‘La traviata’ y la ‘nueva realidad’
El Teatro Real reabre esta semana sus puertas con La traviata, de Giuseppe Verdi. Hasta 27 funciones de una producción semiescenificada que convierte las fuertes limitaciones sanitarias en parte de la acción. Dos directores de orquesta al frente de un reparto que también alterna cinco sopranos, cuatro tenores y cuatro barítonos para dar vida a sus tres protagonistas. Distancias de seguridad, en el escenario, para los solistas y el coro. Pero también en el foso, convenientemente ampliado, para los 56 integrantes de la orquesta. Una Traviata adaptada no tanto a la “nueva normalidad” como a la “nueva realidad” que nos acompañará durante un tiempo.
Raquel Vidales recordaba, en El País, la emoción que suscitó el arranque del primer ensayo, entre los trabajadores del coliseo madrileño. La música volvía, por fin, al Teatro Real. Y muchos reaccionaron tarareando la melodía del preludio de la ópera, el famoso motivo del “Ammami, Alfredo”. Está claro que Traviata es el título más popular de Verdi. Una afirmación que siempre se opone al famoso fracaso de su estreno en Venecia, en marzo de 1853. Repasemos el origen de esta ópera, sus particularidades y las verdaderas razones de ese supuesto fracaso.
En Verdi persiste la paradoja del operista revolucionario que no quebrantó la tradición. Tras Rigoletto e Il trovatore, el compositor italiano consolidó, con Traviata, las principales trazas de su propio concepto de drama musical. Si en los dos primeros títulos de la llamada “trilogía popular”, los momentos dramáticos siguen los moldes habituales de la ópera italiana, ahora en el tercero se añade más verosimilitud. Otra “nueva realidad”. Me refiero a que pone en escena un argumento coetáneo, ubicado en París e inspirado en la biografía de la famosa cortesana Marie Duplessis (1824–1847).
Se trata de un adelanto impensable tan sólo nueve años atrás. Conviene recordar que Verdi rechazó, en 1844, una propuesta para adaptar Marion Delorme, de Victor Hugo. No le agradó ambientar una ópera en el presente ni tampoco que su protagonista fuese una prostituta. Pero, a comienzos de 1853, el compositor italiano pensaba justo lo contrario. Lo leemos en una carta a su amigo De Sanctis donde presume del tema de su nueva ópera: “Cualquier otro compositor lo habría rechazado por el vestuario, la época u otro escrúpulo tonto. Sin embargo, yo escribo sobre ello con el mayor de los placeres”.
Ese cambio de postura está claramente relacionado con su estancia en París, entre 1847 y 1849. En lo personal, esos años consolidaron su relación amorosa con Giuseppina Strepponi, su compañera de por vida. Y, en lo artístico, le hizo asiduo de los teatros populares parisinos, donde se representaban mélodrames con música incidental que subrayaba la emotividad de ciertos momentos dramáticos. A esto último acude el musicólogo Emilio Sala, en su fundamental monografía Il valzer delle camelie: echi di Parigi nella Traviata (EDT, 2008), para reconstruir el contexto sonoro que inspiró la ópera.
Verdi asistió a varias adaptaciones teatrales de novelas de Alexandre Dumas padre, como Le Chevalier de Maison-Rouge, en 1847, o Le Comte du Monte-Cristo, en 1848. Y ese interés por el mélodrame parisino incidió en sus óperas, como atestigua la escena final de Stiffelio. Pero en Traviata se adapta, incluso, la versión teatral de la novela de Alexandre Dumas hijo, La Dame aux camélias, que se estrenó en el Théâtre du Vaudeville de París, el 2 de febrero de 1852, como comédie mêlée d’ariettes con música de Jean-Baptiste-Édouard Montaubry. Verdi estaba en París en esas fechas y, aunque ya conocía la novela original de Dumas hijo, asistió a una función de esa adaptación que resultó determinante para acometer su conversión operística.
