Lamentos y baladas colombianas: ‘Mataron a mi papá’
Leí hace unos años esa novela que, valga la hipérbole, hemos leído todos: El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince [en la foto]. Con este breve y muy intenso libro no inauguraba Héctor un género, creo que ya existía sin saberse, pero el mundo le dejó por fin sitio para que se viera. Para que se viera bien tanto el fenómeno como el género literario que de repente se había establecido como tal, sin que nadie mediara. El género podríamos denominarlo de muchas maneras, pero no se me ocurre ninguna con tan solo una palabra. Lo llamaría Mataron a mi papá, y precisaría de un subtítulo que aclarase de lo que se trata: ‘narraciones colombianas’. Es posible que tenga mucho que ver la paz acordada, por precaria que sea (esto es, aunque no sea ‘total’). Pero el fenómeno está ahí.
Veamos cuatro títulos sobre el fenómeno. Son baladas, son narraciones, son cuentos en primera persona. Son lamentos, pero mucho más doloroso que los cantos del Renacimiento y el primer Barroco. Los tres primeros, son narrativa de quienes quedaron sin padre por asesinato. El cuarto elabora una mitología que puede ser comparable a la de García Márquez, pero con un personaje que podría ser pariente de Pedro Páramo. Suelen ser los paramilitares los que matan a papá, generalmente por una interpretación extensiva del comportamiento de la persona a asesinar, ajusticiar (valga, si quieren como sarcasmo, esta terminología jurídica: interpretación extensiva, esto es, no restrictiva de una norma)
Héctor Abad Faciolince: El olvido que seremos. Seix Barral y Alfaguara. Ampliamente conocida, y ahora inspiradora de una película dirigida por Fernando Trueba. Trata del asesinato de Héctor Abad Gómez, padre del narrador, a manos de fuerzas de ultraderecha. Su delito: ayudar a los pobres como médico, esto es, por ser un rojo: ¿es posible una interpretación más extensiva, habría que vigilarle la nuca a Cristo en Colombia? Hay otra novela, espléndida, de Héctor, La Oculta, en que se amplía la visión de una sociedad aherrojada por una banda organizada, bien pagada, amplia, defendida por un ejército paralelo, los paramilitares; se trata de hacerse con propiedades de todas las clases sociales, en este caso con la finca La Oculta, mediante extorsión y terror, mediante el crimen organizado. Simplemente eso. El gánster se arropa en una bandera, una causa, una patria, eso lo sabemos muy bien, aquí y allá. Si la patria existe, todo está permitido. Para desarmar a este tipo de criminales muchos colombianos votaron sí a la paz, y asumieron con dolor la impunidad de tantos. Si no me equivoco en el recuerdo, Héctor fue uno de ellos.
Ingrid Rojas Contreras: La fruta del borrachero. Impedimenta. Esta narración está escrita en inglés; porque la familia de Ingrid logró exiliarse a Estados Unidos después de que mataran a su papá. Traducción de Guillermo Sánchez Arreola. La excusa ideológica existe, desde luego, pero empieza a no tener credibilidad. Hay intimidad entre la hija y una de las criadas, y esa criada, lo sepa o no, quiera o no, es una avispona, esto es, la que localiza y da información sobre el lugar a asaltar. La marcadísima desigualdad colombiana, secular, ya no da lugar solo a partidos políticos, sino a delincuencia organizada pura y simple. “Los colombianos tenemos un delirio por lo VIP, lo exclusivo y excluyente” (escribe Melba Escobar en un libro que cito más abajo).
Sara Jaramillo Klinkert: Cómo maté a mi padre. Lumen. La protagonista da vueltas y revueltas en su cabeza al asesinato de su padre. En este caso, a manos de un sicario del narcotráfico. La narradora trae a cuento su niñez, como en el caso de Ingrid Contreras, y de ahí trata de explicar lo inexplicable, en varios capítulos breves y en disposición que se ha calificado de caleidoscópica, una novedad que supone una aportación formal innegable junto a lo estremecedor del relato, que parece querer volver a ese momento en que aún era posible impedir lo que fue.
