MADRID / Desconcertante ‘Orfeo y Eurídice’ de Jacobs
Madrid. Teatro Real. 13-VI-2023. Helena Rasker, contralto; Polina Pastirchak, soprano; Giulia Semenzato, soprano. RIAS Kammerchor Berlín. Freiburger Barockorchester. René Jacobs, director. C. W. Gluck: Orfeo ed Euridice.
No se dejen engañar por el título; desconcertante no supone en este caso decepcionante. El Orfeo y Euridice visto en el Real fue un espectáculo del mayor interés. Así se preveía y así fue. Pero quizás no por lo que cabía esperar. Y lo que podíamos aguardar es que, estando de por medio la Orquesta Barroca de Friburgo y el Coro RIAS, estaba garantizada una excelente ejecución musical, a no ser que lo malograra Jacobs con una dirección caprichosa, que no suele ser el caso por mucho que el de Gante tenga sus particularidades, sus tics y sus excentricidades aunque también atesora indudables aciertos en su ya larga carrera como director, en ocasiones mayúsculos, así que por ahí tampoco había mucho que temer; incluso se podía tener la esperanza de que nos brindara una de esas noches para el recuerdo.
El trío vocal ofrecía más dudas: exceptuando a Giulia Semenzato –recambio de última hora y que además hacía el papel más pequeño, el de Amor– las otras dos cantantes –la contralto holandesa Helena Rasker y la soprano húngara Polina Pastirchak– eran cuasidesconocidas para quien esto escribe y ya sabemos que las elecciones de Jacobs a veces son difíciles de entender. La obra, la versión de Viena de 1762 (la original) de Orfeo y Euridice de Gluck, es uno de los títulos más queridos por el público. Sin entrar en pormenores sobre su trascendencia histórica, probablemente sobrevalorada –la tan cacareada y sobredimensionada reforma gluckiana ni es tan reforma ni tan gluckiana, por mucho manifiesto que hubiera de por medio– es una ópera con muchos atractivos, quizás más resultona que otra cosa, pero eso es una apreciación muy personal y muy discutible. Por ejemplo, Berlioz o Wagner tenían a Gluck en gran estima, lo cual no dice mucho en su favor (de Gluck ni de Berlioz ni de Wagner). El mejor Gluck, el de su etapa parisina, el de Ifigenia en Tauride, siempre me ha parecido un pálido reflejo de Rameau puesto al día (hablando de filiaciones, Rameau fue ensalzado por Debussy, lo que en este caso prestigia a ambos).
A pesar de lo afirmado en esta digresión, les diré que iba con el mejor ánimo y con ganas de disfrutar. Bien es verdad que era una función en versión concierto y eso despoja al espectáculo operístico de una dimensión esencial, pero estamos tan acostumbrados a ello que hemos aprendido a convivir con total naturalidad con esta anomalía; además, los dislates escénicos que hemos padecido, en mayor o menor medida, nos llevan a ver la mutilación que supone una ópera en versión concierto como un mal menor.
Estas eran las expectativas. ¿Y qué se vivió? Pues, desde la obertura, una orquesta que sonaba bien, liderada por la concertino Cecilia Bernardini –¿por qué el folleto del Real no incluía información de los integrantes de la orquesta ni de casi nada? –, pero a la que Jacobs no daba mucha cancha, llevándola con tempi más lentos de los esperado –nada que ver con la chispeante obertura de su registro discográfico de hace veinte años–, casi pesantes. En el coro inicial “Ah! Se intorno quest’urna funesta”, el efecto de lamento de los trombones quedó demasiado destemplado. El RIAS Kammerchor rindió estupendamente, de principio a fin, pero se veía lastrado en ocasiones por esta misma falta de garra en la dirección. El coro “Chi mai dell’Erebo”, que suele ir acompañado por la Danza de las Furias, fue muy decepcionante, falto de fuerza, como toda la escena inicial del segundo acto con el que se cerró la primera parte. Por cierto, Jacobs introdujo en esta escena unos ruidos secos que percutían cada cierto tiempo y que, lejos de aumentar la tensión, producían un efecto distanciador ciertamente inoportuno.
Sin embargo, las voces ayudaban a subir el nivel interpretativo. Orfeo, que hasta la aparición del personaje de Amor, se encuentra en escena más solo que la una (o Laúna, curioso origen el de esta expresión que les invito a rastrear si no lo conocen), estuvo bien encarnado por una más que convincente Helena Rasker, de voz oscura, fraseo elegante, vibrato continuo pero no amplio ni molesto, con una equilibrada línea de canto aunque quizás con unos graves faltos de proyección. Su composición del personaje tendía a la contención, sin excesos dramáticos desde su aria inicial “Chiamo il mio ben così”. La aparición de una estupenda Giulia Semenzato como Amor con el aria “Gli sguardi trattieni” proponiendo a Orfeo la bajada al inframundo para rescatar a su amada perdida, relanzó el drama. Vestida de fucsia, pizpireta y burlona, dio entrada a la ironía en escena. Y es que, curiosamente, si algo ayudó en la primera parte a mantener la tensión dramática fue la concepción escénica con que no se contaba. Los movimientos de los cantantes, incluso del coro, el desdoble de la orquesta para crear una sensación de eco y de separación entre el mundo de los vivos y el de los muertos antes de la entrada de Orfeo al mundo de los muertos, la iluminación diferente en cada acto e incluso el vestuario de los cantantes (a mí este Orfeo me evocaba al personaje de Jean Marais en el Orphée de Cocteau) fueron pequeños detalles que crearon un cierto tejido dramático, manteniendo la tensión que por momentos le falta a esta obra que tiende a lo estático, estatismo que se veía reforzado por una dirección poco afortunada hasta el momento, excesivamente contemplativa.
La segunda parte fue notablemente mejor. Jacobs se quitó el corsé y todos lo agradecimos. Desde la preciosa Danza de los Espíritus Bienaventurados y continuando con el aria de Orfeo “Che puro ciel”, la Freiburger tuvo más oportunidades de demostrar su valía, con intervenciones muy meritorias de la flauta, el oboe (un sensacional Josep Domènech) y el fagot solistas. El personaje de Amor, convertido definitivamente en maestro de ceremonias, sosteniendo la partitura del oboísta e instando a un titubeante Orfeo a que fuera en busca de su amada, con la advertencia consabida, seguía animando la escena; por cierto, Jacobs señaló las dudas de Orfeo con pequeños e irónicos efectos de la orquesta en varios momentos.
La irrupción de Polina Pastirchak como Eurídice en el tercer acto supuso un nuevo revulsivo. Soprano lírica de bello timbre, con buen volumen y mejor proyección, mostró una intensidad que contrastaba con ese Orfeo de una pieza que encarnaba Rasker. Pastirchak transmitió perfectamente la terrible incertidumbre y duda del personaje al que su amante no se digna mirar en “Che fiero tormento”. Poco después Orfeo sucumbe a mirarla, la pierde definitivamente –sólo en apariencia– y entona su celebérrimo lamento “Che farò senza Euridice?”, que Rasker cantó con gusto y elegancia. Después apareció Amor-Semenzato para remediar el desliz, reuniendo de nuevo a los amantes, con un nuevo guiño burlón, como diciendo que todo tiene arreglo, que no era para tanto y así llegamos al final de un Orfeo y Euridice excelente en lo vocal, que fue de menos a más en la dirección musical de Jacobs y con una modesta e inesperada dimensión escénica que agradecimos.
Imanol Temprano Lecuona