MADRID / Celebración jubilosa (50 años del Coro Nacional)
Madrid. Auditorio Nacional. 29-I-2021. Raquel Lojendio, Sandra Ferrández, José Antonio Sanabria, David Menéndez, solistas. Jesús Campo y Sergio Espejo, pianos. Coro Nacional: Director: Miguel Ángel García Cañamero. Obras de Mendelssohn y Mozart.
Celebración jubilosa por la significativa efeméride y por el resultado, aunque haya sido con una misa de difuntos sobre los atriles. El Coro Nacional cumple sus primeros 50 años de existencia. Recordemos que fue fundado por Lola Rodríguez de Aragón y que hizo su presentación oficial en el Teatro Real el 22 de octubre de 1971. Se elevaba sobre los mimbres de la Escuela de Canto, creada meses antes por la misma e inquieta mano. Con tal motivo se van a programar diversos actos a lo largo de este curso dentro de su actividad. El primero ha tenido lugar en el Auditorio Nacional bajo el gobierno de su actual titular, el valenciano Miguel Ángel García Cañamero, que muy probablemente aún no había venido al mundo cuando el Coro nació. Es el décimo tercer responsable que se sitúa a su frente.
Muchos han sido los avatares, los altibajos, las vivencias, los cambios, las vicisitudes por las que ha pasado la formación a lo largo de todos estos años. García Cañamero parece haber centrado, equilibrado, homogeneizado el espectro sonoro, quitando arideces y durezas, buscando un empaste más acusado y una redondez y belleza tímbrica más reconocibles. Una evolución positiva que se aprecia paulatinamente. Y que ha podido comprobarse a lo largo de este concierto extraordinario, que ha comenzado con el infrecuente Salmo 114 op. 51, “Da Israel aus Aegypten zog”, de Mendelssohn, del que se supieron marcar sus distintas y variadas secuencias, desde la que nos describe los efectos del mar embravecido o la que evoca los temblores de la tierra a la delicadeza de otros pasajes. Muy logradas las imitaciones del Aleluya y apreciables destemplanzas de la cuerda aguda. Desde el piano, Jesús Campo aportó su saber hacer.
El reto era evidentemente afrontar nada menos que el Requiem de Mozart, en el arreglo de Carl Czerny, compositor contemporáneo de Beethoven, en el que la orquesta es sustituida con curiosa eficacia por dos teclados, que tocaron limpia y ajustadamente el citado Campo y el más avezado Sergio Espejo. 32 coristas se enfrentaron a una partitura cuajada de dificultades y que tuvo en este caso una muy loable reproducción, sin intemperancias dignas de mención, bien ajustada, de tempi bien estudiados y desarrollo lógico, algo apreciable ya en la exposición del Kyrie. En la fuga del Christie eleison las voces se escucharon con claridad.
Los amplios brazos de Cañamero, su elegante disposición y el buen subrayado rítmico encajaron a satisfacción el comienzo del Dies irae, donde Menéndez, a pesar de no ser un bajo propiamente dicho, anduvo sobrado enunciando un bien apoyado Tuba mirum. Nos gustó la dolorida expresión con la que se cantó el Salvame. En el Recordare aplaudimos las logradas imitaciones y en el Confutatis comprobamos que la cuerda de sopranos ha ganado en pureza. Bien el siempre peligroso Lacrimosa (último número debido exclusivamente a la mano de Mozart), con un tempo mesurado y un primer crescendo muy conseguido, con silencios expresivos. Los dos pianos, a la altura.
Bien acentuado en el Domine Jesus, dentro ya del Ofertorio, el pasaje enunciador de las palabras Quam olim Abrahae. El dibujo de la breve fuga del Hosanna quedó claro, lo mismo que el Dona eis requiem, perfilado con cuidado y dando paso enseguida, tras estratégica modulación, a la entrada de la soprano solista, una entonada y espejeante Lojendio. La reproducción de la fuga del Kyrie, bien estratificada, puso fin a una versión en la que, además de la buena disposición, afinación general y empaste generalmente conseguido, detectamos ligeras destemplanzas nada graves en las sopranos; y seguimos el juego límpido y bien conjuntado de los dos pianistas.
Cañamero fue un director seguro, que conoce la partitura con pelos y señales y que la supo traducir con claridad, donosura y elegancia, marcando sus accidentes y matizando y regulando con habilidad; logrando con ello imantar a un Coro que parece cantar a gusto bajo sus órdenes. Fue por todo ello sin duda una buena celebración. A la que evidentemente se sumaron los cuatro y cumplidores solistas. Raquel Lojendio mostró su timbre argénteo y finura. Sandra Ferrández, mezzo lírica de satinado y penumbroso colorido, una musical discreción. José Antonio Sanabria, tenor ligero de voz delgada y muy clara, dijo bien, aunque a falta de otorgar mayor y deseable carne al dramático Mors stupebit et natura. David Menéndez, barítono con cuerpo y buena disposición en graves, exhibió sobriedad, seguridad y naturalidad. Una digna celebración, pues.
Arturo Reverter