La vida de Chaikovski, por Alexander Poznansky: un análisis exhaustivo
ALEXANDER POZNANSKY:
Chaikovski. Vida. Traducción de Juan Lucas. AKAL (Madrid). 728 páginas.
El libro es amplio, detallado. Lleva tiempo leerlo, y desde el comienzo hasta el final agradeces haberlo leído. Casi precisaríamos más páginas aún; como cuando Chesterton escribía que los lectores de Dickens no quieren terminar la novela, quieren más trama, más situaciones, quieren que dure más. Infancia, adolescencia y juventud aparte, la intensidad de esta biografía alcanza uno de sus puntos climáticos, acaso la situación especial de crisis en una vida con diversidad de crisis, en el año 1877.
La coincidencia de dos mujeres en la vida de este homosexual que solo a veces sintió angustia por serlo (la sociedad urbana rusa no era de las más homófobas, sus prejuicios eran de muy diversa índole) es más que asombrosa. La coincidencia es la de su matrimonio con Antonina Miliúkova, episodio atormentado desde el principio y para toda la vida; y el comienzo de la relación epistolar con Nadezhda von Meck, la que será su mecenas, la que le mantendrá a flote en lo económico para que siga creando, para que viaje, para que sea Chaikovski, y no un simple profesor del Conservatorio de Moscú. Aunque se han perdido documentos y cartas, se conserva lo suficiente, y Poznansky ensambla las cartas, los recuerdos en una dramatización emocionante que abarca los capítulos 11, 12, 13 y 14; con secuelas, inevitablemente. Secuelas que llevan hasta la absurda ruptura de 1892, que es uno de los misterios que el biógrafo investiga, deshaciendo tópicos, hacia el final de libro. Como más de un lector sabe, el compositor y la señora von Meck no se vieron nunca en persona -salvo un inesperado cara a cara en Brailov, en la distancia-, contra lo que pudiera sugerir el tono a menudo apasionado de la correspondencia.
A las voces de este trío se añaden las de sus hermanos Modest, Anatoli y Alexandra (Sasha) y los amigos que asistieron al dramón (Kashkin, Kondrastiev, Mershchevski, Kotek, N. Rubinstein y otros, incluso el retorcido Apujtin, que se enteró tarde), un dramón angustioso o risible, según momentos, según situaciones… Todas esas voces forman no un coro, sino todo un reparto; son las voces individuales y los puntos de vista o en conflicto de una pieza dramática, acaso un filme. Es como si Poznansky hubiera escrito el material para que otros hicieran un guion. Así lo hizo Nina Berberova en su biografía de Chaikovski, mucho menos ambiciosa pero muy penetrante, y que tuve el honor de traducir para Aguilar hace algo más de treinta años (Poznansky cita a Berberova, aunque no nombre ni una sola vez a David Brown, autor de una biografía en cuatro volúmenes; ni a Alexandra Orlova, entre otras ausencias). En cualquier caso, es necesaria una biografía de esta magnitud para comprender el tormento que vivió Chaikovski con este episodio conyugal que le llevó a la huida, a escaparse, a ocultarse en el extranjero. Nunca podrá huir del todo; al fin y al cabo, su responsabilidad es innegable. Él mismo insiste en sus cartas: no puede volver ahora, necesita mucho tiempo. Además, los círculos sociales y hasta alguna publicación periódica se ocupaba de la enfermedad de Chaikovski; incluso hubo quien se sintió obligado a refutar que se había vuelto loco. Le abruma el temor de que la señora von Meck sepa que es homosexual, y que ahí radica el fracaso de su matrimonio. Se supone que tardó en saberlo, pero es imposible que no le llegara a ella información, con tanto rival y enemigo de Chaikovski. Y aunque repita a todos que se le escapa la capacidad de crear, es por entonces cuando concluye la Cuarta Sinfonía y Evgeni Onegin. ¡Caramba, Petia! Poznansky, en cualquier caso, refuta que la señora von Meck rompiera con Chaikovski por eso. No hubo ruptura en realidad. Veremos.
