Los gustos de un genio
Genio, palabra germánica y oscura según la adjetiva Borges, es un vocablo impreciso que suele enunciarse confiando en su entonación más que en su precisión semántica, es decir: en su efecto emotivo. Se acostumbra asociarla con una personalidad eminente, alguien que está en la cima de todo y por encima de todos, o para señalar a un extravagante, un sujeto de reacciones singulares, imprevisibles. Voy a acotar por mi cuenta y refiriéndome a una figura tan conocida como el pianista canadiense Glenn Gould.
Lo considero genial no por sus cualidades técnicas y su solvente lectura, ya que ambas se pueden adscribir a tradiciones y enseñanzas. Mejor dicho: aprendizajes. Lo genial de Gould es su actitud: tocar como si nadie lo hubiese hecho antes que él. Es una postura poética, pues poeta es quien enfrenta las palabras como si fueran flamantes, inéditas. Esto se advierte en la selección de su repertorio, dejando de lado sus piruetas gimnásticas, como poner en el atril la partitura para voces, coro y orquesta de Los maestros cantores de Núremberg y descifrarla sobre el teclado. De ahí no pasa la cosa.
Gould se ha recostado ampliamente en clásicos y románticos pero se adentró en la vanguardia atonal y la explicó verbalmente. Siempre hay que aislar su discurso crítico de su tarea como intérprete pero en el caso de las vanguardias la perorata es pertinente porque ellas han actuado antes como manifiesto que como obra puntual: un folleto o un volumen de doctrina antes que una mera sonata.
El recorrido gouldiano es inverso. Una vez situado ante Von Webern, por ejemplo, meterse en otros autores y rescatarlos para la forja de una avanzada. Y aquí lo genial gouldiano vuelve a actuar. Se trata de encararse con unos compositores aparentemente académicos, tradicionalistas y consabidos. Entonces ¿cercanos a las vanguardias Bizet y Sibelius? Pue sí. Bizet recurrió a la pedalera, convirtiendo el piano en un híbrido de tal con órgano. En cuanto al finlandés, Gould lo examina en tanto disoluto de formas aunque severamente apegado al sistema armónico tonal.
En estos confines es pertinente apelar al asunto del gusto. A nuestro canadiense le gustaban Bizet y Sibelius, tanto como no le gustaba Mozart porque, según solía decir, sólo había escrito para la mano derecha y se había olvidado de la otra. Lo que en cualquier evento estético es el radical fenómeno que consiste en decir si esto me gusta o no me gusta. Desde luego, con esto no basta para llegar a la obra de arte, que es un objeto, en tanto el gusto es fatalmente subjetivo porque hace a lo más subjetivo de nuestra condición, que es el cuerpo. De ahí que sea tan oscura la genialidad como quiere Borges, porque nace en la inmediatez corporal de cada quien, como cuando se trata de saborear una comida u olfatear un perfume y declarar un gusto. Mi gusto, el tuyo, el suyo. En el caso de Gould, el gusto se transformó en evento artístico cuando se consiguió la suprema síntesis simbólica de lo intransferible subjetivo individual a lo comunicable objetivo universal. Esto suena pedante y algo terrorista per cabe eludirlo sentándose a escuchar a Gould cuanto toca, por ejemplo, a Bizet y a Sibelius.
Blas Matamoro