La música y sus lugares
La relación entre la música y sus lugares ha sido siempre motivo de reflexión para todo lo que tiene que ver con ambas cosas. No sólo a través de la constante interacción entre la arquitectura y la propia música sino también por lo que el espectáculo musical tiene de irradiación más allá de sus límites puramente funcionales. Si, desde hace mucho tiempo, la relación entre el espacio que acoge la música y los públicos que acuden a él ha sido una suerte de dialéctica constante entre creación y sociedad, hasta el punto de que se ha llegado a crear una dependencia inapelable —en el caso de Bayreuth— o multifacética —los festivales que acogen sus conciertos en lugares tan diversos como un auditorio o una iglesia rural—, hoy ese diálogo cobra una vida diferente y nos lleva a la evocación —con una paradójica mirada hacia el futuro— de esos ámbitos —en realidad ni menos escénicos ni menos socializadores que los vestíbulos de los teatros— que surgieron al hilo de las músicas más populares, desde las meriendas en los arrabales de Viena a las verbenas isidriles del Madrid de finales del XIX.
Curiosamente es la zarzuela la que, en el dosier que se incluye en este número de Scherzo, nos da la pauta para reflexionar sobre la importancia del lugar —y hasta del no lugar, ese concepto tan de hoy que igualmente cabe en un género que debe ser todo menos rancio— en el desarrollo del arte musical. A finales del pasado año el Palacio de Liria era el escenario de la recuperación de las músicas que escuchaba —y de las que sin duda gustaba— Eugenia de Montijo, tan ligada a aquella casa. Y el partenaire de aquel concierto fue la Fundación Jacinto e Inocencio Guerrero, es decir, la quintaesencia de la parte más festiva del género y, a la vez, legado de quien construyó un teatro en aquellos tiempos en los que esos mismos teatros —y enseguida los cines— serían la ilustración más certera del desarrollo de una ciudad —y en su caso, para más abundamiento, en la muy zarzuelera Gran Vía.
Naturalmente está la sacralización del espacio, la consideración de la sala de conciertos o del teatro como lugar en el que un rito que incluye preparación, degustación y juicio debe adquirir su pleno sentido. Hablábamos antes de Bayreuth. Pero también del no lugar como concepto opuesto. Quizá sería bueno recordar, en ambos aspectos, el testimonio del gran director de orquesta Giuseppe Sinopoli —que, curiosamente pudo dirigirlo escénicamente en Bayreuth, pero no completarlo en Roma en versión de concierto— acerca no ya de la imposibilidad sino de lo no procedente de la representación en un teatro de El anillo del nibelungo, pues su puesta en escena, sobre llevar a interpretaciones absurdas y tergiversadoras, impide, según él, la concentración del oyente en un crecimiento dramático para el que es suficiente una partitura que contiene cada gesto y, sobre todo, cada símbolo.
A veces, como la función hace el órgano, el espacio hace la música o, si se prefiere, para ser más exactos, permite que esta se desarrolle con más naturalidad. Eso lo saben muy bien los organizadores de ciclos de música contemporánea, que disponen de museos o de fundaciones en los que la creación musical de hoy convive con sus homólogas en otros ámbitos, en la plástica generalmente. Pero también sabemos que determinados espacios siguen siendo por sí mismos como el marchamo de la consagración definitiva. Una ópera no es mejor porque se estrene en un teatro en el que será, casi con toda seguridad, muy tibiamente recibida porque su público habitual no gusta de lo que considera sobresaltos innecesarios. Y, sin embargo, podrá perfectamente adaptarse sin violentar su contenido a un espacio que la acoja con la misma naturalidad que a su propuesta estética, quizá porque ambos la comparten.
Daniel Bianco nos recuerda, en el reportaje de Benjamín G. Rosado que se incluye en nuestro dossier, que hay que saber lo que ocurre fuera del teatro. Y no todos los teatros lo saben, añadiríamos. Pero hay que saberlo y hay que irlo adivinando, también, para que el futuro no nos pille con el pie cambiado, más aún después de una pandemia que ha asustado a los públicos de siempre. Y en eso el Proyecto Zarza, del que también hablamos, es ejemplar, pues se hace en un teatro, pero mirando tanto al escenario como a la calle, a lo establecido y a lo más fresco, a lo que ha hecho de la zarzuela lo que es y al único camino posible para que siga siendo. ¶
(Editorial publicado en el nº 388 de SCHERZO, de octubre de 2022)
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