Antonina Ivánovna, su esposa, no quiere creerse que realmente él no quiere vivir con ella. A menudo regresa su ilusión de que puedan volver a estar juntos. Otras veces, ataca por motivos económicos. Unas veces plantea el divorcio (que es lo que desea Chaikovski), otras lo descarta. Unas veces le somete a chantajes, otra a súplicas. Pone por medio supuestos abogados, y un intermediario que en el futuro será su marido. Antonina tuvo tres hijos con su amante, Alexander Shlikov, y a los tres los envió al hospicio, donde no tardaron en morir, entre otras cosas porque Shlikov no testó a favor de Antonina o los niños. Por su parte, Chaikovski se comportó de manera irresponsable y egoísta al no confesar a Antonina su rechazo por las mujeres y casarse con ella. Le arruinó la vida por disimular su homosexualidad, en especial ante su padre; pues en su propia familia se dieron varios casos (su hermano Modest, su sobrino Bob) y era una curiosa tendencia, por llamarlo así, entre la aristocracia y los propios grandes duques. No ha de sorprender, en fin, el avance de Antonina hacia la demencia, hasta morir a comienzos de 1917, justo cuando caía la dinastía tricentenaria.
La familia ocupa un lugar importantísimo en la vida de Piotr Ilich: su madre, que murió demasiado pronto; su padre, al que trató de contentar mediante su maldito matrimonio; su hermana Sasha, y en especial los gemelos, Anatoli y Modest, de los que se ocupó como la madre que les faltó siempre. Entre las fincas a las que se retira en busca de paz, durante muchos años ocupa el primer lugar Kamenka, el predio de los Davidov, su hermana Sasha y su cuñado, con los sobrinos. Es su retiro hasta que los niños crezcan y empiecen a dar serios problemas, como es el caso de la pobre Tania, que merecería un estudio aparte. Los problemas de adicción a la morfina y al alcohol de Sasha, Tania y Anna son más dramáticos y de peores consecuencias que la homosexualidad de Piotr Ilich. Fijémonos en los cuidados extremos de Chaikovski con el hijo que tuvo Tania fuera de cualquier unión legal, y eso hasta el final e incluso en el testamento, y mucho después de la muerte de la pobre sobrina. En fin, en Kamenka dispuso incluso de una cabaña en la que se aislaba y trabajaba.
Chaikovski nunca dejó del todo de ser un juerguista, y era un adicto a jugar a las cartas. ¿Sorprendente, verdad? Mucha disciplina, mucha voluntad le echó a la vida para trabajar en serio y dejarse de juergas o de amoríos con jóvenes de toda procedencia y con sus criados, que le distraían de su cada vez más importante vida creativa.
Chaikovski iba a ser un músico de San Petersburgo, pero pasó de depender de Anton Rubinstein, con quien nunca se llevó demasiado bien, a ponerse a las órdenes de su hermano Nikolai, fundador del conservatorio de Moscú. Con Nikolai Grigórievich las cosas fueron mucho mejor, pese a choques o roces concretos. Los años de primer aprendizaje, en los capítulos iniciales de este libro, ya cautivan al lector en su detalle, en sus aventuras, en la aparición temprana de personajes tan importantes para la vida de Piotr como Álexei Apujtin, brillante y provocador, que será una figura estimable (solo estimable, ya es bastante) de la literatura rusa. La amistad y la familia son muy importantes, pero solo a veces coinciden en la misma evocación, a veces con intensidad y afecto, como cuando Kotek y Anatoli ayudan a Piotr en su enfermedad y su viaje por Europa. Al mismo tiempo, Chaikovski siempre temió a la muerte, y sufrió de manera muy honda la de sus allegados y familiares, desde Nikolai Rubinstein hasta Kotek y Kondratiev.
Son apasionantes las páginas dedicadas a la supuesta ruptura de la señora von Meck y Chaikovski (581 y sgs). Se interceptaron cartas, lo que impidió la mutua comprensión final: ruina de la familia von Meck, que tardaría, pero los herederos forzaron sin duda a la dama a terminar con sus donaciones al compositor. En cualquier caso, Chaikovski fue ingrato al ofenderse de manera exagerada por el supuesto abandono de la dama que le protegió década y media, incluso cuando él ya era una celebridad y se ganaba bien la vida. Es cierto que se comportó con filantropía y él, a su vez, ayudaba a muchos otros, como siguió haciendo Modest tras su muerte. También son apasionantes las páginas dedicadas a las circunstancias de la muerte del compositor, al que sigue día a día en el capítulo 30. Refuta y desdeña leyendas como las del vaso de agua contaminada o, la más insensata, la del tribunal de honor que obliga al compositor a suicidarse por homosexual, y lavar así la afrenta corporativa. Todo esto lo había ridiculizado Nina Berberova. Tanto las relativas a Nadiezhda von Meck como las del suicidio con especulaciones poco serias, pero muy seductoras, novelescas de bajo nivel, siempre atractivas.
