MADRID / Afkham con la OCNE: Brillante cierre mahleriano de temporada

Madrid. Auditorio Nacional. 30-VI-2023. Concierto sinfónico 22 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Sarah Wegener, Susanne Bernhard, Serena Sáenz, sopranos. Wiebke Lehmkuhl, contralto. Alice Coote, mezzosoprano. Simon O’Neill, tenor. José Antonio López, barítono. David Steffens, bajo. Coro de la Comunidad de Madrid (Josep Vila i Casañas, director). Orfeón Donostiarra (José Antonio Sainz Alfaro, director). Orfeón Pamplonés (Igor Ijurra Fernández, director). Antara Korai (Juan Antonio Jiménez Montesinos, director). Coro Nacional de España (Miguel Ángel García Cañamero, director). Orquesta Nacional de España. Director: David Afkham. Mahler: Sinfonía nº 8 en mi bemol mayor “De los mil”.
El cierre de la presente temporada de los conjuntos nacionales ha sido, sin duda, especial, y por más de una razón. Nos recuerda el programa de mano que en los conciertos de este fin de semana se recupera un proyecto previsto para 2020 y malogrado entonces por el condenado virus. En efecto, el Festival Internacional de Música y Danza de Granada había programado para su 69ª edición la Octava de Mahler, como forma de celebrar el quincuagésimo aniversario de su estreno en España, que en el mismo festival, un 28 de junio de 1970, había comandado al frente de la Nacional, su entonces titular, Rafael Frühbeck de Burgos, junto al Orfeón Donostiarra, el Orfeón Pamplonés, los Niños Cantores de la Catedral de Guadix, la Escolanía de los Padres Redentoristas de Pamplona y la Escolanía del SS. Corazón de María de San Sebastián.
El concierto escuchado este viernes supone, por tanto, no solo la recuperación del frustrado recuerdo a esa señalada efeméride, sino también la reconfortante señal de estar dejando atrás lo peor de la pesadilla pandémica (no nos engañemos, el virus sigue ahí, pero gracias a Dios el daño que causa no tiene comparación con el cataclismo vivido entonces). Para añadir a lo especial del evento, y en otro orden de cosas, el concierto suponía también el homenaje, llegado el momento de su jubilación, a la flautista Juana Guillem Piqueras y al violonchelista José María Mañero Medina. Asistió, algo nada habitual (quien suscribe jamás la había visto por allí) la vicepresidenta Yolanda Díaz.
La obra misma, en fin, es también algo especial. La descomunal dimensión del contingente requerido obliga a un despliegue logístico de enorme calado, y gobernarlo con solidez y empaste desde el podio es un reto para cualquier batuta. La inusual extensión de la ficha del concierto da ya una idea, pero completemos la descripción con algunos detalles. La “gran orquesta” que Mahler menciona (con estas palabras) en la partitura, incluye, entre otras cosas, hasta 8 trompas, 8 trompetas -4 fuera de escena, en esta ocasión situadas en el extremo superior del lateral izquierdo del primer anfiteatro – y 7 trombones -tres fuera de escena, que ocuparon el extremo superior del lateral derecho del primer anfiteatro-, y que como complementos incluye, además de las más habituales arpas y el órgano, piano, celesta y hasta armonio; por su parte, a nivel coral hay que contar dos coros mixtos, coro de niños y ocho solistas; los coros ocuparon las localidades habituales y las tribunas traseras de segundo anfiteatro, a ambos lados del órgano).
Es, además, de esas obras cuya imponente grandeza gana especialmente con la experiencia en vivo. Alejada del dramatismo de la Sexta y del desolado dolor de la Novena, la Octava, estructurada en dos partes, es, como reconocía el propio Mahler, difícil de describir con palabras. Es pertinente la afirmación de Ramón Puchades, en sus notas, de “una apoteosis mística que conjuga las ideas platónicas del «Eros creador» con los anhelos universales del ser humano: el saber sin límites, el conocimiento de la verdad, la esencia misma de la vida que aspira a las más altas cimas del espíritu: la inmortalidad.” En efecto, una singular fusión de religión y humanismo, de anhelo y esperanza. Aunque pueda parecer a priori que el himno latino medieval de Pentecostés Veni Creator Spiritus que centra la primera parte tiene poco que ver con la escena final del Fausto de Goethe que ocupa la segunda, lo cierto es que hay, en tanto que expresión de confianza en el espíritu humano, consistencia en el discurso, reforzada por la conexión de esas tres notas iniciales del himno latino (mi bemol – si bemol – la bemol) que reaparecen además tanto en el clímax de la primera parte como en el apabullante final de la segunda.
