MADRID / ‘Einstein on the beach’, una hermosa experiencia de artes y sentidos
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 22-XI-2022. Ciclo Fronteras del CNDM. Glass: Einstein on the beach. Ciclo Fronteras del CNDM. Con textos de Christopher Knowles, Samuel M. Johnson y Lucinda Childs. Collegium Vocale Gent. Ictus Ensemble. Suzanne Vega, narradora. Directores: Tom de Cock y Michale Schmid. Directora del coro: Aria van Nieukerken. Escenografía: Germaine Kruip. Ayudante de escenografía: Maxime Fauconnier. Dramaturgia: Maarten Beirens. Vestuario: Ane-Catherine Kunz. Luces: Nicolas Marc.
Este espectáculo parte de Einstein on the beach, que fue una ópera que revolvió el gallinero teatral (¿lírico?) allá por 1976, cuando en el propio músico había aún un terreno común de pop y “lo otro”. Horas y horas tocando y cantando, una acción irreconocible, una sensación de que aquello aportaba mucho y hasta era revolucionario (ah, ¿no es esto una caricia todavía, ser revolucionario?). No lo era, pero era renovador. Para la ópera de los sonidos llamados minimal llegaría pronto una auténtica ópera, Nixon in China, de John Adams; se supone que Adams, Steve Reich y Glass forman una especie de santísima trinidad minimal. No estoy muy de acuerdo, pero no tiene importancia si sobra uno o caben más; ni tampoco sobre su santidad. Uno tiene la impresión, por otra parte, que Nixon in China obligó a Glass a componer realmente óperas.
Se puede cuestionar que los discursos que configuran Einstein on the beach sean música minimal. Se puede cuestionar que la obra de Glass la formen obras minimal. ¿Se puede llamar minimal a una secuencia sonora, y otra y otra, que no solo son amplias, sino que nunca dejan hueco para el silencio, en la que hay un horror vacui notorio a lo todo lo largo de esa insistencia, repetición dilatadas? Se comprende que el material sí es mínimo, un intervalo, un arpegio, la descomposición de un acorde, insistentes siempre hasta lo obsesivo, algo que va mucho más allá de ostinato. Y ese material se administra de manera que llene todo el espacio y todo el tiempo, y se produzca tensión; siempre medida, pero tensión, por mucho que no quiera llevarte al límite. El resultado de lo obsesivo (que no obstinado) es siempre inquietante. Pero en el caso de la música de Glass (¿música?; sí, sin duda lo es) hay siempre una reclamación. La música de Glass reclama imagen, reclama escena, reclama iconos visibles. Por antonomasia, en obras suyas como la banda sonora del film Koyaanisqatsi, de Godfrey Reggio (1982), una de las muchas bandas suyas para el cine. En Koyaanisqatsi el sonido más lo obsesivo, lo fugaz, la gran carrera de imágenes tenían una muy justa correspondencia mutua. No equivalencia, en absoluto. Insisto: justa correspondencia entre ambas propuestas. No necesita la música de Glass unas imágenes concretas para cada caso, no importa, porque imagen y música se dan consistencia y sentido, algo que acaso no tendrían solas. Pero, por favor, no traten de explicarlo, se empobrecería. La línea es repetida, la línea es acompañada por un teclado o dos, o un sintetizador, que a su vez repiten, pero repite otra cosa, y hay algo parecido a lo polifónico en la repetición, y el todo se configura de veras con el color. Ahora veremos eso del “color”.
Insistencia o Repetición vale más que Minimal, porque esas líneas repetidas (un insistente intervalo de tercera menor, pongamos, que de pronto se altera con otra figura, para regresar al intervalo o convertirlo en ascendente, o hacer que ahora sea un arpegio) pueden estar interpretadas por un coro como este milagroso conjunto, el Collegium Vocale Gent; y entonces las figuras de Glass adquieren densidad y color, porque el timbre es uno de los atributos mágicos de este compositor: intensidad más color instrumental y vocal, ahí está uno de sus secretos. Por eso este espectáculo es un auténtico logro de aportaciones. Como el propio equipo mismos advierte, no es un intento de obra de arte total, pero por nuestra cuenta admiramos la propuesta y vemos que, en efecto, si hay algo total es el acierto, y el resultado nada tiene que ver con la ideología (“falsa conciencia”) wagneriana.
El Ictus Ensemble se complace en complicidades complejas con el Collegium Vocale, y los timbres se enriquecen, y los episodios se adensan. Se nos invita a salir y entrar de la sala cuando queramos. Y así lo hago poco después de la primera hora y media (¡dónde encontrar un bocatín si ya no hay cantina ni bar en el Auditorio? Fuera, forzosamente), pero regreso en menos de veinte minutos. Que alguien me cuente qué ha pasado mientras tanto con las andanzas de Einstein.