Las pocas páginas del epílogo dan cuenta del porvenir, a veces muy triste o simplemente trágico, de sus familiares y allegados. ¿Quién le iba a decir a Nadia con Meck que su hijo Nikolai, casado con Anna Davídova, sobrina de Chaikovski, iba a ser una de las víctimas del primer terror, ya en 1919? ¿Quién le iba a decir a Chaikovski que su amado sobrino Bob Davidov (amado eróticamente, pero sin consumar, claro está) iba a despeñarse hasta el suicidio a los treinta años?
El recorrido vital del compositor -persona hipersensible, con fobias imaginarias y una capacidad de sufrimiento que acaso tenga que ver con la de toda Rusia, según se sugiere- se nutre, claro está, de creaciones artísticas. Su afición temprana por el ballet, cuando a él mismo le encantaba bailotear en reuniones y guateques (El lago de los cisnes, primera versión, es obra temprana), su vocación sinfónica y camerística desde el principio, como desde el principio se volcó en la romanza, la canción. ¿Y la ópera? Dos óperas destruyó antes de El Oprichnik, y una modificó sustancialmente, Vakula el herrero (la que será Cherevishki años más tarde), pasando por culminaciones insuperables como Evgeni Onegin y La dama de picas. Este libro no analiza la obra –solo faltaría…-, pero no descuida un detalle en el itinerario creativo de Piotr Ilich, las circunstancias de cada composición, cada estreno, incluso el gozo o el tormento de los ensayos.
Después de la muerte de Chaikovski parecía que se iba a poner una manera de interpretarlo: sentimental, doliente, cursi incluso. No tuvo suerte crítica en los años anteriores a la gran guerra, y tiene especial interés lo que podríamos llamar “aventuras de la figura de Chaikovski desde la Revolución”, cuando unos querían condenarlo, quemar su legado, y otros beatificarlo. Se trataba del viejo truco de condenar a un maestro para ensalzar la propia opción artística, la vanguardia verdadera unas veces, cuando no la propia carrera. La canonización oficial desde 1940, su centenario, consagró su figura, pero la hizo tan indiscutible para el régimen que eso dificultó a los biógrafos; no se podía decir nada inconveniente, y ahí se paralizó cualquier ensayo crítico. Cómo trató el régimen soviético la figura de Chaikovski: buen tema por sí solo para una monografía, porque fue un trato cambiante y siempre arbitrario, porque una cosa es la opinión a veces bien formada e informada de un crítico y otra cosa es convertir esa opinión en norma vigente.
Me apena concluir la reseña de un libro tan rico, sobre una persona con igual riqueza, una obra pletórica de datos, situaciones, emociones, evocación de obras, en tan breve espacio, que no es breve para ser una reseña, ya lo sé. Es una monografía apasionante para quien conserve alguna vibración ubicada o adormecida para la música, la cultura rusa. Y estas líneas pretenden tan solo estar al servicio del conocimiento del libro. Si tiene usted alguna duda sobre él, pida permiso en la librería para que le permitan leer el Prefacio del propio Poznansky. Solo eso. No importan tanto lo que estas pocas páginas prometen cómo la manera en que lo prometen. El libro es apasionante ya desde este arranque y nos da idea de los temas que va a tratar. El autor ha escrito mucho sobre Chaikovski y ha enfrentado muchas mentiras repetidas, eso que llaman mitos, y que no lo son, son solo embustes. En esta enorme biografía (enorme por sus muchas páginas de amplia caja, pero sobre todo por su alcance y penetración) Poznansky continúa sus estudios biográficos, prescinde del análisis de las obras, aunque sigue la secuencia creativa de nuestro músico; y trata de dar respuestas y hacerse nuevas preguntas sobre este artista esplendoroso, y maravillosa persona, que fue Piotr Ilich Chaikovski. En esta reseña, modestísima para la riqueza del libro traducido de forma excelente por Juan Lucas, quedan demasiadas cosas sin citar, evocar, explicar. Lo aconsejable es leerlo.
Santiago Martín Bermúdez