MADRID / Brillante Masleev
Madrid. Auditorio Nacional. 20-III-2019. Dmitry Masleev, piano. Orquesta de Cadaqués. Director: David Robertson. Obras de Giménez-Comas,
Chaikovski y Dvorak.
Volvía la Orquesta de Cadaqués al ciclo de Ibermúsica, con algunos alicientes atractivos. En primer término, el estreno absoluto de la gerundense Nuria Giménez-Comas (1980) de su partitura Ad Limine Caelum, encargo de la Fundación SGAE-AEOS. Como ella misma señala, la obra contiene alusiones fugaces a fragmentos de la Misa en Si menor de Bach (de cuyo nacimiento se cumplen años justamente el 21 de marzo), en concreto Et incarnatus est y Crucifixus, aunque lo más presente tal vez sean los ritmos extraídos del Agnus Dei, que por momentos adquieren un carácter casi obsesivo. Tímbricamente atrevida y rica, la página fue traducida con entrega por Robertson y sus músicos. Se presentaba después el joven Dmitry Masleev (1988), ganador del Concurso Chaikovski en 2015, con el Primer conciertode este compositor, que escuchamos hace unos meses al también ruso Denis Kozhukhin (apenas un par de años mayor) en este mismo ciclo.
Masleev, con un físico extraordinariamente juvenil, que en algunos aspectos recuerda al de Trifonov (que, por el contrario, es tres años más joven que él), evidenció desde el principio una facilidad insultante para despachar con inverosímil soltura octavas, densos acordes, saltos y toda clase de dificultades mecánicas que se pueden encontrar en el famoso Concierto del célebre compositor ruso. Y son muchas, de eso no cabe duda. No es pianista de aspavientos, no los necesita. Y es capaz de producir una sonoridad poderosísima, pero también de adelgazar el p o el pp cuando se requiere. Poseedor de un notable sentido del canto, con un legato estupendo, como quedó en evidencia en su dibujo del pasaje marcado p dolce e molto espressivo (poco antes del compás 200 en el primer movimiento), tiene también una indudable energía e impulso. Estos, incluso, pueden necesitar una cierta modulación, porque, aunque apabullantes (lo fueron las octavas en torno al compás 350, aquí tal vez con exceso de pedal), ahora mismo se aprecia en ocasiones cierta tendencia (comprensible por demás en este estadio de su evolución profesional) a la precipitación (ocurrió en algunos momentos de la por lo demás trepidante cadencia), que cabe esperar atemperará en fases posteriores de su carrera.
Sobresaliente el lírico canto del Andantino semplice, con la articulación siempre cuidadísima, fluida, y apabullante el Allegro con fuoco final, con una electrizante coda. Es evidente que Masleev necesita evolucionar y equilibrar algunos aspectos de su pianismo, tal vez afinar mejor la gradación de la ancha dinámica que posee, pero lo es también que tiene unas facultades excepcionales, con materia para que se convierta no sólo en un pianista técnicamente extraordinario (que de esos hay muchos hoy en día), sino en un artista de mucha consideración. El regalo, la Canción de cuna de las Piezas op. 72 del propio Chaikovski, nos confirmó hasta qué punto estamos ante un pianista tan dotado como sensible. Atención a este nombre.
La Séptima de Dvorak para terminar, la que encabeza la tríada final del ciclo del compositor checo, y que sin duda se sitúa ya en una dimensión y calidad bien distintas de las precedentes. Página llena de efusivo lirismo y de jubilosa luminosidad en un final de más exaltación que nervio, éste quizá más evidente en el final de la siguiente sinfonía del checo. El espigado maestro de Santa Mónica es director entregado, extrovertido, exuberante en su gesto, siempre clarísimo y enérgico, además de dotado de una singular simpatía personal, muy evidente en escena y en su acercamiento al público.
En el acompañamiento al Concierto de Chaikovski conectó bien con el solista, aunque las sonoridades fueron a menudo algo toscas y por momentos hubo cierta sensación de competición por la primacía entre solista y orquesta. Brillaron algunos solistas entonces, sobre todo oboe y violonchelo, pero ya pareció que la cuerda quedaba algo corta respecto a maderas y metal. Percepción que se acentuó en la Sinfonía de Dvorak, dibujada con corrección por Robertson, con especial acierto en su manejo del rubato en el bellísimo Scherzo (probablemente el movimiento más hermoso de la obra), pero en la que faltó vuelo lírico en el Poco adagio, se echó en falta algo más de ese júbilo festivo del que hablé antes en el último tiempo y también algo más de peso en la cuerda (que tuvo algunos desajustes en el Allegro final), especialmente en el primer movimiento (el contingente era 10/10/6/6/4 si no me falló la vista). Con todo, la interpretación de la preciosa partitura fue acogida con calor por el público, y el simpático Robertson ofreció como ‘postre’ (sus palabras) un bien construido Vals triste de Sibelius. Lo más destacado, sin duda, la presentación de Masleev. De Rusia siguen llegando pianistas sobresalientes, uno tras otro, y no parece que la cosa vaya a menos.
Rafael Ortega Basagoiti