Sala estudia, en su referida monografía, la música original de Montaubry para el vodevil de Dumas hijo. Edita y analiza algunos de sus números, como el Brindisi original, de matiz blasfemo a ritmo de polca. E incluso, durante una conferencia, no dudó en hacerlo sonar con ayuda de sus estudiantes:
Pero volvamos a la adaptación operística. Un proceso nada sencillo. Verdi había recibido el encargo de componer una nueva ópera para la temporada de carnaval, de 1853, en La Fenice. En julio del año anterior, reconoció por carta a la Presidenza del teatro veneciano que pondría música a un tema de “efecto seguro”. Sin embargo, hasta septiembre no recibió un ejemplar del drama de Dumas hijo. Y la decisión final no la tomó hasta octubre cuando su libretista, Francesco Maria Piave, se alojó en la residencia del compositor, en Sant’Agata.
Piave redactó, ese mismo octubre, la “selva” o proyecto dramático en prosa previo al libreto. Y Verdi comenzó a esbozar, por su parte, algunos motivos musicales. El drama de Dumas hijo se centra en la cortesana Margarite Gautier (Violetta Valéry en la ópera) que abandona la vida disoluta en París para vivir en el campo junto a su enamorado, Armand Duval (Alfredo Germont en la ópera), al que abandona en atención al ruego de su padre (que se bautiza como Giorgo Germont), para terminar sus días víctima de la tisis.
La adaptación operística fue ardua e implicó algunas renuncias. Por ejemplo, se suprimió el segundo acto (si bien algunos detalles del mismo fueron incorporados en la escena final del primero) o se convirtieron los actos tercero y cuarto en los dos cuadros que conforman el segundo acto de la ópera.
La acción quedó dividida en tres actos y cuatro cuadros, con una evidente progresión dramática: exposición (acto 1), peripecia (acto 2, cuadro 1), catástrofe (acto 2, cuadro 2) y epílogo (acto 3). Cuatro cuadros que alternan, a la perfección, con las dos “tintas” o colores expresivos característicos de la ópera. Por un lado, el ambiente lujoso y festivo, representado por una “tinta” mundana y sentimental, a ritmo de vals más o menos marcado, que podemos asociar a la exposición (la fiesta en casa de Violetta donde se conocen los dos enamorados) o a la catástrofe (la fiesta en casa de Flora donde Alfredo humilla a Violetta) que cuenta con intervenciones de varios personajes y del coro. Y, por otro lado, la “tinta” solemne y austera que surge en el ambiente privado y doméstico (en una casa de campo a las afueras de París) y se vincula al trío protagonista durante la peripecia asociada al sacrificio de Violetta y al encuentro con Giorgo Germont, pero también al epílogo donde Violetta, sola y enferma, se reencuentra antes de morir con Alfredo y su padre arrepentidos.
La estructura interna de cada acto mantiene, generalmente, las convenciones formales habituales de la ópera italiana. Me refiero a la llamada “solita forma”, la estructura de las grandes unidades de números musicales en la ópera italiana del momento, que definió Abramo Basevi en su famoso estudio sobre Verdi de 1859. Hay, no obstante, algunas excepciones.
Por ejemplo, el extenso número que abre el primer acto, denominado Introduzione. Aquí se incluyen momentos tan determinantes como el primer encuentro entre Violetta y Alfredo (el famoso Brindisi) o su declaración a la cortesana (el duettino “Un di felice”). Por el contrario, el segundo acto culmina con el típico gran Finale donde compagina elementos tomados del drama de Dumas hijo (la escena del juego, la pelea entre Violetta y Alfredo o la consiguiente humillación de la cortesana), con un precedente colorista (el coro de gitanas y toreros) y un concertato final que se inicia con la entrada de Giorgio Germont (“Di sprezzo degno se stesso rende”).
Esa entrada de Germont padre, al final del segundo acto, forma parte de una necesidad dramática que plantea la ópera de Verdi frente al drama de Dumas hijo. El operista está obligado a priorizar las constelaciones de personajes frente a la sucesión de acontecimientos por la que se decanta el dramaturgo. De hecho, la entrada de Germont padre hace que pasemos por alto que Varville (el Barone Douphol en la ópera) reta a Alfredo a batirse en duelo con él. Además de los dos enamorados (soprano y tenor), Verdi necesitaba un tercer personaje (un barítono). Y lo encontró en el padre de Alfredo. En la ópera, este personaje se llama Giorgio Germont (en la obra de Dumas hijo no tiene nombre), aparece más a menudo en la trama (en el drama original su intervención prácticamente se limita al sacrificio de renunciar a su amor, que pide a la cortesana, para no mancillar el buen nombre de su familia) y llega a otorgarle una escena completa (inexistente en el drama de Dumas). Por los manuscritos que Verdi redactó en poco más de un mes, entre enero y febrero de 1853, sabemos que esa escena del segundo acto fue lo que más le costó componer. Y de su cabaletta “No, non udrai rimpoveri” llegó a redactar hasta siete versiones.
