MADRID / Beethoven, nada menos (Gustavo Díaz-Jerez en el Círculo de Bellas Artes)
Madrid. 11-XI-2019. Círculo de Bellas Artes. Teatro Fernando de Rojas. Ciclo Beethoven actual. Gustavo Díaz-Jerez, piano. Obras de Beethoven, Ligeti y Díaz Jerez.
Le correspondía a Gustavo Díaz-Jerez (Tenerife, 1970) la segunda entrega del ciclo Beethoven actual, con un programa denso y exigente: las Sonatas 9, 3, 12 y 27 de Beethoven (interpretadas en este orden), los Estudios nº 5 “Arc-en-ciel” y 14 “Coloana infinita” de Ligeti (ambos en la primera parte, al inicio de la misma y entre las sonatas 3 y 9 del gran sordo, respectivamente), y dos de los Metaludios del propio Díaz-Jerez, los titulados Succubus (interpretado al inicio de la segunda parte) y Homenaje a Antonio Soler (entre las dos Sonatas beethovenianas restantes). Díaz-Jerez es un pianista con carrera bien establecida, algo que no es de extrañar porque escuchándole se hace inmediatamente evidente una gran solidez técnica y artística. Las tuvieron los dos Estudios de Ligeti ofrecidos, ambos precedidos de parlamentos explicativos del tinerfeño ampliando las atinadas pero obligadamente (la limitación de espacio manda) concisas notas de Arturo Reverter. En el primero manejó Díaz-Jerez con extremo acierto la flexibilidad rítmica y el variado colorido perseguido por el compositor húngaro, y en el segundo, concluido también en el registro sobreagudo del instrumento, ejecutó con maestría la tempestuosa secuencia ascendente de acordes que sugiere en su obstinada insistencia una elevación hasta una altura inalcanzable. El sonido en esta partitura tuvo la necesaria contundencia (se refería Díaz-Jerez en su parlamento a que Ligeti demandaba fff al inicio y hasta ffffffff al final, algo que exige del pianista una graduación dinámica inteligente, que desde luego tuvo en este caso) pero siempre sin perder redondez y belleza. Se reveló más que interesante el Díaz-Jerez compositor a través de los dos Metaludios ofrecidos. El titulado Succubus, evocando la figura del personaje mitológico, explora con atrevimiento timbres y colores con el intérprete maniobrando dentro del instrumento, además de hacerlo desde el teclado. El resultado tiene evidente atractivo en la creación, o eso al menos me sugirió a mí, de un clima que tiene bastante de oscuro e inquietantemente ominoso. El segundo, Homenaje a Antonio Soler, nace de extracciones de motivos de dos Sonatas de Soler (las nº 10 y 24), filtradas por un algoritmo tras el cual el propio compositor eligió los resultados que le parecieron más atractivos. La combinación es tímbricamente, si se me permite la expresión, menos osada que la del metaludio previo, pero no menos interesante en su resultado. El Díaz-Jerez pianista evidenció durante toda la velada un acertado entendimiento del mundo beethoveniano. Articulación clara, pedal justo, tempi equilibrados, y acentuación precisa, con excelente sentido del fraseo y el cantable son los ingredientes sobre los que construyó impecables interpretaciones de las cuatro sonatas mencionadas. Obras que, además, encierran mucha más dificultad y compromiso del que parece a priori. Díaz-Jerez deja hablar a la música con naturalidad, interviniendo lo necesario para convertirse en lo que en realidad debe ser un intérprete: transmisor fiel del discurso del compositor, con personalidad suficiente pero no tan excesivamente presente que termine distorsionando la esencia, que no debiera ser otra que la de Beethoven, obviamente. El elegante y sencillo canto del Allegro inicial de la Sonata nº 9, la luminosa vitalidad del rondó final de la misma, fueron apenas dos muestras iniciales del inteligente y sensible hacer pianístico del tinerfeño.
Lo mejor de la tarde estaba por venir, sin embargo, y creo que el punto álgido se consiguió en una sobresaliente interpretación de la más que comprometida Tercera Sonata, obra que resulta traicionera en muchos momentos (el trio del Scherzo o el movimiento final, por ejemplo). El Allegro con brio tuvo tan envidiable energía como riqueza de contrastes, sin perder nunca la claridad del discurso. Pero sería el Adagio, cuidadísimo el matiz y el sonido, admirablemente cantado y con un contundente y magníficamente contrastado episodio central, el que marcaría para el firmante el punto más alto de una velada de sobresaliente nivel general. La Sonata nº 12, para el que suscribe una de las más hermosas de la colección, estuvo también impecablemente planteada en el Andante con variazioni, el Scherzo y el allegro final, uno de esos movimientos en los que Beethoven no deja de sorprender. Quizá hubiera podido pedirse, pero eso es ya cuestión muy personal, algo más de intensidad dramática en la por lo demás impecable Marcia funebre. Muy notable también la Op. 90, que inaugura el último grupo de Sonatas del gran sordo y que tanto tiene de temperamental interrogación, pero también de crepuscular serenidad, como en el delicioso movimiento final, dibujado por Díaz-Jerez con encomiable equilibrio. Grande y muy justo el éxito del tinerfeño, que regaló una Puerta del vino debussyana bien articulada y de acertada sugerencia rítmica. Una sobresaliente velada pianística, sin la menor duda. Esto sí fue Beethoven. Nada más, y nada menos. Quienes siguen mis reseñas saben a qué me refiero.
Rafael Ortega Basagoiti
[Foto: Miguel Balbuena/CBA]