Los fantasmas de Bach con un violín
“Realmente no es posible tocar una fuga en tres partes continuas en el violín; pero a fuerza de dobles cuerdas y de esquivar la melodía de acá para allá, puedes conseguir al menos evocar su horrible fantasma”. Con estas palabras teñidas de ironía resumió George Bernard Shaw (alias Corno di Bassetto), el 28 de febrero de 1890, y dentro de las páginas de The Star, el principal problema interpretativo del ciclo de Sonatas y Partitas para violín solo, BWV 1001-1006, de Johann Sebastian Bach.
El autor de Pigmalión había escuchado a Joseph Joachim cuatro días atrás, tocando la Sonata núm. 3 en do mayor, BWV 1005, y no dudó en triturar con palabras su interpretación de la fuga de esa obra: “Joachim rascó frenéticamente, haciendo tal sonido que cualquier intento de rallar una nuez moscada en la suela de una bota se habría escuchado como la cuerda de un arpa eólica. Las notas suficientemente musicales como para tener un tono perceptible estaban, por lo general, desafinadas. Fue horrible; ¡abominable! De haber sido un intérprete desconocido, presentando a un compositor ignoto, no habría salido con vida”.
Está claro que, en los movimientos polifónicos del ciclo bachiano para violín solo (especialmente en las tres fugas y la famosa Ciaccona), no es posible tocar con precisión, y de principio a fin, tres notas al mismo tiempo. No hay más remedio que partirlas o arpegiarlas. Y se trata de algo perfectamente normal si consideramos que la notación redactada por Bach en el siglo XVIII era una simple instrucción. Pero el “positivismo musical” que se instaló desde los años centrales del siglo XIX, y que coincidió con la recuperación de su obra completa tras la fundación de la Bach Gesellschaft, consideró sus pentagramas como la documentación exacta de una interpretación. Así continuó, en adelante, con el ascenso de la Neue Sachlichkeit o nueva objetividad en el siglo XX.
Martin Elste aborda este problema en su fundamental monografía sobre los hitos fonográficos de la interpretación bachiana, Meilensteine der Bach-Interpretation 1750-2000. Eine Werkgeschichte im Wandel (Bärenreiter Verlag, 1999). Y lo hace desde el falso “arco de Bach” hasta las recientes interpretaciones historicistas con violín barroco. Abre el fuego con la disparatada solución planteada por Albert Schweitzer, a comienzos del siglo XX, de evocar el sonido del órgano con un violín por medio de un arco curvo que modificaba la tensión de sus crines para abarcar más de dos cuerdas al mismo tiempo. En realidad, el origen de esta idea fue publicada por Arnold Schering en el primer número del Bach-Jahrbuch, en 1904. Y tuvo su primera materialización, en 1928, en el arco que hizo construir el concertino del Staatstheater de Kassel, Rolph Schroeder, a partir de los escritos de Schweitzer. Schroeder acompañó a Schweitzer para ilustrar sus ideas en varias conferencias, a comienzos de los años treinta. Y llegó a culminar su defensa de aquella teoría con una grabación completa del ciclo bachiano, en 1952, para Columbia.
Pero mucho más famosa fue la grabación de 1954, en Decca, de Emil Telmányi. Este violinista húngaro había probado el arco de Schroeder a comienzos de los cincuenta y lo encontró bastante endeble. Por esa razón encargó al luthier danés Knud Vesterggard la construcción de otro arco curvo más sólido que se adaptase a la moderna forma de tocar el instrumento. El resultado fue el llamado Arco Bach “Vega” cuyo sonido resultaba más poderoso e intenso que el producido por el arco moderno habitual y que el violinista combinó con la colocación de un puente algo más plano para facilitar los pasajes polifónicos.
En esas condiciones, la referida fuga de la Sonata núm. 3 suena con el violín de Telmányi casi como un acordeón, carente de toda fluidez y direccionalidad. Tampoco resulta menos problemático ese movimiento en las grabaciones con violín barroco, en donde el discurso contrapuntístico se revela generalmente forzado y lleno de escollos técnicos. Elste alude a la inflexible interpretación de Sigiswald Kuijken (Deutsche Harmonia Mundi, 1990), aunque también comenta el estilo reservado de Monica Huggett (Virgin, 1997) que convierte al violín en un instrumento todavía más pequeño de lo que es. Esta última tendencia, de sonido diminuto y una elegante articulación, ha sido la que más se ha generalizado entre las interpretaciones con un instrumento de época, como podemos comprobar en la exitosa grabación de Amandine Beyer (Zig Zag, 2013).
