esa zozobra perpetua de la escritura fueron claves que aseguraron el éxito de la prestación. Únicamente echamos de menos, una vez más, un poco más de brío sonoro y de afinación del primer violín en algún pasaje en octavas con el segundo, lo cual fue también más llamativo dada la perfección y la solidez inquebrantable de los violas y los chelos, que estuvieron soberbios en sus diferentes cometidos, tanto solísticos en breves intervenciones (vaya lujo ese sonido de Eckart Runge con su Amati) como acompañando en complicados contrapuntos o calculadísimos rellenos armónicos. En cualquier caso, las diferentes situaciones y emociones dramáticas estuvieron magníficamente trasladadas hasta desembocar en ese remanso de felicidad final en el que Schoenberg dibuja los diferentes estados de la pasión amorosa con otras tantas texturas y procedimientos compositivos y de instrumentación. De nuevo, los Armida consiguieron impregnar su interpretación de un intenso lirismo que fue contenido sabiamente mediante una escucha interna constante para poder mantener la tensión emocional hasta el final. Los últimos compases, evocadores de una serenidad profunda, con esa melodía en el agudo, los pizzicati en los bajos y los acordes arpegiados a modo de arroyo sonoro que desembocan en el plácido acorde final fueron el sobrecogedor cierre a una versión transfigurada y transfigurante, que recibió por parte de un público con la respiración contenida, uno de los más impresionantes y largos silencios que quien suscribe ha tenido ocasión de escuchar en el Auditorio Nacional, antes de prorrumpir en una catarata de aplausos.
Ana García Urcola
(fotos: Elvira Megías)