En cuanto al color, permítanme citar a la propia dirección del espectáculo, sin firma: “La obra está escrita para coro y conjunto amplificado, una fórmula híbrida entre el conjunto de cámara y una banda pop (en aquella época, siguiendo el modelo de Philip Glass Ensemble): dos teclistas tocando órganos y sintetizadores, saxofón, flautas y clarinete. Además, Glass exige un violinista solistas, supuestamente encarnación del personaje del propio Albert Einstein”. La cita es larga, y a este perezoso cronista le evita dar detalles que, en cualquier caso, tendría que sacar del programa de mano o de la equivoca mirada sobre estos músicos que no se detienen demasiado para dejarse contemplar; las luces son cómplices de su actitud esquiva.
Pero quiero señalar a Einstein, violín solista, protagonista que se ensimisma, o que camina, o que se ilumina y emprende un trote. Es Igor Semenoff, que a partir de determinado momento se echa a la espalda la carga de la obstinación sonora.
Se me olvidaba… Eviten la palabra fascinante, más que nada porque está muy gastada de tanto uso sin criterio. Fascinar vale como hipnotizar. Einstein on te beach no hipnotiza; a veces te mece, a veces te despierta bravo, otras te adormece dulce. Pero no te hipnotiza. Con el peligro de equivocarme, yo diría que esta magistral muestra de Tom de Cock y Michael Schmid no pretende hipnotizarnos; prefieren que estemos despiertos, y que nos demos un paseo por ahí fuera, para regresar con nuevos bríos.
Pero ¿no habíamos dicho algo de las luces…? Estos timbres, estos sonidos, naturales o amplificados, estos teclados y estos instrumentos de soplo, esas voces angelicales de Gante… Todo eso se mueve en un espacio, y el espacio físico del Auditorio está configurado como un escenario en el que los músicos entran y salen porque la propia partitura tiene en cuenta que acaso, en determinado momento, están agotados, ya no puedan más… Y ese espacio queda matizado, a veces hasta la configuración de lo que se oye y se ve, mediante luces que hacen recorridos, o que huyen, o que imponen un color que ajusta a músicos, escenario e incluso el público, más tenuemente éste. Es la luz uno de los protagonistas, cambiantes y repetidos, de tan singular experiencia (¿escénica?).
Cada episodio de Einstein on the beach (las knee plays, traducidas como articulaciones, y que yo prefiero llamar piezas gozne, a riesgo de excesiva literalidad; y los trials, o procesos, encausamientos, juicios, con su evocación más kafkiana que jurídica, y que conste que no es lo mismo) recuerda algo, evoca algo, hace un guiño con algo. Con algo de la historia de la música. No es posible dar detalles, ya empieza uno a excederse: polifonía del Renacimiento o el madrigal del primer barroco, una pastoral, un episodio concertante, y luego otro más, y otro; guiños pop sin nunca identificarse con ellos… Disculpen, entre lo que olvido y lo que suprimo. Pero, además, está la voz narradora de Suzanne Vega, que está más allá de la caricia pero más acá de la hipnosis. Tampoco Suzanne nos hipnotiza, no quiere hacerlo. No le importa seducirnos, como quien no quiere la cosa, y a nosotros tampoco nos importa que nos seduzca. Es parte de este espectáculo con tantos componentes artísticos que Suzanne viene a multiplicar.
La voz de tenue firmeza de Suzanne Vega. Ah, Suzanne, ese timbre en el relato, ese sentido de la medida en las raras exclamaciones, esas manos que vuelan, pero no alteradas cual vuelo de mariposas, sino con la expresividad medida, ágil, nunca hierática, de un pájaro (del paraíso, claro está). Es la misma, y es distinta, que la voz que cantaba Luka, Gypsy, Caramel… y aquella pregunta sin respuesta de Bob Dylan, Blowing in the wind. Aquí, con Einstein, el relato era hermoso porque mecía al auditorio, no porque se comprendiera; la megafonía de esta venerable casa sigue siendo lamentable, y si era la de la propia troupe (no me atrevo a negarlo), peor que peor. Y a propósito de troupe: veo cerca de mí una dama que sigue el espectáculo con algo parecido a la veneración, y acaso sea de la troupe. Al terminar, pasadas esas tres horas y media de ese volar en el aire, le digo (qué atrevido es uno en esos estados de trance): “I love Suzanne”. Y me responde: “Me too”.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Elvira Megías)