Luca Ciammarughi: “Para los pianistas soviéticos, el arte fue un espacio de libertad interior”

El pianista Luca Ciammarughi ha destacado como uno de los más interesantes divulgadores de su instrumento tanto en el ámbito interpretativo como musicológico. Responsable del programa radiofónico Il pianista, es autor de diversos ensayos entre los que El piano soviético despunta por su envergadura y ambición. El libro reconstruye de manera sistemática la relación entre los pianistas clásicos y el régimen soviético desde la Revolución de Octubre hasta la caída del Muro de Berlín.
La etiqueta de “piano soviético” se aplica a un conjunto muy heterogéneo de artistas y sensibilidades. ¿Existe un denominador común que, más allá de las diferencias individuales, puede ayudarnos a definir los rasgos más destacados de estos setenta años de historia musical?
En mi opinión, hay dos hilos conductores, uno más material, el otro más espiritual, conectados entre sí. El primero consiste en el desarrollo de un estilo pianístico que desde el punto de vista corporal es ‘total’, es decir, involucra todo el cuerpo del pianista y no sólo los dedos y la muñeca, como suele ocurrir en las escuelas occidentales, más analíticas. El segundo motivo conductor se refiere a la importancia que todos estos pianistas concedieron a su arte: no sólo era un oficio, sino una dimensión totalizadora y salvadora. El piano fue para ellos la posibilidad de crear una libertad interior que contrarrestara las privaciones existenciales impuestas por el régimen.
Dedica el libro a un pianista poco conocido en España, Yuri Egorov, también protagonista de uno de los capítulos.
Yuri Egorov es extraordinariamente fascinante porque representa el diálogo perfecto entre Oriente y Occidente, y la tensión artística resultante. Homosexual, percibió que en la Rusia soviética tendría una vida de frustración y persecución. Huyó a Italia y luego se estableció en Ámsterdam, una ciudad que representaba el emblema de las libertades occidentales. En Egorov percibimos el conflicto entre las llamadas atávicas de la espiritualidad rusa y la intoxicación de la sensualidad experimentada en Europa en la década de 1970, así como en Nueva York o San Francisco. Lamentablemente, Egorov murió a causa del SIDA, pero su legado discográfico es todavía un testimonio valioso que no se ve afectado en modo alguno por los años transcurridos. Paradójicamente, a diferencia de lo que ocurría en su vida, en su música la vertiente rusa encarnaba lo irracional y lo patético, mientras que el lado occidental le empujaba hacia el logos y la filología.
Uno de los nudos cruciales que emerge en su libro es el papel ambivalente del régimen soviético. Por un lado, fue un gobierno cruel y dictatorial que aplastó a muchos artistas. Por otra parte, desarrolló un sistema que fue capaz de mejorar la educación musical y el amor por la cultura en el más alto grado. ¿Es posible conciliar estos dos aspectos?
Desde un punto de vista racional, creo que no. Para los políticos soviéticos, el arte era una forma de propaganda, como el deporte o la carrera espacial. La música se vivía, pues, como un culto a los héroes, que eran los ganadores de los concursos o los gigantes como Richter, Gilels u Oistrakh entre los violinistas. Pero hoy sabemos que incluso estos semidioses tuvieron profundas crisis y depresiones personales debido al conflicto entre las razones privadas y las ‘estatales’. Además, frente a un pequeño número de pianistas que triunfaron y cruzaron el telón de acero para llevar la bandera de la URSS a lo más alto, hubo un gran número de excelentes pianistas que permanecieron confinados en su propia tierra y que a veces fueron enviados a la periferia como ‘enemigos del pueblo’ por razones ajenas a su arte. Se cuidaba la educación musical porque los regímenes tienden a ser conservadores: en el caso de Rusia, el patrimonio del siglo XIX y la organización escolar creada por Lunacharski fueron la base de un sistema educativo muy bien diseñado, que todavía hoy da frutos.
Rudolf Nureyev es protagonista de un capítulo entero pese a tratarse de un bailarín. ¿A qué se debe esta decisión?
En primer lugar, al hecho de que la historia de la fuga parisina de Nureyev (la llamada ‘defección’) es mucho más conocida que la de los pianistas, y por ello puede representar para el lector novato un término de comparación, una especie de ‘piedra de toque’. Egorov, por ejemplo, puede ser considerado una especie de Nureyev del piano: sus vicisitudes son muy parecidas. Pero hay otro componente importante: Nureyev, que por cierto tocaba muy bien el piano y tenía una sensibilidad musical no inferior a la puramente dancística, tuvo intuiciones fundamentales también para nosotros los músicos. Por ejemplo, afirmó que en Occidente “el bailarín aprende a controlar cada parte de su cuerpo por separado”, mientras que en Rusia “el más mínimo movimiento de una pierna debe vibrar a través del cuerpo para extenderse a los brazos, los hombros, el cuello, la cabeza e incluso los ojos”. Esta frase es una increíble lección para un músico occidental, que a menudo corre el riesgo de perder de vista la síntesis en nombre del culto al detalle.
¿Cuál fue, de entre los muchos casos de fuga a Occidente protagonizados por pianistas, el más atrevido?
Tal vez el de Nikita Magaloff. La suya era una antigua familia noble georgiana, que vivía en el corazón de San Petersburgo de manera principesca durante el periodo zarista. Tras la Revolución de Octubre y el saqueo de las casas de los ricos, a los Magaloff primero se les secuestraron los coches (un Mercedes y un Delaunay-Belleville) y luego una parte de su apartamento. Cuando se dieron cuenta de que sus vidas corrían peligro, los Magaloff huyeron por la noche, en trineo, a Finlandia, con un pequeño grupo de amigos aristócratas. Después de una hora de fuga, tuvieron que volver atrás porque se habían olvidado las joyas, lo que les permitiría sobrevivir como refugiados. Parece la escena de una película.
