Los ídolos de Bacon en la ciudad fantasma
No respetamos nada, ay. En uno de esos diarios digitales en que se refugia la caverna y, de manera excepcional, algún que otro periodista rebelde, una de sus firmas pide que nos salve de la plaga a alguien que se empeñaba en privatizar la sanidad y de la que dependen los geriátricos en que morimos los viejitos: protégenos, escribía el tipo (¿lo hará gratis?). Como diría mucha gente: con un par. O como diría otro: hipócrita es el que quiere engañar a Dios.
La caverna parece abundante, pero en realidad tiene sus límites, y tiene más divisiones que la ingenuidad o la arrogancia progresistas. Los ídolos de la caverna, sin embargo, están muy adentro, son los menos propicios a cualquier luz. Los ídolos de la tribu, entre nosotros, compiten con los de la caverna, de manera que cada caverna tiene su bandera, y cada bandera “marca tribu”; y tiene su exhaustiva relación de excluidos, más una pequeña relación de cómplices, colegas, compinches, sicarios, obispos: una nómina. Si la patria existe, todo está permitido (si, además, existe Dios, más aún: es imprescindible aliarse con Él). Si la patria solo es inventada y hay que establecerla, eso que estaba permitido es ahora obligatorio, y si no tenemos obispo, lo inventamos también.
Los ídolos del mercado, por su parte, se valen de lo imprescindible del mercado mismo para ampliar lo patógeno de los virus que le son propios: las palabras. Las palabras son humanas. Y, según un personaje de Dostoievski, el hombre se diferencia de los animales en que sabe mentir. De manera que el logos que nos haría libres sirve para alimentar la tribu y, descendiendo un poquito, los de la caverna. Solo que no basta con mentir, hay que atizar el rebaño de la recua, la tribu.
Me duele que Bacon pusiera al teatro como fuente de ídolos (idola: imágenes; luego, fantasmas; luego, prejuicios, nociones falsas) que servían para el engaño, cuando el engaño está en conseguir que la tribu se adueñe de todo, sirviéndose de la caverna en sentimientos imprescindibles como el odio, y del mercado en instrumentos imprescindibles como la mentira. Pero acabo por comprenderlo, puesto que en tiempos de Bacon y de Lord Chandos (recordemos a Hafmannthal y la impotencia de la palabra y el concepto) no había medios de comunicación; solo el teatro. Me duele como persona vinculada en parte al teatro (solo en parte, también nuestro teatro tiene algo de tribu con cancerbero a la entrada) que no miente, aunque esté trufada de mentirosos que se mienten a sí mismos, no necesariamente al público; porque lo hacen mucho mejor los rivales que desde hace tiempo marginaron y casi anularon al teatro: los audiovisuales y la red.
El teatro es como la narrativa que invocaba Louis Aragon, el mentir-vrai. El comediante y el texto cuentan una historia, dan cuerpo a un conflicto, lo desarrollan, lo llevan a crisis, lo concluyen. Pero no te engañan, no te dicen que son verdad. Si acaso, trasunto. Somos comediantes, yo no soy rey y mi corona es de cartón con barniz dorado.
Finalmente están los Ídolos que inmigraron a los ánimos de los hombres desde los diferentes dogmas de las filosofías y también a partir de las perversas leyes de las demostraciones, a los cuales denominamos Ídolos del Teatro, puesto que cuantas filosofías se han recibido e inventado pensamos que son otras tantas fábulas compuestas y representadas en las cuales se forjaron mundos ficticios y teatrales. Y no hablamos tan sólo de las filosofías y sectas actuales o antiguas, puesto que pueden componerse y combinarse otras muchas fábulas de este tipo. Ciertamente: las causas de errores completamente diferentes son, sin embargo, casi idénticas. (Edición de Miguel A. Granada).
Nos tranquiliza usted, M. Bacon (a usted alguna vez se la atribuyó la escritura de las piezas de Shakespeare). Si no me equivoco, dice teatro como podía decir podio, púlpito. Hoy diría tv, influencer, cosas así. Después de todo, mi gremio queda libre de esa culpa, ya tiene las propias. Ay, gremio mío, corro a salvarte, no me esquives tanto, en rigor me necesitas.
A veces en el teatro hay tentaciones de ceremonial religioso, cuando no es lo suyo (diría yo). A veces el teatro pretende darnos sustos, cuando sus rivales lo hacen mejor (creo yo). O se pretende magia, cuando la magia está en otra parte (¿o no?). Hace unos días invoqué el espíritu del loco genial, pero loco al fin, que fue Antonin Artaud. Para él, el teatro era lo contrario de la dispersión de la palabra, de la noticia falsa, de la alienación. Era algo verdaderamente amenazador. Era como la peste:
Si el teatro esencial es como la peste no es porque sea contagioso, sino porque, como la peste, es revelación, es poner de relieve, en empujar al exterior un fondo de crueldad latente por la cual se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades per versas del espíritu. / Como la peste, es el momento del mal, el triunfo de las fuerzas negras, que una fuerza más profunda aún alimenta hasta la extensión.
Caramba, M. Artaud. Usted escribía esto en vísperas de la gran catástrofe, la segunda guerra, cuando el virus bélico ya circulaba por Asia: Japón, China, Rusia. A continuación de esto, de todas maneras, evocaba usted una pieza isabelina que contenía uno de sus temas predilectos, el incesto. Era el drama de John Ford que usted titula Annabella (c. 1630). Pero a usted le gustaba más aún Los Cenci, como hemos visto en un número reciente de esta revista.
La locura, sí, debe de ser un exceso de subjetividad. Pero aquí, en la ciudad fantasma, los ídolos de Bacon se hacen pequeños y la peste se engalana de manera que usted no podría ni creerlo. No por ostentosa, sino por humildad obligada. Su subjetividad, M. Artaud, recibiría un buen shock, un shock a lo Walter Benjamin. Que tiene más de epifanía que de trauma.
Como usted sin duda supo, una cosa es la peste y otra la catástrofe de eso que una imbécil dijo que no existía, la sociedad (le pagaban por decirlo, creo). Sociedad es el montón de gente que forma parte del tejido productivo o depende de él. Sin tejido no hay sociedad civil, y entonces no hay libertades. El sueño de los Putin y otros cronnies. La catástrofe es el final de la tragedia, según la Poética. Y ahí tendremos la pena y ahí estará la catarsis.
Si la peste es proterva, M. Artaud, los ídolos del teatro no son después de todo tan maléficos o mendaces. El teatro calla cuando la peste avanza, sépalo usted; hoy, al menos. Y los ídolos del teatro son los de la música, que también calla. Por desdicha, ambos callan. Los otros ídolos trampean, tratan de tomar la ciudadela. Quieren engañar a Dios.
En estos momentos, los ídolos de Bacon ni siquiera pasean por el callejón del gato.
Santiago Martín Bermúdez
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