La ópera en el cine

Atestiguo en nombre de los aficionados a la ópera que aún recordamos los años 50. Era una época en la cual acceder a un teatro lírico contaba entre los privilegios de las grandes ciudades. Muy pocos países del mundo podían situar en sus mapas una red de estas salas. Más aún: de todos ellos, las de primera cantidad eran minoritarias. Ver una ópera, fuera de estos circuitos, se limitaba a ciertas adaptaciones cinematográficas. A veces eran fragmentarias. Otras, recogían una representación teatral que circulaba por cines muy marginales, escasos en número. Por fin, había curiosidades como filmes en que unos actores de play back fingían cantar cuando en realidad doblaban a cantantes reales. Así, Sophia Loren, pintada de negro, hacía de Aída con la voz de Renata Tebaldi. Estas transferencias carecían, en general, de calidad cinematográfica. Hubo excepciones, de las que rescato una notable: Los cuentos de Hoffmann de Powell y Pressburger (1951). Aunque cantada en inglés, contó con Thomas Beecham en el podio.
La televisión abrió otras puertas, las de sus platós. Hizo mucho por la divulgación operática, aunque limitándose en el comienzo al blanco y negro. Asimismo, era evidente que un plató no es un escenario. Más allá, se transmitieron funciones teatrales, siempre eficaces como sucedáneo, pero rudimentarias como producto visual, ya que se trataba de filmar algo hecho para ser visto en vivo.
Ahora contamos con una brillante síntesis: la ópera en los cines, con gran pantalla y filmada por un enjambre de cámaras que enriquecen los planos y permiten ver el trabajo actoral aún mejor que si estuviéramos en la sala de origen, salvo que nos dieran unas primeras filas de butacas. No todo el mundo puede viajar de Nueva York a Milán y de París a Buenos Aires para hacerse cargo de la actualidad operística mundial. Sí, en cambio, lo puede hacer en un cine de cualquier ciudad.
Las puestas filmadas tienen exigencias que, en general, han mejorado la calidad de escena y comediantes. Los materiales son más veraces que en la realidad, si cabe el énfasis. Lo mismo en cuanto al vestuario y la caracterización. Lo advertimos con esos primeros planos que hurgan en los detalles de un gran actor o una gran actriz. Dicho esto, paso al libro de quejas y restricciones. La mayor es que el cine resta público a las salas porque la gente prefiere ver las óperas a la vuelta de su casa en vez de ir hasta unos teatros que, con frecuencia, son muy caros, están lejos de las periferias y los pequeños poblados, aparte de que las proyecciones se pueden repetir, a veces durante años, en tanto las funciones teatrales pasan de largo a las pocas noches.
Junto a estas objeciones de conjunto, van los detalles. Se exige cada vez más que los cantantes sean guapos y de buena figura. No es una ley demasiado estricta pero sí es cierto que, a la hora de elegir, un teatro prefiere a la bonita o al carilindo sobre unas iguales calidades de medios. Algo similar sucede con los vestuarios y las escenografías, incluidas en ellas las proyecciones, los efectos por láser, los trucos de iluminación en general. Se cuestiona que se hacen pensando más en una filmación que en una representación.
Unos y otros argumentos quedan a juicio del lector. Sólo arriesgo una prueba de calidad social. En las más remotas poblaciones es posible ver de cerca una función del Metropolitan, el Real, la Scala o el Covent Garden. Ver y volver a ver. Eventualmente, en una pantalla televisiva de proporciones aceptables. La podemos encender en pleno Sahara, en plena Siberia, en cualquier islote del Pacífico. Hay operófilos y operómanos por todas partes. Queda abierta la encuesta.
Blas Matamoro