Los Encuentros de Pamplona 72-22: ¿la anacrusa de un proyecto artístico serio?
Durante las dos semanas que han durado los Encuentros de Pamplona 72-22, las calles de la capital navarra se han llenado de memoria. En el cruce entre las avenidas de Carlos III y Roncesvalles podía escucharse al Colectivo E7.2 —cuyo nombre alude a los Encuentros originales del ’72, pero también con ese “.2” que llama a las “segundas partes”— lanzando irrintzis a bordo de unas Cajas a la deriva que eran arrastradas espontáneamente por aquellos transeúntes que veían su “paseo interrumpido”. En el Paseo de Sarasate, donde Lugán instaló en su día aquellas cien cabinas de teléfono, apareció una misteriosa Isla de escombros que se iluminaba cada atardecer con la ayuda de quienes se acercaban a alzar una farola. La compañía Baro d’evel representaba Là (en francés “aquí”, “allí”, “ahora” o “entonces”) sobre el escenario del Teatro Gayarre; medio siglo antes tenía lugar allí mismo un Concierto Zaj. Un “murmullo” de abejas —una fantástica instalación sonora de Xabier Erkizia (Lesaka, 1975)— recibía y despedía a los asistentes de cada uno de los diálogos y conciertos organizados en Baluarte; afuera, los niños jugaban construyendo laberintos con las pacas de paja repartidas por aquella misma plaza donde en su momento se encontraban las cúpulas neumáticas de Prada Poole a las que el cartel de estos nuevos Encuentros, diseñado por Frederic Amat (Barcelona, 1952), aludía directamente.
Todas estas propuestas y muchas otras no hacían sino poner de manifiesto la fisionomía de una ciudad que hoy, cincuenta años después de aquel extraño evento que en la recta final de la dictadura franquista “sacudió” a sus habitantes, está completamente transformada. Pero no sólo Pamplona o España: el mundo que habitamos hoy es, en todos los aspectos, si bien no menos complejo, sí sustancialmente distinto al de entonces, y, como tal, las preguntas que en esta ocasión debían formularse habían de serlo también.
De acuerdo con esta idea, el programa diseñado por Ramón Andrés (Pamplona, 1955) para estos Encuentros estuvo caracterizado por al menos dos tipos de “encuentros”. En primer lugar, se trataba de un encuentro intergeneracional. Cada uno de los diferentes bloques temáticos contaba con la presencia de algunos nombres internacionales consagrados, pero también había una presencia muy significativa de figuras mucho más jóvenes. En el apartado musical, la gran “estrella” del cartel fue, sin duda, Salvatore Sciarrino (Palermo, 1947) —hubo, de hecho, varias excursiones de alumnos de Composición desde diversos puntos del país para asistir a su intervención y al posterior concierto L’opera per flauto a cargo de Matteo Cesari (Bolonia, 1985)—, pero junto a él presentaron obras otros compositores treintañeros como Irene Galindo (Granada, 1985) o Fabià Santcovsky (Barcelona, 1989) —quien, además, participó en un diálogo con la mexicana Hilda Paredes (Tehuacán, 1957)—, interpretadas por el Colectivo E7.2, presente en muchas de las actividades dentro y fuera de Baluarte.
Y, en segundo lugar, el que es el “encuentro” más obvio: el interdisciplinar. No sólo porque una buena parte de las propuestas artísticas tenía un carácter híbrido o intermedia, sino porque, desde todos los ángulos, aquello era, ante todo, un intento de generar un intercambio de ideas; de reafirmar que, como apuntaba Juanjo Eslava (Gijón, 1970) en una conversación, “es muy importante que las artes escénicas y la música en particular estén mano a mano con el pensamiento, con la reflexión y con todos esos otros campos que en los Encuentros se han dado cita, y que nos demos un espacio para respirar, pensar y decidir qué hacer”. Sería un error, por esto mismo, entender la recuperación de este evento como una celebración marcada por algún tipo de nostalgia. Mucho más inteligente sería, en mi opinión, verlos como un punto de partida para abordar, de una vez por todas, la pregunta por algo tan necesario y urgente en nuestro país como es un proyecto artístico serio.
En la pieza de Eslava, de cerca (2022), la acción sobre el instrumento se iniciaba cuando Lluïsa Espigolé (Barcelona, 1981) arrastraba la silla, y con ello no estaba sino marcando una anacrusa. Era el “antes de”: antes del instrumento, sentémonos (a pensar). Lo que Ramón Andrés ha planteado no es, en realidad, sino esa misma anacrusa o, quizá mejor, un calderón, una fermata, para pensar la complejidad del momento que nos envuelve antes de continuar; una pausa para plantear cuál va a ser la acción que vamos a tomar, para después llevarla a cabo. Esto exige, evidentemente, un compromiso férreo de las instituciones. Pero, ¡ojo! De nada habrá servido gastarse tanto dinero si este “respirar” no tiene una proyección. De no ser así, será una traición.
Jesús Castañer