MADRID / ‘El ángel de fuego’: mi cabeza es una casa en que anida el terror
Madrid. Teatro Real. Marzo de 2022. Prokofiev: El ángel de fuego. Ausrine Stundyte / Elena Popovskaya (Renata), Leigh Melrose / Dimitris Tiliakos (Ruprecht), Dmitry Golovnin / Vsevolod Grivnov (Agrippa von Nettesheim / Mefistófeles), Agnieszka Rehlis / Olesya Petrova (La Madre superiora, La vidente), Mika Kares / Pavel Daniluk (El Inquisidor), Nino Surguladze (La posadera), Dmitry Ulyanov (Fausto), Josep Fadò (Jackob Glock / El doctor), Gerardo Bullón (Mathias, El posadero), Ernst Alisch (El conde Heinrich / El padre), David Lagares (Camarero), Estibaliz Martyn (Novicia I), Anna Gomà (Novicia II). Coro y Orquesta del Teatro Real. Director musical: Gustavo Gimeno. Director de escena: Calixto Bieito. Escenógrafa: Rebecca Ringst. Figurinista: Ingo Krügler. Iluminador: Franck Evin. Director del coro: Andrés Máspero.
Rafael Ortega Basagoiti ya dio en esta página pronta y espléndida noticia crítica del estreno de El ángel de fuego. Ahora uno se ha paseado por los dos repartos. Pero al revés de lo habitual: primero, el segundo; después, el del estreno.
Puedo decir que he asistido a dos funciones distintas de El ángel de fuego; que se trataba de lo mismo, con distintos artistas; pero, sobre todo, que el público reaccionó de manera muy diferente. ¿Era cuestión de los repartos o es que el público del miércoles 23 era más frío que el del lunes 28? Porque el día 28 los aplausos fueron intensos, mucha gente en pie, con bravos muy sonoros; la gente estaba conmovida por lo que había visto en escena. El día 23 hubo ese tipo de aplausos en claro retroceso que te hacen pensar: ay, no les ha gustado esta ópera, tal vez demasiado moderna. Pero los públicos no son bloques monolíticos, no es que hoy vayan los abiertos a las propuestas y mañana acudan los indiferentes o los conservadores (¿conservadores de qué?). Los públicos se forman en el fragor de la propuesta teatral. El público reacciona bien ante las novedades, y se repliega ante las insuficiencias, y eso lo hemos podido vivir en el Real no hace unas semanas. Con las heridas de Renata, el público ha reaccionado según se le proponía: un segundo reparto más o menos adecuado, pero se ve que insuficiente; un primer reparto de un nivel artístico e histriónico de ponerte los pelos de punta, por decirlo así.
Esta historia de las heridas de Renata tiene como base una orquestación formidable, con un conjunto amplio, nutridos en metales y maderas, con galope y agonía permanentes (mucha semicorchea, típico en Prokofiev), porque ese foso incandescente es el espejo en que vive Renata, del mismo modo que la casa que nos propone la escenografía de Rebecca Ringst está llena de cuartos, rincones, acechanzas y, sobre todo, evocaciones y recuerdos que son desasosiego, que son tormento. Que son terror. La puesta en escena de Bieito se niega a contemplar a Renata como una posesa, como una víctima del ocultismo; Bieito quiere huir, y así lo declaró, de una historia de brujería, que es el disfraz del roman à clef de Valeri Briusov, que habló en su relato de sí mismo en Ruprecht, de André Bieli en Heinrich (¿se ha convertido el dudoso ángel de la infancia en el galán Heinrich de la joven protagonista, o siquiera en el anciano que nos propone Bieito, el mismo que hace el papel no previsto, y mudo, del padre?) y, especialmente, de la poeta ágrafa y de triste futuro Nina Petrovskaya. Si Renata es víctima, lo es de una secuencia biográfica cuyas imágenes pasan por delante de esa casa, como si fuera una calle, un exterior día, o noche en que transcurren las torturas; y pasan dentro de esa casa, en el hospital de los abortos, en la habitación de los niños, en el paseo de los fantasmas por las habitaciones, en las fotografías de Renata escapando en su bicicleta (ahora veremos la importancia de esa bicicleta).
