MADRID / El abrazo musical más necesario que nunca
Madrid. Auditorio Nacional. 19-XII-2020. Orquesta y Coro Nacionales de España. Lucy Crowe, soprano. Cristina Faus, mezzosoprano. Christian Elsner, tenor. Audun Iversen, bajo. Director del coro: Miguel Ángel García Cañamero. Director: Juanjo Mena. Beethoven, Sinfonía nº 9 en Re menor op 125.
¡Abrazos, millones de seres! ¡Este es el beso del mundo entero! Estas palabras, uno de los versos del Himno a la alegría que corona esa creación revolucionaria que es la Novena de Beethoven, que a tanta gente desconcertó, empezando por el propio Berlioz (como señala Rafael Fernández de Larrinoa en sus notas al programa), suenan hoy, en este año de desolación y calamidad, más oportunas y necesitadas que nunca. En un mundo desquiciado por tantas razones, polarizado en absurdos extremos y malogrado en tensiones estériles, el coronavirus ha ejercido de moderno Atila y arrasado vidas, salud y trabajos, e impedido eso que este himno reclamaba: algo tan elemental como los abrazos y los besos. El mensaje de hermandad universal, el del acercamiento, es ahora más necesario que nunca, justamente porque la necesidad de salud obliga al aislamiento y la distancia, y acucia por ello la necesidad del contacto anhelado que se nos niega. Por eso, la costumbre de cerrar el año con esta sinfonía pareció especialmente oportuna en esta ocasión, en que el contexto tanto demanda la exaltación de humanidad que esta música genial contiene y que culmina en el himno mencionado. Teniendo en cuenta que por muchas voces que proclamen ‘hartura’ de Beethoven, su música siempre arrastra multitudes, hizo bien la OCNE en programar un cuarto concierto además de los tres habituales.
Las circunstancias eran a la vez emotivas y raras. Emotivas por las razones señaladas y porque, además, el coro celebraba en estos conciertos sus 100 interpretaciones de la obra. Raras porque el coro, repartido entre su lugar habitual tras la orquesta, más los dos laterales de primer anfiteatro y las tribunas laterales a ambos lados del órgano, con mascarilla y distancia de no menos de cinco butacas entre cada componente, se presentaba en una disposición que, a fuer de desangelada, suponía para los cantantes un reto especialmente complejo, teniendo en cuenta, además, la inclemente tensión a la que el músico de Bonn sometía a las voces. Los solistas, también distanciados, se situaron en la primera fila de la bancada del coro, y sin duda la situación, especialmente el enmascaramiento, fue también para ellos un reto extraordinario. Tanto que fueron bien visibles los apuros de Crowe en cada intervención, tirando ligeramente de la mascarilla para permitir una cierta articulación y vocalización. La orquesta también tenía lo suyo: la distancia obligó a limitar la plantilla, con obvio perjuicio para la cuerda, que con un contingente limitado (8/7/6/5/3) se vio obligada a un esfuerzo suplementario. Justo es reconocer al concertino, Miguel Colom, y a Alejandra Navarro, Cristina Pozas, Angel Luis Quintana y Rodrigo Moro, solistas ayer, respectivamente, de segundos violines, violas, chelos y contrabajos, ese esfuerzo extraordinario para compensar con una entrega absoluta la limitación de contingente.
Y, por supuesto, el vasco Juanjo Mena tenía ante sí un reto de los de sudar tinta. Mena ofreció por estas fechas el año pasado, con la Sinfónica, la misma obra en la misma sala. Pero en aquel momento no había virus, ni distancia, ni mascarillas. Ahora en cambio tenía a todos los músicos dispersos con distancias que dificultaban especialmente la conjunción y el empaste, como él mismo reconocía recientemente en una entrevista con motivo de otro concierto. Tenía también el maestro vitoriano una dificultad añadida con la mascarilla, que apenas dejaba ver los ojos, pero impedía obviamente cualquier otra expresión facial. Y cualquiera que sepa de esto sabe que un director dirige también (a veces diríase que sobre todo) con la expresión de su rostro, más allá de la mirada. Y fue evidente que hubiera deseado otro contingente de cuerda, especialmente en la grave. Pero obviamente el espacio es el que hay, y no había sitio para más músicos.
Y a todos estos retos hay que sumar el de la propia partitura, una obra que nos lleva desde el tenso primer movimiento hasta el emotivo y un tanto nostálgico lirismo del tercero para culminar en ese cuarto tan complejo como genial.
Así las cosas, hay que decir inmediatamente que el vitoriano consiguió (con la extraordinaria labor de los músicos de la OCNE) un resultado más que notable, especialmente meritorio por obtenerse en circunstancias tan adversas. Los tempi parecieron apropiados, lejos de apresuramientos (con la excepción de las baquetas duras en el timbal, Mena prescindió de más detalles historicistas, de forma que, frente a lo visto con Afkham o Stutzmann, se retornó a las trompetas modernas) y de pesanteces, pero sin perder intensidad y grandeza. Pudo tener más misterio el nebuloso comienzo del primer tiempo, pero hay que tener en cuenta que la distancia, si se llevaba la nebulosa a cierto extremo, hubiera podido favorecer una peligrosa confusión. En cambio, la construcción general, y la de ese movimiento en particular, fue admirable, con un clímax de gran intensidad dramática. Tuvo notable empuje rítmico el Scherzo, y estuvo muy bien cantado desde el podio el expresivo tercero. El comienzo del último tiempo pide, como alternancia de episodios recitativos con el recuerdo a los tres movimientos previos, una cierta libertad de fraseo en los primeros. Sonaron en esta ocasión un punto rígidos, muy medidos, aunque no cabe descartar que la lógica búsqueda de asegurar la cohesión condicionara, en las negativas circunstancias descritas antes, la decisión de sacrificar algo de esa flexibilidad del recitativo en beneficio de un empaste más fácil. En todo caso, la segunda parte del movimiento, el famosísimo Himno a la Alegría, tuvo todo lo que uno espera de esta música: grandeza, exaltación, sinceridad, humanidad. Me pareció que Mena, proclive por lo demás a marcar con bastante antelación, lo hizo en esta ocasión de manera más pronunciada, quizá en otro intento, de asegurar la cohesión (aunque siempre cabe el riesgo de que el exceso de anticipación cause el efecto opuesto al pretendido). La prestación orquestal y coral, mínimos, episódicos y absolutamente lógicos (dadas las circunstancias) desajustes aparte, fue excelente. Es difícil evaluar con justicia la contribución del cuarteto solista en tan negativas circunstancias. A Crowe, nada sorprendente, la hemos visto mejor otras veces, pero cumplió con decoro. Bien, aunque con la mascarilla tampoco se la escuchó con claridad, la valenciana Faus. El tenor Elsner fue, con diferencia, el más flojo del cuarteto, muy apurado arriba y descaradamente desafinado en una de sus últimas intervenciones. Correcto sin más, pero sin especial empaque y presencia vocal, el barítono noruego Iversen. Valoraciones todas ellas que deben verse con la precaución de quien está cantando en condiciones evidentemente precarias.
El éxito fue grandísimo, con atronadores ¡bravos! al finalizar la obra. Mena fue reconociendo el esfuerzo de los músicos y señalando el mérito de lo conseguido por el limitado contingente, para terminar él mismo ovacionando al público por haber asistido. Un notable colofón a este trimestre beethoveniano de la OCNE. El abrazo musical, qué duda cabe, es ahora más necesario que nunca.
Rafael Ortega Basagoiti