Lenin apasionado
En su biografía de Lenin, recuerda Louis Fischer que, en cierta ocasión, el líder bolchevique, tras haber escuchado la Appassionata de Beethoven, dijo, palabras más o menos, que no podía escuchar música con demasiada frecuencia porque lo ponía amable y estúpido, con ganas de acariciar la cabeza de la gente. Hasta aquí la vivencia. Luego lanzó la conclusión política: en tiempos revolucionarios hay que golpear sin piedad esa cabeza. ¿Castigo, remoción de las ideas, estímulo de la atención para entregarse a Beethoven o rechazarlo?
Hay algo confesional en esta escena, pues el camarada Ilich admite la honda eficacia del arte sonoro, capaz de ordenar sentimientos hacia el prójimo –ser amable es manifestar amor– y a la vez inspirar pensamientos estúpidos. Pero también hay algo pedagógico: aplicar la violencia física para paliar el poder de una sonata, al menos si viene de quien viene.
A veces se ha señalado la inconveniencia política y moral de la música. André Breton, comunista a ratos, prohibía a los suyos, los surrealistas alineados en vanguardia como una tropa, que la escucharan. Acaso el escritor, artesano de la palabra, veía peligroso un lenguaje sin semántica, desprovisto de significado. Lodovico Settembrini, el personaje de La montaña mágica, previene a su discípulo Hans Castorp acerca de la delicuescencia musical, una experiencia que disuelve al sujeto y lo vuelve inerte, abúlico, contemplativo y, en consecuencia, incapaz de encaminar éticamente sus actos. En otra novela de Thomas Mann, Doktor Faustus, el protagonista es un músico que se cree endemoniado.
Se ve un posible conflicto entre la música y la moral o la política, disciplinas que tienen que ver con las normas de vida. Desde ellas es posible regular y hasta reprimir y castigar al músico por esa flojedad o carencia de normas, por lo que, radicalmente, significa la palabra anormal. Pero asimismo cabe observar que saltarse alguna norma puede ser un ejercicio de libertad y una inspección de lo indeterminado, algo productivo, cuando no creador, si se admite el énfasis.
Los regímenes autoritarios –el soviético es un nutrido ejemplo– han intentado normalizar la creación musical. En aquel caso, para evitar el rapto sentimental del suceso leninista. En el ejemplo nazi, con el objeto de evitar que la música degenerada vulnerase la férrea voluntad del pueblo alemán, paladín de las razas superiores. En ambas situaciones, Shostakovich y Prokofiev, Hindemith y Berg, prefirieron la libertad. A lo largo de los siglos, Lenin y Beethoven vuelven a encontrarse para llevarse mal.
Blas Matamoro