MADRID / Brillantes Kavakos y Harding con la Orquesta del Concertgebouw

Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 1-XI-2022. Ibermúsica 22/23. Leonidas Kavakos, violín. Real Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Director: Daniel Harding. Obras de Brahms y Beethoven.
El primer concierto de la serie Arriaga de Ibermúsica en la presente temporada reunía todos los ingredientes para ser un bocado musical apetitoso. Digamos inmediatamente que lo fue, sin duda, pese a que quienes ya escuchamos al sensacional violinista griego el año pasado (1-XII-2021, en crónica que quien suscribe firmó también) el mismo Concierto que ayer, es decir, el de Brahms, nos quedáramos con las ganas de haber catado esta vez algún otro manjar, desde Chaikovski a Sibelius (de este, Kavakos grabó para BIS en su día un álbum con la versión ‘final’ habitual de la obra y también, en primicia mundial, la versión original de la misma), por ejemplo.
No se malinterprete el detalle apuntado respecto a la reiteración de la misma obra por el mismo solista en el plazo de apenas un año: quien esto firma es un admirador incondicional del colosal Concierto brahmsiano, por mucho que Sarasate defendiera aquello de que era un concierto contra el violín. Recordé, al respecto de esta pronta reiteración, una jugosa anécdota del inolvidable Gustav Leonhardt, en una de sus visitas a Madrid. De repente, comprobó que, en su concierto madrileño anterior, hacía quizá un par de años, había interpretado una pieza de Forqueray que repetía en aquella ocasión. La reiteración le horrorizó, y con su severo ademán, tan característico, explicó a la audiencia que “en vista de este imperdonable descuido, interpretaré dos obras diferentes de Forqueray” en lugar de repetir la anunciada. No digo yo que Kavakos nos hubiera ofrecido dos conciertos en vez de uno, pero sí que el cambio hubiera sido de agradecer.
Poco que decir sobre la interpretación del ateniense que no comentara ya en aquella ocasión. El sonido extraordinario que extrae de su Stradivarius “Willemotte” de 1734, nos gana por una belleza exquisita en toda la gama dinámica, anchísima y magníficamente manejada, capaz de desplegar un colorido de una riqueza asombrosa. Sonido redondo, lleno, con imponente presencia en los forte, pero con evidente, aunque sugerente cuerpo en los pianissimi, muchas veces adelgazados hasta el límite de lo verosímil. Cabe, si acaso, apuntar que, aunque partiendo de la base de que se habla de un nivel superlativo, la entonación en algunas notas no alcanzó la milimétrica precisión de entonces y de otras ocasiones, pese a que los temibles escollos técnicos se despacharan con aparente y engañosa facilidad.
Todo ello al servicio de un discurso musical intenso, elegante, fiel al mundo romántico que retrata, capaz de recrear con igual acierto los rotundos pasajes de acordes o dobles cuerdas y las frases donde el canto nos llega con una delicadeza sublime. Apunté en su momento, y reitero en esta ocasión, la larga frase del primer movimiento que culmina en el calderón del compás 135, o el canto de los compases 224 y siguientes, con una traducción magistral de la indicación brahmsiana dolce lusingando, o la cadencia íntegra (de Joachim, dedicatario de la obra), expuesta de manera formidable. El vibrante final de ese tiempo obtuvo el precipitado premio de un ¡bravo! que no quiso aguardar al final de la obra.
Bellísimo también el segundo tiempo, estupendamente cantado, y el tercero, vibrante, articulado con exquisita claridad y dibujado con tanta perfección como contagiosa chispa y riqueza de contrastes, e incluso con algún —discreto pero perceptible— adorno no prescrito. Una interpretación, sin duda, extraordinaria. El éxito, como no podía ser menos, fue enorme, y el artista residente de la actual temporada de la Nacional regaló (como hizo el pasado año, y también en su reciente visita a la Nacional tras el Concierto de Korngold), una maravilla bachiana: en esta ocasión el Largo de la Sonata BWV 1005, dibujado con una sensibilidad, expresión y matiz formidables, desde la sencillez de un sonido dulce, sin edulcoramientos, con un vibrato medido y escueto.
Había acompañado con tino y con su consabida precisión, en el concierto del músico hamburgués, el británico Daniel Harding al frente de la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. La legendaria formación neerlandesa es una de las mejores orquestas del planeta, y es veteranísima en los ciclos de Ibermúsica. Si no fallan las cuentas, la de ayer era su presencia ¡nº 103! desde que en 1983 se presentara en ellos bajo la dirección de Antal Dorati. En sus visitas hemos podido ver a Chailly, Solti, Harnoncourt, Jansons, Rozhdestvensky, Davis o Bychkov, entre otros.
Se presentó en esta ocasión con una colocación usada frecuentemente (sobre todo en este repertorio): violines primeros y segundos enfrentados, violonchelos a la derecha de los violines primeros y violas a la derecha de los violonchelos, pero con la peculiaridad de que los contrabajos, más habitualmente situados detrás de los chelos en esta conformación, se situaron arriba, al fondo, en una sola hilera (eran 6) a la altura, aunque más a la izquierda, de los metales, como hace la Filarmónica de Viena.
El director invitado para la ocasión era el británico Daniel Harding, que ya nos impresionó no hace mucho en la visita con la formación que lidera, la Sinfónica de la Radio de Suecia. Ofreció entonces una espléndida Cuarta de Brahms, y ayer brindó un acompañamiento preciso y de creciente intensidad, a Kavakos.
Es Harding un maestro de gesto justo, elegante, directo, extremadamente elocuente y preciso, pero nunca disruptivo. Que sus maestros hayan sido Rattle y Abbado ha tenido en ello sin duda una influencia grande. Gobierna con exquisita atención al detalle y consigue una claridad extraordinaria en los planos. Todo se escucha con nitidez, pero no desde un discurso frio o analítico, sino desde un planteamiento natural, expresivo, cuidadísimo en sonoridad y matices, con un manejo preciso de cada regulador y cada acento, dejando respirar a la música, pero dotándola del colorido expresivo requerido en cada momento.
Sacó Harding el mejor partido de la magnífica respuesta de la orquesta neerlandesa, con una cuerda cálida y de irreprochable empaste, una madera magnífica (especial mención para los solistas de oboe, flauta y clarinete, sensacionales; algo menos finos los fagots) y un primer trompa también excelente, especialmente en su comprometido papel del tercer movimiento, cuyo Presto final, justo antes de la tormenta, tuvo toda la vibración deseable.
Con tan estupendos mimbres dibujó el maestro de Oxford una Pastoral bellísima, que tuvo toda la efusión y exaltación del Beethoven más sonriente, pero que jamás renunció a la rotundidad de los sfz o escondió la contundencia de una tormenta genuinamente trepidante. Los tempi, animados pero nunca desquiciados, permitieron que la sinfonía se moviera en un canto con la medida justa de la sensibilidad sin blandenguería, de la evocación bucólica que supone esta obra maestra sin caer en la lánguida edulcoración. Llegó el efusivo final con una sabia y acertada mezcla de paz y alegría que transmiten, con extremo acierto, ese Beethoven de especial luminosidad. Una interpretación tan exquisita y bien planteada como alejada de aparato o artificio, y testimonio de un estupendo director, creo que uno de los mejores del panorama actual. El éxito, bien grande, estuvo en consonancia con la estupenda velada.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Rafa Martín – Ibermúsica)