MADRID / Celestial catarsis wagneriana
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. Concierto sinfónico 4 de la temporada de la OCNE. 20-X-2023. Bryan Register, tenor (Parsifal), Franz-Josef Selig, bajo (Gurnemanz), Tomasz Konieczny, bajo-barítono (Amfortas), Francesca Calero, soprano (Kundry). Wagner: Parsifal, III Acto (versión de concierto).
Llegó bien pronto el que prometía ser (y lo fue) primer plato fuerte de la temporada de la OCNE, en el cuarto sinfónico de esta edición. En los últimos tiempos hemos disfrutado de unas estupendas interpretaciones de Tristán e Isolda y Salomé, y solo la pandemia nos dejó compuestos sin el prometido (y prometedor) Fidelio. Volvía Afkham a Wagner, y esta vez nada menos que con su obra postrera, esa creación sublime que es Parsifal. Por desgracia, aunque es algo del todo lógico en el contexto en el que trabaja la OCNE, sólo podía escucharse el III Acto. La logística, ensayos y demás requisitos para la ópera completa convierten el esfuerzo de hacerla en el auditorio en algo realmente complicado.
Lo es también, para el oyente, sin haber transitado por los anteriores, adentrarse en el más estático (y en muchos momentos, extático) de los actos de este festival sacro que bien merece el calificativo de música celestial. Como señalaba en su día con su característico acierto José Luis Téllez, Parsifal es una catarsis más allá de la catarsis misma, pero penetrar en esa catarsis no es sencilla cuando su materialización es parcial. Y es cierto que la calma, la solemnidad, la emotiva meditación a la que invita la maravillosa música de Wagner adquiere todo su sentido cuando el proceso se realiza en su totalidad, y no sólo en su culminación final.
Dicho lo anterior, es también difícil, muy difícil, no sentirse arrastrado por una música de una elevación espiritual extraordinaria, inspiradora como pocas, una música en la que el tiempo (y el tempo) pareciera detenerse en muchos momentos, como transmisora de una paz atemporal que estremece. Alejada de acciones agitadas o dramas pasionales intensos, la música de este III acto de Parsifal requiere de una interpretación que, construida con habilidad y solidez en todo su arco, con sutil capacidad de matización, de fraseos anchos y bien ligados, sea capaz de transmitir esa sublime elevación espiritual y ese espíritu catártico que al final nos lleva a la sobrecogedora emoción.
El titular de la OCNE conoce muy bien este repertorio y se encuentra en él, como hemos podido apreciar en otras ocasiones, como pez en el agua. Ayer lo volvió a demostrar, construyendo una versión que, en efecto, fue, por encima de todo, trascendida en lo expresivo, transmisora de ese espíritu místico que domina los dos actos extremos de la obra. Impecablemente construida, la lectura tuvo el tempo justo, sin apresurar ni decaer, con reguladores magníficos, y con una bien cuidada planificación sonora. Cambió la disposición más frecuente de la orquesta, situando a violines I y II enfrentados, contrabajos atrás a la izquierda, chelos justo delante de ellos, violas en el centro-derecha, con las arpas detrás. El resultado fue sobresaliente, vehículo de emoción sentida y profunda. Desde el delicado comienzo del preludio al recogido final, pasando por la emotiva solemnidad de Los encantos de Viernes Santo o la espeluznante entrada de los caballeros del Grial, edificada sobre un magnífico crescendo y con unos metales muy notables (aunque las trompas podrían haber mostrado más precisión), Afkham y sus músicos hicieron que esta música nos evocara el calificativo de celestial que tanto merece en su escritura pero que no siempre se deriva de lo escuchado.
Brilló siempre la cuerda, bien empastada, con un sonido lleno y de generosa amplitud de arco, apoyada en una magnífica, sólida y bien resonante sección grave. Lo hicieron también la madera y los metales (trompetas y trombones). Personalmente hubiera gustado de algo más de presencia de la percusión (timbal aparte, que estuvo magnifico) en la mencionada entrada de los Caballeros del Grial, pero se trata en todo caso de minucias.
Esta música se sostiene mal si las voces no funcionan, pero las escuchadas ayer lo hicieron, con un nivel que se movió entre lo correcto y lo excelente. En el primer apartado podemos situar al tenor americano Bryan Register, una voz de timbre y presencia no deslumbrantes, que presentó un protagonista de plausible extensión y matiz, pero corto de intensidad en los momentos de mayor desgarro. Tal fue el caso de Und ich, ich bin’s, der all dies Elend schuf! (¡Y he sido yo el portador de tanta desdicha!). Resultado simplemente correcto, un tanto gris, lejos de lo que pueden ofrecer hoy día otros como Andreas Schager.
El ya veterano Franz-Josef Selig, a quien vimos en el mismo papel de Gurnemanz en el inolvidable Parsifal que Semyon Bychkov dirigió en el Real en 2016, reiteró su magnífica prestación de entonces. La voz mantiene la nobleza de timbre y la excelencia expresiva, cada palabra presentada con los matices y resonancia oportunos, aunque la presencia, en todo caso de gran impacto, haya mermado algo respecto a lo escuchado entonces. Pero no nos engañemos: el suyo es un Gurnemanz de una grandeza como no se escuchan muchos hoy en día. Magnífico.
Asombró el polaco Tomas Konieczny como Jochanaan en la magnífica Salomé que ofreció la OCNE el pasado año, y también en el Real (Wotan, en el por lo demás bastante infumable Anillo ofrecido en los últimos años). Lo volvió a hacer ayer. Su Amfortas fue imponente, de apabullante presencia y poderío vocal, pero también de una intensidad expresiva realmente impactante. Es de los que a uno le deja siempre con ganas de escuchar más. Notable prestación del Coro Nacional, e impecable la de uno de sus miembros, Francesca Calero, en el breve cometido que Wagner reserva al papel de Kundry en este acto.
El final, muy bien armado por Afkham, transmitió con acierto la medida última de esa paz sublimada tan magistralmente escrita por Wagner. Quiso el maestro retener los aplausos unos segundos, pero la impaciencia de alguno lo hizo imposible. En los tiempos de Knappertsbusch en Bayreuth no se aplaudía. Si no recuerdo mal, en los de Karajan en el Festival de Pascua, tampoco. No quiero llegar a esos extremos, pero hubiera agradecido, al menos, unos segundos de recogido y reflexivo silencio. La música, tan celestial, y la estupenda traducción, lo merecían. El éxito, finalmente, fue grandísimo para todos. Una excelente y celestial catarsis wagneriana.
Rafael Ortega Basagoiti