Los autógrafos también muestran lo rápido que Verdi escribió las dos arias de Violetta. La primera (“È strano!”) está elaborada sobre fragmentos del acto suprimido del drama de Dumas. Conforma, en su conjunto, una escena completa que funciona como Finale primo con la chispeante cabaletta “Sempre libera” como colofón. La segunda (“Addio al passato”) acontece tras ese efecto tan característico del mélodrame parisino que es una lectura (la carta de Germont padre) con un acompañamiento de violín que evoca, precisamente, el tema de la primera aria. Verdi vuelve a utilizar ese efecto, justo al final, en el momento donde Violetta experimenta la llamada “mejoría de la muerte”.
Pero uno de los pasajes más memorables de Violetta es el brevísimo “Amami, Alfredo” que canta justo antes de separarse de su amado, en el primer cuadro del segundo acto. Un ejemplo de la capacidad de Verdi para concentrar, en pocos segundos, una enorme carga expresiva, pues formalmente es un mero recitativo que deriva, de repente, en uno de los clímax de la ópera.
Verdi prevé que ya conozcamos esa melodía del “Amami, Alfredo”, pues se trata del tema del preludio que abre la ópera. Fabrizio Della Seta, autor de la edición crítica de La traviata (The University of Chicago Press, 1997), ya reveló en su estudio sobre los esbozos y borradores (Istituto Nazionale di Studi Verdiani, 2000) cómo Verdi inicialmente redactó ese preludio basado en el motivo “Di quell’amor” que canta Alfredo en el primer acto. Pero después cambió de idea. Claramente, el elemento central del drama no estaba relacionado con los sentimientos de Alfredo, sino de Violetta. Y por esa razón convirtió el preludio en un fascinante retrato en flashback de la heroína, perfectamente dividido en tres partes que se corresponden con los tres actos. Comienza retratando su martirio, del tercer acto, con esos violines febriles en divisi; sigue evocando la pasión del segundo acto, con el motivo de “Amami, Alfredo” cantado en los violines primeros; y, a continuación, todo se impregna del ambiente liviano y cortesano del primer acto, con el tema anterior ahora ubicado en los bajos acompañado por figuraciones caprichosas y juguetonas de los violines en octavas. Una perfecta introducción al acto primero en el salón de la casa de Violetta.
Es interesante comprobar, al mismo tiempo, cómo la evolución dramática de ambos protagonistas es opuesta. Mientras Violetta crece, Alfredo se vuelve cada vez más somero. Y el propio Verdi se recrea en la superficialidad de sus sentimientos. Lo subraya, en el comienzo del segundo acto, con uno de los momentos más críticos de toda la obra: la cabaletta “O mio rimorso! O infamia”.
Y hablando de crítica para terminar, uno de los lugares comunes en todo comentario sobre La traviata es el fracaso que cosechó el día de su estreno, el 6 de marzo de 1853, en La Fenice de Venecia. En realidad, las últimas investigaciones han demostrado que, si bien no fue un éxito, tampoco fue el sonoro fiasco que el propio Verdi hizo creer con bastante elocuencia. En el estreno, el principal problema del público no fue la obra, pues al final triunfan los valores de la sociedad burguesa y la protagonista, aunque sea perdonada, paga su transgresión con la muerte. Los reproches del público iban encaminados hacia la deficiente interpretación de la nueva ópera con un tenor (Ludovico Graziani) claramente indispuesto, una soprano (Fanny Salvini-Donatelli) que no convencía al compositor y un barítono (Felice Varesi) inmerso en una progresiva decadencia vocal. En las ocho representaciones, que siguieron al estreno, el nivel mejoró y el público terminó reconociendo las maravillas de la obra. No por casualidad, La traviata fue, desde el punto de vista económico, el título más rentable de una desastrosa temporada en La Fenice. Incluso, entre la crítica, encontramos opiniones muy favorables como la que se publicó, tras el estreno, en L’Italia musicale: “La traviata es la mejor o al menos la más progresiva de las óperas modernas”.
Pablo L. Rodríguez