MADRID / Cecilia Bartoli vuelve a reinar en el Teatro Real
Madrid. Teatro Real. 1-XI-2022. Cecilia Bartoli, mezzosoprano. Les Musiciens du Prince-Monaco. Director: Gianluca Capuano. Obras de Porpora, Haendel, Vivaldi, Hasse y Telemann.
A veces parece como si lo más importante de un concierto fuera dar con un título lo suficientemente sugerente como para captar público. No creo que hiciera falta en esta ocasión, porque Cecilia Bartoli tiene el tirón necesario como para llenar por sí sola el Teatro Real, así que no termino muy bien de entender a qué venía eso de Farinelli y su tiempo. Sobre todo, porque era una notable falacia: de las obras incluidas en el programa, realmente solo una tenía que ver con Farinelli, el aria Lusingato dalla speme, de la ópera de Nicola Porpora Polifemo. Era la única que se compuso exprofeso para el castrato de Andria, quien también estrenó otra ópera que aportaba una pieza a este programa: Marc’Antonio e Cleopatra, de Johann Adolf Hasse; pero lo que se escuchó anoche de esta no fue ningún aria, sino la sinfonía de apertura. Con sinceridad, creo que hubiera hecho más justicia un título como Haendel y su tiempo, ya que lo cantó primordialmente Bartoli en su vuelta al Real fueron arias del genial sajón, por mucho que de manera eventual Farinelli pudiera haber cantado alguna de ellas durante su estancia en Londres.
Dicho lo cual, habrá que convenir que el recital de Bartoli y ‘su’ orquesta, Les Musiciens du Prince-Monaco, fue de lo más disfrutable, y sirvió para prolongar ese largo idilio que la mezzosoprano romana mantiene desde hace años con el Teatro Real y, por extensión, con Madrid. Bartoli sigue cantando igual de bien que siempre (el paso de los años no ha alterado para nada su voz, y su técnica canora es sencillamente prodigiosa). O, incluso, mejor, porque a sus muchas virtudes canoras añade ahora una gestualidad facial bastante contenida, que en nada se parece a aquel insufrible muestrario de muecas y tics con el que mortificaba antaño a la audiencia.
Fue un concierto semiescenificado, lo cual sirvió para comprobar las grandes dotes actorales de Bartoli, quien, ayudada por un actor-bailarín (más actor que bailarín), procuró caracterizar cada uno de los personajes operísticos que iba interpretando. Ayudó mucho la proyección sobre el fondo del escenario de imágenes pictóricas que, de una y otra forma, guardaban relación con la temática de las arias (Cleopatra, Amadís, Orlando, Julio César…). Todo ello, hecho con un gusto exquisito y sin perturbar en ningún momento el discurrir de la música. Me sobró, eso sí, el pavoneo de las propinas finales, cuando Bartoli aprovechó para montar su pequeño show jazzístico: una aria de Agostino Steffani con más improvisaciones que otra cosa (acompañada por un buen trompetista, pero dado también al exceso) y una canción napolitana de Ernesto de Curtis que nada tenía que ver, por supuesto, con el “Farinelli y su tiempo” con que se había titulado el programa. Bartoli brilló en las arias de bravura (sobre todo, en Desterò dall’empia Dite de Amadigi) y conmovió en las arias patéticas (Lascia la spina, cogli la rosa de Il Trionfo del Tempo e del Disinganno; V’adoro, pupille de Giulio Cesare; Sol da te mio dolce amore del vivaldiano Orlando furioso o What Passion Cannot Music Raise and Quell de la haendeliana Oda para el Día de Santa Cecilia).
Les Musiciens du Prince-Monaco estuvieron espléndidos. Es una orquesta concebida y desarrollada para el lucimiento de Bartoli (es la orquesta residente de la Ópera de Montecarlo, de la que la cantante italiana es directora artística). Pero creo que sería injusto establecer comparaciones: la cicatería de los últimos tiempos ha obligado a las orquestas historicistas a recortar sus plantillas drasticamente, de tal forma que ya casi nos hemos acostumbrados a que estas toquen a una voz por parte en las cuerdas. Les Musiciens du Prince-Monaco, en cambio, mantiene un orgánico propio de los años 80 y 90 del pasado siglo, cuando la música antigua vivía todavía en la opulencia: 11 violines, 4 violas, 4 violonchelos, 2 contrabajos, fagot, oboe, flauta de pico, flauta travesera, trompeta natural, archilaúd, percusión (profusa) y dos claves (el de Davide Pozzi y el del propio director, Gianluca Capuano). Magnífica, como digo, la labor de todos, pero especialmente la de su extraordinario concertino, Enrico Casazza. Capuano dirigió con energía (a veces, con una cierta vigorexia) y tuvo controlada la acción en todo momento, lo que ayudó a que el concierto, más que una retahíla de arias con inserciones orquestales, diera la sensación de ser un espectáculo uniforme.
Hay que destacar la labor del oboísta Pier Luigi Fabretti, especialmente en el aria con que se abría el programa (la ya mencionada Lusingato dalla speme de Porpora). Magnífico, asimismo, el flautista Jean-Marc Goujon en la extensa y cautivadora Sol da te mio dolce amore). Thibaud Robinne evidenció ser un extraordinario trompetista (dispuesto siempre a la ostentación, tanto en sus intervenciones a solo como en sus acompañamientos a Bartoli), pero quedó claro que es un trompetista moderno reconvertido a barroco: a pesar de la distancia que me separaba del escenario, creí contar cuatro agujeros ‘tramposos’ en su trompeta (ya no se conforman con dos ni tres, han subido a cuatro), práctica que ayuda de manera indudable a modular este endiablado instrumento, pero que no tiene nada de histórica (Jean-François Madeuf lleva ya muchos años demostrando que se puede tocar maravillosamente bien una trompeta barroca sin recurrir al subterfugio de los agujeritos de marras). Por último, mención especial al sevillano Miguel Rincón, que por algo es uno de los especialistas en cuerda pulsada más solicitados por las grandes orquestas barrocas europeas.
Eduardo Torrico
(Fotos: Javier del Real)