En ambas veladas brilló la orquesta dirigida por el valenciano Gustavo Gimeno (1976), que ha tenido tiempo de trabajar con Abbado, con Jansons, con Haitink, y que desarrolla una importante carrera internacional. Para El ángel de fuego tiene que haber una colaboración intensa e íntima entre orquesta y solistas, una complicidad incluso; en especial los dos protagonistas, y más especialmente aún con la cantante que lleve el papel de Renata. No puede hablarse de objetivismo ni de lo contrario. El ángel de fuego es, en el foso, un entramado tal de sonoridades dramáticas que rozan a menudo la estridencia (una estridencia con dimensión dramática, claro está), que no cabe una dirección analítica, sino una concertación en que, además de entrar a tiempo, hay que entrar con determinada dinámica (forte, a menudo, en los metales) y una concreta aportación tímbrica al episodio que apoya (con los cantantes) o que evoca y describe (los intermedios entre cuadros, que sirvieron para formar la Tercera sinfonía del propio compositor, ¡ya en 1928!: no hay que desperdiciar material alguno, según Prokofiev, que también consideraba que un día sin componer era un día perdido). El coro, limitado a la escena final, cumple como de costumbre con creces, bajo la dirección de Máspero.
La complicidad y complementariedad de Gimeno, la muy nutrida orquesta y los dos protagonistas, más varias voces que impresionaron al público, produjo el aparente milagro de la emoción del público ante una obra desconocida del repertorio; y que no era aparente, sino verdadera, porque del escenario y el foso salía una verdad de sonoridades y tímbricas poderosas que contaban una historia que se basa en la voz poderosísima de Ausrine Stundyte (Renata más inflamada que el supuesto ángel del título) y la excepcional construcción lírica y dramática de Ruprecht por parte de Leigh Melrose. Ninguno de los dos parecía especialmente adecuado para estos cometidos, pese a sus responsabilidades recientes (Isolde, Judit, Ismailova, Elektra, Marie de Die tote Stadt; Golaud, Alberich, Edipo, Stolzius de Die Soldaten; le vimos hace menos de cuatro años en esta maravillosa ópera de Zimmermann.)
Sería injusto considerar que el segundo reparto de protagonistas es inferior. Lo que sucede, tal vez, es que eso que algunos llaman química no funciona así de bien entre foso, batuta, escena y cantantes. Ese impecable trabajo de soldadura artística… ¿por qué lo llaman química? La rusa Elena Popovskaya y el griego Dimitris Tiliakos sacan adelante sus papeles con honestidad y empuje. Son válidos como Renata y como Ruprecht. Solo que la otra pareja es la que consigue el milagro escénico en su altura artística y su inquietante propuesta dramática, la que roza el terror.
Llaman la atención voces como la de la polaca Agnieszka Rehlis, en dos papeles cortos pero que le permiten mostrar su escuela, su capacidad vocal que en terminadas ocasiones es de contralto más que de mezzo, con una virtud especial para los graves carnales, espesos, de la escuela rusa. Insistamos, Agnieszka es polaca y ha cantado Waltraute, Azucena o Amneris. O como la de la mezzosoprano georgiana Nino Surguladze como la Posadera que inicia la acción y el canto, y que actúa en ambos repartos; su cuerda y timbre están cerca de los de Rehlis. En el segundo reparto Olesya Petrova mantiene este nivel de las voces bajas que asociamos al repertorio ruso, y que no son completamente suyos, pero sí muy habitualmente rusos.
