MADRID/ Con prisas y a lo loco: decepcionantes Vísperas de García Alarcón
Madrid. Auditorio Nacional. 28-I-2024. Ciclo Universo Barroco. Flores, Cachet, Contaldo, Sagastume, Chaumien, Wolf y Galaz. Coro de Cámara de Namur. Cappella Mediterranea. Leonardo García Alarcón, dirección. Monteverdi: Vespro della Beata Vergine, 1610.
Es una pena que haya directores que quieran anteponer a toda costa su afán de protagonismo, y quizá un ego desmesurado, para dirigir a su propio servicio y capricho y no por el bien de la música a la que deberían servir y al público para el que trabajan. Eso fue lo que pudimos ver con Leonardo García Alarcón, y no me refiero solo a la exagerada gestualidad cara al público que ofreció, a todas luces innecesaria para su labor de dirección, lo cuál puede ser excusable y menos relevante a fin de cuentas, sino a sus caprichosas, extravagantes y arbitrarias decisiones interpretativas que consiguieron desdibujar y llevar al caos una de las obras más sublimes e impresionantes de la historia de la música: las Vísperas de 1610 de Claudio Monteverdi.
Si además consideramos los excelentes mimbres puestos a su disposición, con el exquisito Coro de Cámara Namur y una orquesta repleta de maravillosos instrumentistas, y unas voces solistas que con otra dirección hubieran podido sobresalir, la cosa tiene casi delito. Quien esto escribe sintió pronto un impulso, lógicamente reprimido, de arrojarle a los pies el bolígrafo con el que estaba tomando notas, cual batuta vencida, dolido con tanto dislate y destrozo de obra tan hermosa.
A todo ello debemos sumar algunos elementos que están últimamente de moda, como el realizar muchos movimientos en escena y fuera de escena, entre el público, de solistas, coro y hasta orquesta. Esa cuestión, hecha con la debida mesura, puede tener su efecto y belleza, como vimos recientemente en el concierto navideño luterano dirigido por Potter, pero llevado a extremos insospechados, resulta una feria que impide el adecuado seguimiento de la música, y si es tan buena como esta, aún peor. Una cosa es disponer en diversas partes de la sala estratégicamente, como bien se hizo a veces, a solistas en ciertas piezas a dos y a tres voces en eco o en diálogo, lo que nos remite a los elementos policorales venecianos, y otra es mover en una infinidad de piezas, de manera aleatoria e innecesaria, a un montón de intérpretes aquí y allá. Ni siquiera se quedaban los solistas en el escenario tras sus intervenciones, sentados como normalmente, sino que salían todo el rato fuera, quizá buscando su próxima ubicación o quien sabe qué, porque igual intervenían nuevamente pronto. Tanto ruido y movimiento provocaba ya irritación y desorden.
Ya desde el comienzo del concierto empezaron a entrar los instrumentistas, con sacabuches y cornetas, y vocalistas por el patio de butacas en un perfecto caos sonoro y espacial. García Alarcón decidió aplicar unos fortes tremendos desde el principio y unas dinámicas muy rápidas y planas, porque siempre que había tutti se quedaba ahí. Yo pensé que sería solo una especie de entrada para impresionar en el Deus in Adjutorium, pero no, toda la noche se mantuvo así, y la impresión fue de llevar al límite al coro gritando todo el rato, que en ocasiones más que loar con alegría a la Virgen o a Dios, y con toda la enorme riqueza de la paleta coral y la sutilidad de la escritura de Monteverdi, parecían la turba de una pasión; o a los solistas, que más se desgañitaban, con mejor o peor suerte, que cantar, con piezas absolutamente sublimes. Tal era la cosa, que nunca había visto lo de meter a un fagot en mitad de una sección del coro, o lo mismo con los sacabuches pegados a sus tímpanos, para que a los pobres intérpretes hasta se les marcará su esfuerzo en la yugular.
No existía otra idea de dinámica que llevar todo al límite sonoro y de estridencia, al grito. Las entradas de los diversos grupos de voces en el coro no eran nada matizadas, y se realizaban bruscamente, sin ninguna elegancia ni refinamiento, mal empastados y con un desorden que llevaba al caos una y otra vez, en un estruendo y descontrol en tiempos y armonía.
Hubo momentos mejores, lógicamente en una obra tan hermosa, especialmente en algunas piezas con solistas y continuo a veces mejor trabajadas, aunque muchas veces el criterio era el mismo, con solistas como el tenor Valerio Contaldo (ya de por sí algo propenso a ello) o la propia Mariana Flores, llevados al límite de potencia de voz continuamente, y no es que no pudieran, que potencia tienen de sobra, sino que todo parecía fuera de estilo.
En cuanto a otros solistas, estuvo bastante deslucido por momentos el tenor Pierre-Antoine Chaumien, que, a pesar de su bello timbre, estuvo poco adecuado al estilo, con muchos problemas en los fraseos e inestabilidad en su afinación. A la soprano Deborah Cachet, que posee una interesante voz, se la comió todo el ajetreo de la noche, por lo que sus intervenciones quedaron algo tímidas y desdibujadas, a menudo junto a una Flores en modo “forte” continuamente. Contaldo, a quien nadie niega las cualidades de su voz, también estuvo fuera de estilo muchas veces, con ornamentaciones inadecuadas y extemporáneas, como en el Audi Coelum, por poner un ejemplo
La segunda parte, con el maravilloso Magnificat de estas Vísperas, no resultó desgraciadamente mejor, y solo podríamos hablar de algunos escasos momentos mejor trabajados, algunos de ellos se debieron al virtuoso cornetto de Doron Sherwin, que iluminó partes de la noche con su buen hacer, bien secundado por Rodrigo Calveyra, que en ocasiones asumió flautas y flautines con excelente resultado. También la sección de tres sacabuches tuvo una interpretación excelente, más allá de algunas órdenes del director, en ocasiones extravagantes, o la fagotista Mélanie Flahaut, con una excelente intervención en el Laetaus Sum. También el continuo se desempeñó con brillantez. La primer violín, Tami Troman, tuvo algunos momentos algo más deslucidos, pero en general la orquesta estuvo a buen nivel en los momentos que la dirección de García Alarcón lo permitió.
En la propina del concierto el director nos ofreció una pieza inglesa del siglo XIX, agradable con un cierto estilo arcaico del diecisiete, y quizá fue el único momento de la noche donde el excelente coro de Namur pudo mostrase como lo que es, un gran coro bien trabajado.
Al contrario de quien esto escribe, y para ser honesto, el público salió auténticamente encantado con tanta potencia sonora y tanto ajetreo, lo que se tradujo en muchos bravos y ovaciones. Quizá el equivocado sea yo, cuyo mayor defecto en este caso sea quizá amar a esta música sobremanera.
Manuel de Lara Ruiz
(fotos: Rafa Martín)