MADRID / Conciertos de Brandemburgo: a la tercera (casi) fue la vencida
Madrid. Auditorio Nacional. 21-III-2021. Ciclo Universo Barroco. Café Zimmermann. Bach, Conciertos de Brandemburgo.
Los Conciertos de Brandemburgo se resisten al Auditorio Nacional. Son tres las ocasiones en que se han programado recientemente y, no se sabe muy bien por qué, el resultado nunca ha sido lo que se dice redondo. El melómano asiduo recordara el fiasco de la Orquesta Barroca de Ámsterdam, con un trompetista de cuyo nombre no quiero acordarme que destrozó el segundo y un Koopman que se perdió en la cadencia del quinto. Más recientemente, en el ciclo de la Universidad Autónoma, el Dunedin Consort dio una lección de corrección —todo en su sitio— y de frialdad. Todos esterábamos con ansia, pues, la llegada de Café Zimmermann, un conjunto que se hizo un nombre gracias a los seis volúmenes de la música para orquesta de Bach publicados in illo tempore en el sello Alpha.
El saldo resultó indudablemente positivo, pero lejos de lo memorable. Es cierto que hay cosas irremediables cuando se programan estas composiciones en un espacio como la sala sinfónica. Hay conciertos —el quinto, el sexto, pasajes del segundo— que son pura música de cámara y otros en los que el equilibrio será difícil de lograr en una sala tan grande —el segundo, donde Bach enfrenta cuatro solistas de la misma tesitura, pero por completo heterogéneos en volumen: violín, oboe, flauta dulce y… ¡trompeta!—. Así que nunca me cansaré de repetir que esta música encontraría su espacio ideal en la maravillosa sala de cámara, aunque entiendo perfectamente que se acuda a la sala grande por el indudable gancho comercial que tiene la colección —las entradas se habían agotado semanas atrás—.
La expresión ‘de menos a más’ nunca estará mejor aplicada que al concierto de anoche, al margen de una notoria irregularidad en las prestaciones. La cosa empezó francamente mal, con un cuarto dominado por los tempos desvaídos, blando y sin nervio en los movimientos extremos, con un Manfredo Kraemer irreconocible, quien exhibió un sonido gatuno —las cuerdas de su violín maullaban— y una sistemática desafinación. En cambio, las flautas de pico estuvieron magníficas. Mejoró la cosa en el sexto, con un Bálazs Máté excepcional, con gran sonido y enorme implicación. En vez del violone prescrito por la partitura se empleó un contrabajo, como en el resto de los conciertos. Sin negar que la nomenclatura de la época es muy poco precisa, Bach, en su partitura autógrafa, distinguió perfectamente los casos en que pedía contrabasso y en los que pedía violone, por lo que entiendo que alguna consecuencia debería tener. Peccata minuta, lo sé.
El primero fue, en conjunto, muy bueno, con unas trompas, oboes y fagot excelentes y un violino piccolo con el que Kraemer mejoró su intervención anterior. En el quinto, las prestaciones solistas rayaron a gran altura, en particular el traverso y el clave, con el que Céline Frisch hizo una cadencia preciosa. El tercero fue fantástico, pletórico de energía. En el segundo —colofón del concierto— los solistas estuvieron espléndidos, con una trompeta de Gabriele Cassone —una pesadilla para cualquier intérprete, con un rarísimo instrumento en Fa y unos pasajes satánicos, aun tratándose de trompeta trucada— que salió tremendamente airosa, en particular en un fulgurante tercer movimiento que puso a prueba la conocida agilidad del intérprete.
Javier Sarría Pueyo
(Fotos: Elvira Megías)
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