Ricardo Silva Romero: Río muerto. Alfaguara. Hasta ahora, las víctimas son personas de clase media más o menos acomodada. En Río muerto estamos en un poblacho de la selva, del que se dice repetidas veces que no está ni estará en el mapa. Pero sí está dominado por unos seres de crueldad infantil, una especie mucho más expandida de lo que se pueda creer; es el poder infantil y despiadado del jefe de policía que no guarda el orden, el del efímero cacique guerrillero (no se sabe qué tendencia, derechas, izquierda, qué importa), el de una banda que aherroja a los campesinos, depreda sus haciendas, viola sus muchachas. Los asesinos son niños que matan porque no han aprendido que eso no se hace, mi niño. Aquí el papá muerto es un humilde transportista, que además es mudo, y que no distinguió a quién transportaba, porque eso era su oficio. Lo mataron, no más, por no guardar las prohibiciones. El espectro, apacible pero inquieto, deambula por allá, apenas intuido por sus hijos, tan solo percibido de veras por la vecina vieja bruja. Ahí está el parentesco con Rulfo. La arrechera de la mamá es una rebelión que altera un poco los nervios del cacicato, pero no lo suficiente como para darlos muerte a todos. Ella lo busca, busca la muerte, la anhela. Fracasa en todo, en especial en eso. Como los personajes de Ingrid, emigrarán ella y sus dos hijos. No a Estados Unidos, sino probablemente a Bogotá. Y probablemente será la capital una nueva selva para ellos, pero a salvo del guerrillero arbitrario que deshace familias, destruye tramas indias en la selva, trastorna la selva. Lo relata todo alguien que lo oyó a uno de los hijos, y ese hijo votó contra “la paz”. Hay humor, un humor que chirría. Hay tragedia. Hay ensueño y pesadilla. Una mezcla, que por momentos aquí llamaríamos esperpento.
Hay un libro de otra escritora colombiana, Melba Escobar, uno de cuyos fragmentos pueden ser útiles para comprender las cosas desde el lado de acá de la comodidad europea. Melba cuenta en Cuando éramos felices pero no lo sabíamos (Seix Barral) sus cuatro viajes a Venezuela hasta justo el momento en que se declara oficialmente la pandemia. Ahora, los venezolanos hacen lo que los colombianos hicieron siempre, pero al otro lado: cruzar la frontera en busca de trabajo, comida, un mínimo de seguridad. Sin pretender hacer política, por mucho que eso sea inevitable, describe con palabras de gente de Venezuela el deterioro trágico, el hundimiento de la economía venezolana en tiempos de Chávez y Maduro. Ahora bien:
“Ya no son la ‘Venezuela Saudita’, el mundo es otro, el petróleo tampoco es lo que fue. Pero ese sentido del confort, esa bonhomía, esa falta de muertos en la familia inmediata, cercana o lejana, para nosotros, los vecinos de tradición pobre y violenta, resulta asombrosa. Ser colombiano es tener una historia de desaparecidos, secuestrados, asesinados, en fin, violentados, más cerca o más lejos. Y esa no es una diferencia menor.”
Esa diferencia es importante: entre nosotros hay muertos en todo armario familiar, esa es la verdad de tantas y tantas familias colombianas.
Por si fuera poco, léase lo que se escribe en un documento de la BBC:
“Por esta misma época comienza a tener más y más influencia el narcotráfico en el conflicto armado colombiano, del que progresivamente se van sirviendo tanto los grupos paramilitares como la propia guerrilla” (Natalio Cosoy. ¿Por qué empezó y qué pasó en la guerra de más de 50 años que desangró a Colombia?) Por ‘esta misma época’ creo que se entiende la década de 1980.
Si el narco está en medio, toda solución es más problemática. Hay países no solo americanos en los que el ejército es beneficiario, cuando no gestor, del narcotráfico. Entonces, la solución es demasiado difícil a medio plazo. El narco, aliado al poder y al ejército, convierte un país en una enorme cárcel, a sus habitantes en rehenes, desde el Caribe hasta el pie de las pirámides.
De eso trata de huir Colombia. No sé si toda Colombia, puede que no.
Santiago Martín Bermúdez