El piano soviético tuvo grandes solistas, pero también grandes maestros. El rey indiscutible en este campo fue Heinrich Neuhaus, profesor de Richter, Gilels y muchos otros. ¿Cuáles eran los fundamentos de su enseñanza?
Por suerte, Neuhaus ha dejado escritos los fundamentos de su enseñanza en su libro El arte del piano. Por ejemplo, desde el punto de vista técnico, el hecho de que los dedos sean pilares que soportan un peso más que unos pistones. Su concepción técnica es muy fisiológica y no corresponde a la idea de forjar pianistas-atletas con eficacia infalible. En esto era atípico: el mundo soviético a menudo empujaba hacia una especie de ‘mecanización’ de la existencia, algo que Neuhaus aborrecía. De hecho, según los testimonios de la época, el secreto de Neuhaus era otro: su carisma como hombre de cultura. Todo lo que tenía que hacer era entrar en el aula y los estudiantes ya podían percibir su aura. Era un anti-sistemático, estaba abierto a la complejidad y al misterio de la realidad, y por lo tanto era capaz de sacar algo diferente de cada estudiante.
Entre los gigantes del piano soviético, la personalidad de Emil Gilels ha permanecido un poco más en la sombra, quizás también por el carácter introvertido del artista. A la luz de lo que escribe, la etiqueta de virtuoso, de músico de una sola pieza, ciertamente le queda estrecha. ¿Quién fue realmente Gilels?
Un artista y hombre muy sensible, que tuvo que esconder su fragilidad detrás de la imagen de ‘héroe de estado’. El oyente superficial puede tener la impresión de que el último Gilels es menos perfecto y más lento en sus reflejos que el monstruoso y técnicamente inoxidable pianista de la primera época. De hecho, es precisamente en sus últimos años cuando Gilels nos entrega sus confesiones más íntimas, a veces incluso desgarradoras, como si finalmente hubiese decidido soltarse. La música, a diferencia de la palabra, no envía mensajes inequívocos, pero creo que detrás del estilo del ‘Gilels tardío’ también está el grito sofocado por lo que tuvo que soportar.
Entre las figuras que he descubierto gracias a su libro, una de las más extraordinarias me ha parecido la de Mariya Grinberg. ¿Puede hablarnos de esta pianista?
Mariya Grinberg fue una artista de excepcional envergadura, en mi opinión incluso superior a la más célebre Mariya Yudina. Fue la primera mujer que grabó la integral de las 32 sonatas de Beethoven, pero en Occidente su registro se ha conocido sólo hace unos años. Judía, hija de ‘enemigos del pueblo’ (su padre fue asesinado, al igual que su marido) fue excluida de los circuitos oficiales de los conciertos y empleada como pianista acompañante de ballets amateurs. Sólo después de la muerte de Stalin empezó a viajar al extranjero, y cuando su carrera empezó a despegar, un tumor cerebral se la llevó. En medio de todo esto, su pasión musical no se vio afectada en absoluto: el legado fonográfico es impresionante en cantidad y calidad. Además de Beethoven, sugiero que se la escuche en Bach, Mendelssohn y Schumann. Y también en compositores que se tocaban muy poco en Rusia en ese momento: Soler, Bizet, Vajnberg, Hindemith, Lutoslawski y muchos más.
Algunos de los pianistas de los que usted habla, los ha escuchado y los ha conocido en persona. ¿Cuál de ellos le ha impresionado más y por qué?
Citaré a dos, aunque la lista sería larga: Lazar Berman y Grigory Sokolov. Escuché a Berman en los 90, cuando era niño: a él le escuché por primera vez la Sonata D 960 de Schubert: quedé impresionado por el misticismo con el que este gran gigante gentil articuló la divina longitud de Schubert. Otro recuerdo imborrable se refiere a Sokolov, y en particular a sus interpretaciones de William Byrd y Jean-Philippe Rameau, que escuché en la Sala Verdi del Conservatorio de Milán. Hoy en día este repertorio es más habitual, pero alrededor del año 2000 casi nadie tocaba esa maravillosa música en el piano. Sokolov me abrió un mundo.
En las páginas de este y de otros libros suyos emerge su amor por Schubert, especialmente por las últimas sonatas. ¿Qué representa este compositor para usted?
Me encanta en Schubert la compenetración total entre la carnalidad y el vuelo del espíritu. A veces uno puede tener la impresión de que en él cuerpo y alma están divididos, pero en realidad son las dos caras de la misma moneda. También me fascina la historia personal de Schubert, su aparente fragilidad, pero en realidad su extraordinaria fuerza interior. Como dice Thrasyboulos Georgiades, se puede decir que fue el primer gran compositor independiente de la historia. Su Wanderung artística, y también el hecho de que dejara muchas obras sin terminar o en un estado fragmentario, refleja una concepción del arte opuesta a la comercial, por desgracia demasiado presente en nuestros tiempos. Schubert fue un mal promotor de sí mismo, pero el juicio de la posteridad es inequívoco: fue un genio, en cierto modo no inferior a Beethoven en mi opinión.
Entre los pianistas rusos crecidos en la era postsoviética y que han salido a la luz en los últimos veinte años, ¿quiénes son en su opinión los más interesantes?
El que más me fascina es Daniil Trifonov, por el pathos dionisíaco que consigue transmitir en directo, sin perder nunca el control del instrumento. Debe ser escuchado en vivo, es imposible juzgarle en disco. También tengo en gran estima a figuras como Alexander Gavrylyuk, Evgeny Sudbin, Alexander Romanovsky, Ekaterina Derzhavina o Zlata Chochieva.
Stefano Russomanno