Sorprende la ausencia en el libro de Elste de la pionera grabación del violinista rumano Sergiu Luca (Nonesuch, 1977) cuyo equilibrio y fluidez, a medio camino entre el violín moderno y el instrumento de época, sigue sonando todavía interesante hoy. Y especialmente cuando para este discólogo alemán la primera grabación de Thomas Zehetmair, donde combina el violín moderno con elementos de la estética históricamente informada relacionada con su colaboración con Nikolaus Harnoncourt y su Concentus Musicus Wien, como la opción más convincente. Pero no nos adelantemos.
Mucho antes del “arco de Bach”, las soluciones decimonónicas habían propuesto la adicción de un discreto acompañamiento pianístico a esta música para violín solo para su interpretación dentro de una sala de conciertos. Fue algo que inició Mendelssohn, en Leipzig, y que continuó Schumann con un acompañamiento para el ciclo completo, que redactó entre 1852 y 1853. En la referida fuga de la BWV 1005 esa intervención pianística se limita tan sólo a un sencillo refuerzo armónico para fortalecer el discurrir contrapuntístico. También surgieron en estos años las primeras ediciones de intérprete o Interpretationsausgabe, donde la notación de Bach se adaptaba a las verdaderas posibilidades del instrumento, como lo demuestra la publicada por Ferdinand David, en 1843, en la editorial Kistner de Leipzig.
Pero todo cambió en la historia interpretativa de esta música por influencia de un joven violinista llamado Yehudi Menuhin. Él fue no sólo el primero que grabó el ciclo completo, entre 1933 y 1936 (Warner Music), sino también quien estableció su estándar sonoro para los siguientes cincuenta años. Un niño prodigio que empezó registrando, con tan sólo trece años (Naxos, 1929), una asombrosa versión de la problemática Sonata núm. 3 con tono claro y uniforme, tempo estable y unvibrato medido donde se evitaba cualquier atisbo de portamento.
Todas las grandes versiones venideras, como los famosos registros de Arthur Grumiaux (Philips, 1961) y de Nathan Milstein (Deutsche Grammophon, 1975), tomaron en consideración sus ideas. Pero, tal como indicamos, Elste destaca la grabación de Thomas Zehetmair (Teldec/Warner, 1982), como avanzadilla de una ideal tercera vía. Este violinista (y ahora también director de orquesta) nacido en Salzburgo hace 60 años no reniega de la estética tradicional del violín, pero la somete con una exquisita musicalidad a los principios tímbricos de la escuela de Harnoncourt. Su elocuencia le permite encontrar soluciones musicales más que convincentes para las tres fugas, aunque no así para la Ciaccona. En su grabación escuchamos un sonido pleno del instrumento, pero donde el virtuosismo convive con una inmensa paleta agógica y dinámica que ejemplifica a la perfección su versión de la fuga de la Sonata núm. 3.
Zehetmair ha revisitado el ciclo bachiano hace pocos años (ECM, 2016), pero ahora con violín barroco y toda la sabiduría virtuosística en sus dedos del instrumento moderno. En esta ocasión, su interpretación de la fuga de la Sonata núm. 3 es una referencia. Añade a su forma de tocar esa elegancia en la articulación que resulta tan atractiva en un instrumento de época, aquí además dentro del entorno sonoro reverberante que es seña de identidad del sello de Manfred Eicher, pero sin perder la sólida base adquirida después de tocar tanto tiempo esta música con su Stradivarius “Falmouth”, en los ochenta y noventa.
Ese Stradivarius, construido en torno a 1692, pasó a finales de los noventa a manos de Leonidas Kavakos. Y el violinista griego grabó con él su primera incursión parcial en la música para violín solo de Bach, en 2002, también en el sello ECM. Un disco donde combinó la música para violín y piano de Stravinsky, acompañada por Péter Nagy, con la primera partita y sonata de Bach. Pero de esa solidez un tanto rígida ha pasado, en la integral que acaba de lanzar Sony, a una lectura que ahonda en la exitosa tercera vía de Zehetmair.
En 2017, Kavakos pasó de un Stradivarius temprano a otro tardío, como el “Willemotte”, de 1734, que el constructor cremonés realizó con 90 años. Y quizá este instrumento le ha ayudado a madurar su incursión en esta música que ahora combina con una variada paleta de golpes de arco y detalles ornamentales cercanos a la interpretación históricamente informada. Concretamente, en la fuga de la Sonata núm. 3, Kavakos apuesta por una lectura admirablemente fluida y bien trazada a nivel contrapuntístico, pero también más austera en relación con las fugas de las dos sonatas anteriores. Con el tiempo quizá termine colocando en su barbilla un violín barroco, como ha hecho Zehetmair, para seguir ahondando en el espíritu de esta música infinita.
Pablo L. Rodríguez