Puede sorprender que Prokofiev destinara en esta ópera a los tenores a cometidos secundarios o grotescos. Es el caso de Mefistófeles, en el cuadro VI, escena del albergue, tan cambiada aquí, tan incluida en la vida de Renata, y que en el original resulta un poco forzado, inmotivado… innecesario. Es, sin duda, resto del relato de Briusov, pero aquí el diablo y Fausto parecen unos intrusos en los trucos de feria de uno y en la adulterada trascendencia del otro. Pero el papel de Mefistófeles es para tenor con crispación vocal en lo alto; es papel no tanto para tenor altino o para contratenor como para tenor que se mueve en el guiño de la emasculación de que hablaban muchos, en especial Stravinski, que asignó este tipo de tesitura tensa al diablo de su poco conocida y tardía obra El diluvio. Excelentes en este papel algo gratuito pero arduo en lo vocal y lo cómico los tenores de ambos repartos, los rusos Dmitry Golovnin y Vesvolod Grivnov. Además, estos dos tenores doblan en ambos repartos otro cometido de tenor que eleva muchos grados la tensión, incluso el decibelio. Es en la charla del cuadro III, entre Ruprecht y Agrippa; una charla violentísima en la música, con profuso y potente subrayado orquestal, frente a la limitada tensión que expresa el texto, que tiene algo de diálogo esticomítico por las preguntas y respuestas vertiginosas, cortantes, basadas en un arrollador acompañamiento orquestal.
En el cuadro III se alcanza una culminación de una de las manías de Renata: profundizar en libros esotéricos, ocultistas, para hallar al amado (libros prohibidos, claro, por la Inquisición renana, en aquella Alemania dividida en cientos de soberanías, país tan en guardia frente a la herejía que no solo tuvo a la larga la mayor de todas, fuente de guerras interminables en Europa; sino que también inventó el primer gran manual de torturas para brujas y otras desviaciones, el Malleus Maleficarum, que conviene mirar de vez en cuando para sospechar que la Inquisición española fue un paso –no se rían– moderado).
En fin, hay que resaltar los dos bajos que cumplen con el cometido del Inquisidor, el finlandés Mika Kares y el ucraniano Pavel Daniluk. Y a Josep Fadó, en dos papeles, en especial el de Jacob Glock, el que aporta con gran riesgo los libros prohibidos. O Dmitry Ulyanov en el limitado papel de Fausto. Gerardo Bullón dobla con éxito los papeles de Matthias y del posadero, que quedan oscurecidos por el bullicio general. En fin, las dos novicias, cantadas por dos voces jóvenes, la soprano Estíbaliz Martyn y la mezzo Anna Gomá, ambas inmersas en el suplicio ordenado por el Inquisidor como exorcismo de Renata.
La escena del Inquisidor es la última, la de la revuelta de las monjas, y la puesta de Bieito evita lo que ya se ha convertido en lugar común desde Los diablos de Loundun, no tanto por la ópera de Penderecki como por el film de Ken Russell y otras morbosidades asociadas a conventos, sobre todo en cine; pero también por la única puesta en escena que ha circulado durante más de veinte años, la de David Freeman (Mariinski, 1991, centenario del compositor), recuperada por el Mariinski hace dos años. Se trata de evitar el desbordamiento colectivo y atender más al tormento de Renata y a su resolución final: va a partir en la bicicleta en la que viajó siempre como si buscara afanosa la libertad y que es trasunto de su propio itinerario, pero la bicicleta se quema, la quema, como si tras el exorcismo del farsante inquisidor ya pudiera prescindir de su pasado, quemarlo, borrarlo, quién sabe si partir de cero o terminar con todo.
Hemos visto a Renata habitar en la casa de sus terrores, en la casa del terror. ¿Dónde va ahora?
La soprano, sin duda, va a permitirse un descanso después de un papel agotador que reclama demasiado de la voz y de la interpretación puramente teatral.
(Nota: Rafael Ortega ya señaló la interpretación del himno de Ucrania al comienzo de la función del estreno. Esto se ha mantenido en las demás representaciones, con el público puesto en pie; y sin olvidar que en estos dos repartos internacionales hay voces rusas y ucranianas)
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Javier del Real)