El comienzo del Veni Creator ya permitió anticipar lo que vendría después. Afkham, siempre con su mando firme y claro, se lanzó con decisión a una interpretación que no dudaba en su afirmativa exaltación, pero que no se dejaba ganar por la vacua grandilocuencia ni por el exceso decibélico. Naturalmente había opulencia sonora: la propia obra la demanda. No son mil (a Mahler no le gustaba nada el término) pero sí son muchísimos, y se nota. El maestro cuidó siempre claridad de planos, frenó cuando procedía a los coros para no llegar al exceso o la estridencia (la escritura de Mahler es, en más de un momento, inclemente de tesitura para sopranos, también para los solistas) y construyó el edificio con su solidez de criterio habitual.
Ese centro de gravedad de la primera parte que es el Accende lumen sensibus llegó de manera imponente, estupendamente empastado por Afkham y sus coros y orquesta en un ataque, como el inicial, de rotunda determinación. Tremendo igualmente el Hostem repellas, si acaso uno de los momentos en que los coros (con toda lógica) se vieron algo más apurados arriba. Estupendo el coro juvenil Antara Korai en el Gloria Patri Domino. Afkham culminó esta primera parte con un final tremendo, lleno de grandeza e intensidad y brillantemente traducido por todos.
Los solistas, ubicados en esta primera parte justo en la primera fila del coro, defendieron con notable solvencia sus partes, con especial mérito para la soprano Sarah Wegener, cuya parte es sometida por Mahler a demandas inclementes en el sobreagudo (que en más de una interpretación se saldan con gritos o notas no alcanzadas; no fue así en este caso, la Wegener salió bien airosa del empeño).
Tras una pausa breve (Afkham bajó del podio y concedió un breve respiro), la segunda parte se afrontó inicialmente desde un clima bien concebido de misteriosa serenidad, con la cuerda grave dibujando ese pizzicato ostinato, tan reiterado luego. Clima que fue machacado de manera inclemente (otra vez) por móviles y toses. Alguna de estas hubiera sido merecedora de que su autor hubiera recibido condena de prisión mayor. Los solistas, que habían abandonado el escenario en la breve pausa mencionada, hicieron su aparición para esta parte de manera individual y solo mientras su participación se demandaba, junto a Afkham. No sé si quizá hubiera podido evitarse tanta ida y venida, aunque en todo caso es algo menor, porque se resolvió perfectamente.
Estuvo notable el barítono José Antonio López en su breve cometido inicial, al igual que David Steffens en el suyo poco después. Afkham planteó con la deseable luminosidad la parte del Coro de Ángeles, de Niños bienaventurados y de Los ángeles más jóvenes. Las palabras “a conquistar el preciado tesoro del alma” adquirieron así todo su carácter de anhelo vivido con alegría. En su entrada inicial junto a estos coros, apenas pudo escucharse al tenor Simón O’Neill. Más perceptible fue su siguiente solo, ¡Alta soberana del mundo! En él se mostró correcto, pero algo justo de volumen y apurado en el agudo, con tendencia a la estridencia sobre las palabras “cuando tú nos mandas”. Fue precioso el pasaje orquestal anterior al siguiente coro (Tú, intangible señora), en el que Susanna Bernhard cantó muy bien, con presencia y buena expresión. Correctísimas Lehmkuhl y Coote en sus cometidos, y excelente Serena Sáenz, de bonita y muy bien manejada voz, en su papel de Mater Gloriosa, cantado justo delante de la consola del órgano.
El tramo final de la obra fue, de nuevo, admirablemente edificado desde el podio. Jubiloso y trascendente. Imponente y con carga emotiva, pero con la intensidad justa. La coda, con unos metales magníficos y la orquesta en plenitud, fue realmente impresionante, y se coronó con un éxito fue tan grande como merecido. Una estupenda Octava de Mahler que no solo pone un broche de oro a una excelente temporada, sino que además supone la confirmación, aunque no haga falta, de un par de cosas: la Nacional está muy arriba entre las orquestas europeas, incluyendo alguna que tiene mejor marketing pero ni mucho menos mejores prestaciones (la distancia entre esta Octava de Mahler y lo escuchado en Granada hace pocos días a la Filarmónica della Scala es, créanme, muy grande). Y su director titular, más de lo mismo. Una categoría que ya quisiera alguno de su generación con más marketing. Los músicos de la Nacional y su maestro, todos quienes hacen posible sus conciertos, tienen buenos motivos para sentirse orgullosos de lo conseguido, y buen estímulo para, en lo posible, continuar en esta envidiable línea de progresión. En el Festival de Granada podrán disfrutar en unos días con la Séptima del compositor bohemio, que hace poco escuchamos aquí y reseñamos desde estas líneas. Feliz verano a todos.
Rafael Ortega Basagoiti
(foto: Rafa Martín)