MADRID / 10&10 Danza plantea una obra sobre el suicidio
Madrid. Teatros del Canal (Sala negra). 28-IV-2022. Precipitados. Compañía 10&10 Danza Narváez, Runde, Sanz. Dirección, dramaturgia, escenografía, vestuario, espacio sonoro y video: Inés Narváez, Mónica Runde y Elisa Sanz. Luces: Bea FD. Música: Amós Blanco, F. Chopin, G. Fauré, M. Penella, G. B. Pergolesi, M. Runde y P. I. Chaikovski.
Precipitados es una dura y muy pulimentada creación de danza en la cual, sin embargo, no hay asperezas. El ambiente ha sido diseñado en un tipo de delicado sfumato, una previsión estilística que llega al diseño de la iluminación, el progresivo tono de adagio y de movimientos en ralentí, o sencillamente lentos y en la paleta de un vestuario que parece haber sido sumergido en agua de mar. 10&10 Danza, una agrupación histórica de la danza contemporánea española que ha renacido con fuerza, reclama así un puesto que le pertenece por derecho propio en nuestro magro y renqueante panorama.
El suicidio es el tema principal, pero hay en paralelo la sugerencia de otros argumentos afines, desbrozándose en medio de la lección de tinieblas o de viaje al inframundo. Esa especie de hades circunspecto está y ocupa la parte derecha del escenario. Es un hábitat independiente, no real, pero comunicado con el otro cuadrilátero, cubierto —y delimitado— por el espejado linóleo: la mayoría de la acción más dinámica sucede sobre esa superficie de fingida humedad. Dos escenarios —dos mundos— unidos en una catarsis paroxismal, en una lucha tantas veces silenciosa. ¿Somos justos al usar la palabra “huida”?
Los intérpretes encarnan a seres en caída abisal, derrochan tensión y tristeza. Buscan un asidero, discursean sobre sus dramas íntimos y finalmente, abandonan el torneo. Entonces son recibidos ritualmente en la zona oscura con una ceremonia de iniciación que se simboliza por el acto de desvestirse del agua (azules) y asumir unas prendas negras imprecisas en su brumoso estadio, que puede antojarse transitorio. Allí, donde el tiempo es otra cosa distinta, los que lucharon deambulan en una cierta paz de recapitulación. Cada uno rehace sus cuitas y esplendores, acaso realizan fantasías que en el otro plano se les negó. Esas estantiguas son tangentes a la acción central de lucha y angustia.
En el fondo del escenario, en un cielo nocturno, titilan unos puntos casi fugaces, discretos. En muchas culturas las almas o sus equivalentes etéreos devienen focos astrales; los hinduistas hablan de hogueras celestes, y en tiempos del lulismo volvió a retomarse la idea del brillo y frotación de las esferas. Es una poética de redención y de búsqueda de un tipo de acuerdo, sabiendo que, si está el suicidio por medio, eso es bastante improbable. No se ajustan las cuentas, sino al contrario.
La banda sonora, muy ecléctica, cumple una función a veces ambiental, otras de más protagonismo; luces de hielo y baile se imbrican con eficacia. No acierto a entender con qué propósito se elude la palabra “coreografía” en este trabajo. No es justo ni aceptable, pues es precisamente el fraseo coréutico lo que da vuelo y sentido último a la obra. Es la espuria lucha de los dramaturgos metiendo la cuchara en plato ajeno. El bailarín Alberto Almazán destaca con justicia en su solo final. Por su parte, Mónica Runde apoya ese criterio de que siempre, y a favor, la madurez es un grado. Su papel está lleno de claves simbólicas, desde romper la barrera entre los dos mundo -una especie de médium- hasta de fungir como psicopompo ritual, conduciendo a los artistas de una sima a otro abismo.
Roger Salas
(Foto: Paco Lorente)
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