MADRID / Deslumbrante ‘Le Ballet Royal de la Nuit’, aun sin ballet
Madrid. Teatro Real. 19-VI-2022. Le Ballet Royal de la Nuit. Marie-Frédérique Girod, Caroline Weynants, Ilektra Platiopoulou, Caroline Bardot, Maud Haering, Lucile Richardot, Blandine de Sansal, Sylvie Bedoulle, Marie Pouchelon, David Tricou, Jordan Mouaïssia, Mathys Lagier, Randol Rodriguez, Etiene Bazola, Thierry Cartier, Renaud Bres, Nicolas Brooymans, Jeroen Bredewold. Ensamble Correspondances. Director, clave y órgano: Sébastien Daucé.
Si consideramos que la ópera barroca francesa (habría mucho que discutir también sobre el término ‘ópera’ aplicado al país vecino, ya que lo que realmente se hacía allí era tragédie-lyrique, comédie-lyrique, comédie ballet, pastorale héroïque, opéra-ballet y tragédie en musique, entre otras cosas) es un espectáculo global en el que se le confiere idéntica importancia a la música (la vocal y la instrumental), a la declamación, a la actuación, a la gestualidad y a la danza, ¿tiene sentido en nuestros días llevarla a un escenario si carece de alguno de estos ingredientes? ¿Tiene sentido hacer alguno de aquellos ballets si se prescinde de la danza? Particularmente, creo que no, pero también soy consciente de lo complejo (y extremadamente caro) que es reproducir fielmente aquellos fastuosos montajes versallescos (o no tan versallescos), así que no voy a pecar de exigente.
Hago este preámbulo para ponerles en situación: Le Ballet Royal de la Nuit que ayer sonó y se vio en el Teatro Real carecía de ballet. Por si lo desconocen, Le Ballet Royal de la Nuit fue aquel espectáculo con libreto de Isaac de Benserade y música de Jean de Cambefort, Antoine Boësset (o de su hijo Jean-Baptiste Boësset, que tampoco está nada clara esta cuestión), Michel Lambert y, probablemente, Jean-Baptiste Lully que el cardenal Mazarino se sacó de la manga para anunciar al mundo, el 23 de febrero de 1653, que tras la Guerra de la Fronda en Francia se iniciaba una nueva época de esplendor político, militar y artístico. El ballet duró catorce horas y en él intervino el rey Luis XIV, a la sazón un muchachito de apenas catorce años que bailó el papel adjudicado al dios Apolo, quien en realidad, en libreto de Benserade, era él mismo. “Joven Luis, el más joven de los monarcas, pronto llevaréis los atributos de ese dios”, dice el texto de Benserade en un momento determinado. Y a fe que Luis se lo tomó en serio, porque a partir de aquel momento pasó a ser ser conocido por todos como el Rey Sol.
Le Ballet Royal de la Nuit se tendría que haber contemplado en el Real hace unos meses, pero lo impidió la pandemia. Madrid formaba parte de una extensa gira del Ensemble Correspondances en el que espectáculo se hizo unas veces escenificado (como Dios manda) y otras veces en versión concierto. La diferencia entre uno y otro es como la noche y el día, pero vuelvo a mi introducción: las cosas son como son y no como uno quiere que sean.
El espectáculo diseñado por Sébastien Daucé dista mucho de ser el que fue originalmente, entre otras cosas porque se reduce a dos horas y media, más o menos, sino también porque el director francés añade músicas de Louis Constantin y de dos músicos italianos que probaron fortuna en el París del siglo XVII: Francesco Cavalli (en concreto, de Ercole amante, ópera estrenada el 7 de febrero de 1662 cerca del Palacio de las Tullerías) y de Luigi Rossi (de la ópera Orfeo, estrenada el 2 de marzo de 1647 en el palacio del difunto cardenal Richelieu). Aunque la ausencia de danza reduzca enormemente el atractivo de la propuesta de Daucé, el interés sigue siendo grande, pues la música es majestuosa y porque la interpretación, tanto en el apartado vocal como en el instrumental, es superlativa.
18 cantantes y 31 instrumentistas coparon el escenario del Teatro Real. Hacía mucho tiempo que no se veía una masa tan descomunal en Madrid, en lo que a formaciones historicistas respecta. Aunque la gira de Le Ballet Royal de la Nuit concluyó hace tiempo, la maquinaría sigue bien engrasada, por lo que, musicalmente hablando, la ejecución fue modélica. Digno de alabar que, junto a los instrumentos más o menos habituales, se utilizaran en algunos pasajes otros que son de lo más infrecuentes: cornet à bouquin, corneta muda, flageolet, taille de hautbois, sacabuche… Y todo tipo de percusión, a cargo de un imaginativo Sylvain Fabre.
Como muestra un botón sobre el extremado rigor musicológico y organológico desplegado por las huestes de Daucé: todas las cuerdas altas tocaron chin-off, es decir, sin sujetar sus instrumentos con la barbilla. Unos los hicieron apoyándolo en la clavícula (como la concertino, Josèphe Cottet, que realizó un trabajo espléndido en todo momento) y otros, colocándolo en el hombro.
En cuanto a los solistas, brilló sobremanera la formidable mezzosoprano Lucile Richardot (La Noche / Venus), que en varias de sus intervenciones se permitió gestualizar con las manos al más puro estilo barroco (el movimiento de las manos es otra de las características de aquella música escénica francesa). No le anduvieron a la zaga las sopranos Caroline Weynants (Euridice / Una gracia / Belleza / Un alma errante / Cynthia / Una hora), que hizo una memorable escena de la muerte de Euridice, y Caroline Bardot (Venus / El silencio / Una gracia). El haute-contre David Tricou brilló como Apolo (recordemos: en el estreno del Le Ballet Royal de la Nuit, Luis XIV solo bailaba, no cantaba), el barítono Etienne Bazola (El sueño / Un seguidor de Venus / Un río / La Aurora / Un alma errante / Un zéfiro) demostró su solvencia a prueba de bombas y el bajo Nicolas Brooymans (Un hombre grande) deslumbró con su atronadora voz.
Hubo deserciones en el intermedio, pero fueron mínimas, lo que prueba que Le Ballet Royal de Nuit enganchó al público del Real, que, finalizada la sesión, aplaudió con entusiasmo hasta conseguir que orquesta y coro interpretaran como bis el conmoveador A l’imperio d’Amore chi non cederà, del Orfeo de Rossi.
Eduardo Torrico
(Fotos: Javier del Real – Teatro Real)