MADRID / Brillante Alice Sara Ott con la Sinfónica de Londres
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. Ibermúsica 23-24. 25-X-2023. London Symphony Orchestra. Director: Sir Antonio Pappano. Solista: Alice Sara Ott, piano. Obras de Kendall, Liszt y R. Strauss.
El segundo programa de la visita madrileña de la London Symphony se abría con un estreno en España: O Flower of Fire, de la compositora británica de origen guyanés Hanna Kendall (Londres, 1984). Sobre la partitura, encargada por la propia orquesta y estrenada a principios de este mes en Londres, dice la propia Kendall que es “una obra sobre la fe y el culto -dos temas que probablemente evocan sentimientos bastante fuertes en la mayoría de la gente-”. Prosigue la autora comentando que encontró su inspiración en el poema Voices de Martin Carter, y apuntando que, en el propio poema, “Carter explora diferentes historias de la creación: cristianismo, yoruba y otras creencias antiguas e indígenas de Guyana. Allí hay muchas comunidades indígenas. Así que encajaba muy bien con lo que he estado intentando hacer últimamente con mi música. Intento explorar situaciones sincréticas, es decir, los resultados, en cuanto a transformación, de lo que ocurre cuando muchas personas, comunidades y creencias diferentes se juntan en un mismo lugar.”
Quien esto firma se confiesa desconocedor de las culturas y atmósferas a las que se refiere la compositora, por lo que no se siente autorizado a señalar si la evocación declarada por Kendall está realmente conseguida o no. En la única vez que he podido escuchar la obra, que es la que se comenta ahora, lo que sí puedo apuntar es que se combinan sonoridades peculiares, la percusión incorpora el uso de varias “cajitas de música”, y a siete de los músicos de la orquesta se les pide ejecutar en ciertos momentos determinados motivos en armónicas, como instrumentos que, en palabras de Kendall, están asociados a la “diáspora africana”. Kendall (de nuevo sus palabras), ha buscado un “mestizaje de los sonidos”, y sin duda lo ha conseguido. Se buscan y hallan sonoridades encontradas, contrastes abruptos y momentos de tensión cercana a lo cinematográfico. Los casi veinte minutos de la obra, plausiblemente ejecutada por la Sinfónica londinense, se escuchan sin desagrado, pero, al menos en el caso del firmante, también sin especial entusiasmo. El público debió compartir esa sensación, porque acogió la obra con una frialdad que quedó lejos de la expresada el día anterior para el concierto del turco Fazil Say.
La pieza concertante del día era la Totentanz de Liszt, un conjunto brillante y virtuosista de variaciones sobre el Dies Irae, que se escuchó en la versión final de 1864. La solista de turno era la muniquesa de origen germano-japonés Alice Sara Ott (1988), que debutaba en el ciclo y a la que el firmante conocía por sus grabaciones, pero no había podido escuchar en vivo. La joven alemana anunció en 2019 haber sido diagnosticada de Esclerosis Múltiple, por lo que poder escucharla es, en sí misma, una magnífica noticia, en tanto constituye una muestra de que la devastadora enfermedad neurodegenerativa está detenida, gracias a Dios.
Ott confirmó plenamente la impresión que el firmante tenía de ella en sus grabaciones. Espigada y descalza, se mostró, como su propia indumentaria, elegante y con exquisito estilo. Una virtuosa de primera, capaz de moverse por la pirotecnia lisztiana con insultante facilidad y absoluta precisión. Dueña de una agilidad extraordinaria, una articulación precisa y una sonoridad bien aquilatada, poderosa y de ancha dinámica, Ott desplegó toda una panoplia de recursos, desde el más brillante y poderoso comienzo, al sentido canto de la variación IV, la libertad y fantasía de las cadencias o la trepidación de la larga variación V y la espectacular cadencia siguiente. Vibrante igualmente la variación postrera, con un final realmente apabullante.
El éxito de la magnífica interpretación fue grandísimo, y Ott regaló una preciosa muestra de su elegancia y fina sensibilidad: una preciosa lectura de la segunda de las Romanzas op. 28 de Schumann, tan bien dibujada en el canto como maltratada en el tramo final por el inevitable criminal del móvil. El firmante no puede ocultar la alegría que le produce informar sobre el excelente estado de forma en que se encuentra una estupenda pianista que a buen seguro nos seguirá ofreciendo grandes cosas.
La segunda parte la ocupaba uno de los poemas sinfónicos más espectaculares de Richard Strauss: Así habló Zaratustra. La obra, escrita en los últimos alientos del siglo XIX (1896) es una muestra apabullante del enorme talento del Strauss sinfónico, capaz de dividir una orquesta masiva (en muchos momentos algunas de las secciones de cuerda divididas en varias subsecciones) y hacerla sonar con una nitidez, riqueza y transparencia únicas, convirtiéndola en vehículo de evocaciones sobrecogedoras, de grandeza, dramatismo, exaltación, intimidad, danza, sonrisa y efusión lírica. Partitura, eso sí, que exige el máximo de orquesta y, como todo lo de Strauss, de la batuta. La música es apabullante, y los aficionados, además, guardan a buen seguro la memoria la imponente interpretación que, en este mismo ciclo, hace algo menos de un año, nos ofreció la portentosa Sinfónica de la Radio de Baviera con Iván Fischer al frente.
Se mostró la Sinfónica Londinense algo más atinada y redonda que en la velada previa, con buena intensidad en el comienzo del Amanecer del sol (aunque algún ataque pudo haber sido más preciso: el gesto de Pappano, a veces no del todo nítido en ese sentido, no ayuda). Sonaron bien violas y chelos en Los Transmundanos, y toda la orquesta, muy brillante, en De las alegrías y las pasiones. Adecuadamente sombría La canción de los sepulcros, plausiblemente construida desde el podio la fuga en De la ciencia y también el espectacular clímax de El convaleciente, que pudo no obstante haber sido algo más expansivo y culminado en una pausa algo más prolongada que acentuara la tensión. Brillaron los solistas de madera y el concertino Power ofreció una prestación notable en sus comprometidos solos. Simplemente correcto el tramo final de La canción del noctámbulo, en el que los pianissimi debieron sonar más sutiles. Interpretación que confirma también la impresión de que la de Pappano es una batuta esforzada, eficaz y fogosa, más que especialmente inspirada, refinada o sutil. Interpretación, en todo caso, notable, con una también notable prestación orquestal. El éxito fue grande, y Pappano regaló la primera de las Danzas húngaras de Brahms, con más pasión y exaltación que transparencia o diferenciación de texturas. Un buen segundo concierto de los londinenses, aunque, como el día anterior, lo mejor llegó de la parte solista, con la inspiradísima actuación de Ott.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)