MADRID / Blechacz, la exquisita sonoridad
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 7-VI-2022. XXVII Ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo. Rafał Blechacz, piano. Obras de Bach, Beethoven, Franck y Chopin.
Tercera visita (las anteriores en 2011 y 2013) del polaco Rafał Blechacz (Nakło nad Notecią, 1985), brillante ganador del concurso Chopin en 2005, al ciclo de Grandes Intérpretes. Blechacz, a quien Nacho Castellanos y quien suscribe entrevistábamos hace poco para SCHERZO. En estos tiempos en que muchos pianistas (y para qué nos vamos a engañar, muchos maestros) persiguen con ahínco alcanzar un grado de precisión pluscuamperfecto en un mecanismo que además debe ejercer con apabullante fulgor (a ser posible a gran velocidad), se deja demasiado a menudo en el camino situar la preocupación por el sonido como algo prioritario. Es preferible (y demasiadas veces los concursos ayudan poco a ello) dar bien las notas y deprisa que evidenciar un sonido depurado y de cuidada redondez en el timbre.
Por eso es especialmente valioso y atractivo encontrar alguien como Blechacz que, además de poseer una agilidad y precisión mecánica envidiables, sitúa la preocupación por el sonido entre las más altas prioridades, con estupendos resultados. El sonido de Blechacz es bellísimo en toda su muy amplia gama dinámica: redondo, poderoso en los fortísimos y de una levedad exquisita en los pianísimos, de gran proyección y resonancia, y jamás rozando la fealdad, la dureza o la estridencia.
Quedó ello ya en evidencia en la primera obra del programa, la Partita nº 2 en Do menor BWV 826 de Bach, posiblemente una de las más bellas de la serie y quizá una de las más frecuentemente favorecidas por los pianistas. La afrontó Blechacz con adecuada grandeza en el tramo introductorio de la Sinfonía inicial, hermosísimo canto en el Andante de la misma y claro dibujo del contrapunto en la fuga final, en la que sólo cabe apuntar una velocidad quizá un punto excesiva para la claridad ideal del discurso, algo que se repitió en algunas otras ocasiones a lo largo del recital. Bien entendidas las danzas y matizadas que siguieron, con pedal mesurado y exquisito legato digital, especialmente la magnífica Sarabande. Hay que señalar nuevamente que, al menos para quien esto firma, tanto el Rondeau como el Capriccio final, desarrollados a gran velocidad, se hubieran beneficiado en su nitidez con un punto menos de fulguración en el tempo. Se respetaron escrupulosamente las repeticiones y no se introdujo adorno alguno en las mismas.
La Sonata nº 5, primera de la Op. 10 de Beethoven, en la misma tonalidad de do menor que la partita bachiana, es obra aún temprana, antes del cambio de siglo. Tiene aún guiños posthaydnianos pero anticipa, en más de un enérgico arrebato, alguna obra posterior en la misma tonalidad. Llegó en su primer movimiento (Allegro molto e con brio) con especial énfasis en la primera parte de la indicación, pero tuvo, qué duda cabe, dosis sobradas de energía y decisión (más que claridad en el discurso), sin perder encanto en el segundo tema. Bien cantado el Adagio molto, resultó arrollador el Prestissimo, que nuevamente hubiera podido alcanzar más nitidez, sin perder fuerza, con un punto menos de velocidad. El tempo aplicado probablemente es más viable en un piano de la época que en los más resonantes de la actualidad.
Las 32 variaciones WoO 80 del gran sordo son algo posteriores, y desde el escueto tema apenas dan respiro, por la brevedad del curso de cada una de ellas, salvo la mucho más extensa y elaborada última, que pareciera adentrarse en una ambición de diseño que tiene poca relación (en lo que se refiere a amplitud de su elaboración) con lo precedente. Las dibujó Blechacz con su consabido cuidado sonoro y exquisita matización, consiguiendo en general un resultado superior al de la Sonata, con especial mención para la elegancia de las variaciones V y VII, el precioso dibujo de la XVII (en modo menor) y la XXVIII.
Tras el descanso aguardaba la obra que probablemente marcó el punto culminante del recital. El Preludio, Fuga y variación de César Franck es la tercera de las seis piezas para órgano op. 18 dedicadas al también organista Saint-Saëns, más tarde arreglada para piano por Harold Bauer, y posteriormente también por Ignaz Friedman. Pese al más que satisfactorio traslado al piano, los ecos organísticos son obvios. Y aquí Blechacz ofreció una interpretación magistral de principio a fin. Buen conocedor del órgano, instrumento que también cultivó en su formación inicial, el polaco dibujó el Preludio con una grandeza, solemnidad y esplendor sonoro verdaderamente extraordinarios. Discurso magníficamente ligado, canto emocionante con un perfecto legato y un entendimiento preciso de la peculiar resonancia que demanda la página. Contrapunto exquisitamente delineado en la Fuga, y elegante, refinada y de una hermosa expresividad la Variación, asesinada cruelmente en su inicio por un móvil inclemente de los que hubiera justificado las mejores cóleras del don Clodomiro de turno.
No podía faltar en el recital la especialidad de la casa: Chopin. Nos ofreció Blechacz la Tercera sonata, obra de madurez de su compatriota. Las cualidades precitadas de sonido, agilidad y precisión, pedal mesurado y ancha y bien graduada dinámica volvieron a lucir en una interpretación intensa, rica en apasionamiento y emotividad. En el Allegro maestoso tuvo más peso la primera parte de la indicación, con una mano izquierda sobresaliente, y el canto del segundo tema llegó bellísimo, admirablemente dibujado. Energía indudable en la conclusión, que desató unos (para mí, sorprendentes en obra tan conocida) aplausos en su final (Blechacz incluso se levantó a saludar, dado que no cesaban). El Scherzo, indicado Molto vivace, respondió incluso con exceso a la indicación, y pese a los formidables dedos de Blechacz, que ni siquiera a esa velocidad parecen perder precisión, sí perdió nitidez en el dibujo. El Largo, sereno, nunca caído, fue cantado con exquisito refinamiento y cuidada emoción, en el punto justo de equilibrio que expone la fina sensibilidad pero se aleja del almibaramiento. El pianissimo del tramo final queda, sin duda, para el recuerdo. El Presto non tanto final llegó con energía, determinación y brillantez, pero con equilibrio en lo que a velocidad se refiere. Los numerosos pasajes de floritura fueron despachados con insultante perfección y elegancia, respondiendo con inverosímil exactitud a la demanda de Chopin de un toque leggiero que, en esos momentos de alta velocidad y encendida pasión, resultan realmente complicados.
El éxito fue, como cabía esperar, muy grande, entre los asistentes que, una vez más, por desgracia, apenas mediaban la sala sinfónica del auditorio. Blechacz reiteró su elegante refinamiento y su exquisita sonoridad en una deliciosa lectura del Vals op. 64 nº 2 en do sostenido menor del propio Chopin, y, curiosamente, como también hiciera Josep Colom, en el brevísimo Preludio nº 7 de los op. 28 de su compatriota. Excelente concierto de un pianista que tiene unos medios formidables y los emplea con personalidad, sensibilidad y elegancia.
Rafael Ortega Basagoiti