MADRID / Aire fresco y sano

Madrid. Auditorio Nacional. 3-XI-2020. Juan Diego Flórez, tenor. Vincenzo Scalera, piano. Juventudes Musicales. Arias, canciones y piezas para piano de Beethoven, Mendelssohn, Strauss, Rossini, Bellini, Verdi, Massenet, Gounod y Puccini.
Con Juan Diego Flórez que, quién lo diría, tiene ya 47 años, siempre disfrutamos. Respiramos un aire fresco y bienhechor, el mismo que él respira, aspira y espira. Ha hecho de este elemento la base fundamental de su técnica, algo que por otra parte es lo más lógico dado que el canto se basa fundamentalmente en su manejo, administración, regulación y proyección. Una columna de aire bien mantenida es el apoyo esencial para la articulación de la frase cantada, para la emisión de los fonemas, para la formación de las palabras y la configuración de un discurso inteligible.
Flórez exhibe desde el principio de su carrera esa técnica idónea en la que ese aire circula de arriba abajo sin impedimento alguno; sin intervención de la gola, sin apoyos indeseados y exagerados en las fosas nasales. En él el famoso “pasaje”, ese punto intermedio en el que en el canto moderno el sonido “gira” y se proyecta hacia los resonadores superiores, prácticamente no se aprecia: la columna es una; un circuito libre de obstáculos donde los músculos abdominales e intercostales cumplen su función de sostén.
Una técnica que el tenor peruano parece conocer de natura y que supone la aplicación de los mecanismos más sanos, beneficiosos y saludables. Aquellos con los que un Kraus, tan admirado, por él, había construido su excelsa técnica. Aquellos que producen una salutífera forma de expresar y frasear y que encontrábamos en otros grandes tenores del pasado: Thill, Anders, Wunderlich, el joven Di Stefano… Lo que no implica negar la calidad y categoría de otros artistas del presente que, aun practicando las reglas de oro del bien cantar, no muestran esa misma facilidad o ese don natural de fusionar la columna sonora en un solo e indivisible trazo.
Gracias a esa técnica las voces pueden durar lustros sin aparente desdoro y sin perder sus propiedades definitorias más allá de que vayan evolucionando y densificándose con el tiempo. Lo curioso es que, al cabo de los años, más de veinte ya, el instrumento de Juan Diego sigue siendo prácticamente el mismo de sus inicios, el de un lírico-ligero o el de un ligero con cuerpo, extensión y sustancia. El timbre se mantiene claro y espejeante, terso, igual, homogéneo en toda la gama. El cantante puede exhibir a día de hoy, sin mácula alguna, una capacidad insolente para irse arriba, el Si natural agudo, al Do o al Re sobreagudos sin que el sonido pierda su fulgor, su dimensión, su penetración.
Por todo ello, este recital ha sido una nueva demostración de facultades y de buen hacer, de gusto, elegancia y musicalidad. Ahora el tenor, que con los años ha ganado en expresividad, en capacidad de colorear, de matizar, de decir, siempre de manera natural y exenta de afectación, se embebe en lo que canta e interpreta, siente –o así lo parece- y hace sentir; dibuja de manera alada cada frase y proyecta con insultantes facilidad y frescura. En tal sentido este recital ya tradicional de Juventudes –con la Reina Sofía en la sala- ha sido ejemplar y la mar de ilustrativo y entretenido.
El artista ha desarrollado un programa amplio, variado y heterogéneo en el que ha ido de aquí para allá abordando estilos y formas diversos. Y no todo ha brillado, como es lógico, a la misma altura; porque, como se dice más arriba, la voz se mantiene incólume y no ha perdido ni brillo, ni tersura, ni facilidad, ni timbre. Continúa siendo la de un lírico-ligero radiante y claro, un tipo vocal al que no van algunas de las páginas elegidas, que, por su carácter, piden un instrumento más amplio, de más cuerpo, más enjundioso y algo más oscuro. Como el aria Meco al altar di Venere de Norma de Bellini, escrita en su día para un baritenore. Por supuesto, y voces más fornidas tienen muchas dificultades para ello, atacó sin pestañear el Do sobreagudo previsto, que algunos llegan a hurtar. Tampoco parece lo más adecuado para el cantante la famosa aria de Turandot de Puccini Nessun dorma, que pide al menos un lírico-spinto y que ofreció como uno de los variados bises, culminada, como se pide, con un rutilante, Si natural. Y consiguió en la repetición que el público entonara por lo bajines el tema.
Cerrados aplausos para las interpretaciones de Quell’alme pupile de La pietra de paragone de Rossini, Dal più remoto esilio de I due Foscari de Verdi (aquí se habría deseado algo más de amplitud), donde los reguladores y los acentos lograron un fraseo en verdad repujado. Y, por supuesto, las dos arias francesas: Pourquoi me réveiller de Werther de Massenet y Ah, léve-toi, soleil de Romeo y Julieta de Gounod, dichas con galanura, propiedad y riqueza de matices, con medias voces y falsetes bien medidos; con Kraus en la cabeza. Magistral asimismo la recreación de Che gelida manina de La bohéme de Puccini, que es verdad que solicita una voz eminentemente lírica, pero que fue expuesta con exquisitez, con respeto a las acciacature y con un esplendente Do sobreagudo; que el tenor, en gesto muy habitual emitió al borde del escenario de forma espectacular con los brazos bien abiertos en cruz.
Menos convincentes, pero en todo caso plausibles, los acercamientos al repertorio germano: Adelaide e Ich liebe dich de Beethoven, dicha la primera, no obstante, con sentido e incluso unción; Heimliche Aufforderung y Cäcilie de Strauss. En estas últimas el cantante nos pareció algo fuera de sitio, en especial en la segunda, algo exenta de brillantez, de fulgor, de rotundidad. Al final, una muy bien trazada e íntima Furtiva lagrima y una exultante Donna è mobile. Antes de que, siguiendo su reciente costumbre, cogiera la guitarra para acompañarse discretamente en Parlami d’amore, Mariù, El día que me quieras y el inevitable Cucurrucucú. Hasta entonces, al piano, siempre el fiel, flexible y solícito Vincenzo Scalera, que desgranó en solitario, de vez en vez, algunas muy melódicas piezas “de salón” de Mendelssohn, Bellini, Verdi y el Intermedio de Manon Lescaut de Puccini. Público muy adicto que no llegaba a mediar la sala.