MADRID / Davies & Dunford, en un salón inglés
Madrid. Fundación Juan March. 26-V-2021. Iestyn Davies, contratenor. Thomas Dunford, archilaúd. Obras de Dowland, Purcell, Haendel, De Visée, Kapsberger, Dalza y Marais.
Mucho antes de que los alemanes inventaran el lied a finales del siglo XVIII (aunque ya en el XVII se utilizaba en los territorios germanos ese vocablo para otro género musical de carácter sacro), los ingleses tenían algo muy parecido: las songs, es decir, canciones para voz con acompañamiento de laúd (también se conocían como ayres). Por lo general, eran los propios autores de los poemas los que componían la música, y es posible que fueran, asimismo, quienes interpretaban estas canciones. Seguramente, ello formaba parte de la antigua tradición céltica de los bardos. Todo comenzó en el XVII, pero se extendió hasta bien entrado el XVII. Sin duda, su mejor representante fue John Dowland, de cuya vida, paradójicamente, se tienen pocos datos fiables. La música de Dowland, y de otros que se dedicaron con ahínco a las songs, no solo era un ejercicio de introspección personal, sino también el retrato sonoro de una época (el XVI) y un lugar (Inglaterra) obsesionados por el concepto de la melancolía.
Dowland hizo de todo, desde servir a la reina Isabel I hasta trabajar para el rey danés Christian IV. Se sabe que tuvo que huir de aquella Inglaterra, pero no está claro si fue por una moral depravada o por su condición de católico. Para muchos, no fue más que un espía y un traidor a Inglaterra. Murió, como tantos genios, en la indigencia. Lo único constatable es que su música es sublime. Tanto que marcó profundamente al gran compositor inglés del siglo XVII, Henry Purcell, y en cierta medida, al gran genio de la música inglesa del siglo XVIII, Georg Friedrich Haendel.
El concierto que cerraba la temporada musical de la Fundación Juan March agrupaba canciones de Dowland con anthems y arias de odas de Purcell y, también, con arias de oratorios y una cantata de Haendel. Como bardos no quedan hoy en día (salvo Joel Frederiksen, que grabó hace unos años en Deutsche Harmonia Mundi un maravilloso CD con canciones de Dowland, cantando él mismo con su poderosa voz de bajo profundo y tocando a la vez el laúd), se recurrió aquí a la voz de un contratenor, la de Iestyn Davies, y al laúd (archilaúd en este caso) de Thomas Dunford. Juntos llevan tiempo explorando este repertorio, por lo que su compenetración es absoluta.
Davies pose una voz cristalina, purísima, delicada, aterciopelada… La voz ideal para las canciones de Dowland. En mi opinión, es su hábitat natural, aunque se mueva también como pez en el agua en el oratorio barroco inglés, en la ópera barroca italiana o, incluso, en la música contemporánea. Su dicción es impoluta. Y su técnica es impecable. El contratenor dio una lección magistral de canto, en un ambiente que, salvando las distancias, podría evocar a una velada musical en el salón de alguna casa solariega de las islas británicas durante el siglo XVI. El público escuchaba embelesado su exhibición, perfectamente secundada por ese virtuoso del laúd que es Dunford.
Hay en nuestros días pocos intérpretes tan duchos en la cuerda pulsada histórica como el francés, quien hasta parece tocar con insultante facilidad. A Dunford hemos tenido ocasión de verlo numerosas veces en Madrid, pero siempre formando parte del bajo continuo de alguna formación de campanillas (generalmente, Les Arts Florissants). Pero, al contrario de lo que sucedió hace unos meses en Barcelona, donde interpretó varias suites de Bach, no había comparecido nunca en la capital como solista. Y asombró a todos, claro que asombró a todos, porque su toque es exquisito, pero también contundente. Y su imaginación es desbordante, no solo en su faceta de intérprete, sino también en la de arreglista (hechizante su versión de Les voix humaines de Marais). La monumental exhibición del dúo nos transportó, con dos encores, al siglo XX: primero, con el Orpheus with his lute de Ralph Vaughan Williams y luego con una adaptación de Tears in heaven de Eric Clapton. Una velada inolvidable.
(Foto: Dolores Iglesias)
Eduardo Torrico