La luz de Teresa Berganza
Teresa Berganza se ha querido marchar envuelta en el Addio de su querido Gioachino Rossini. “Quiero irme sin hacer ruido —dice el comunicado difundido por la familia—, no quiero anuncios públicos, ni velatorios, ni nada. Vine al mundo y no se enteró nadie, así que deseo lo mismo cuando me vaya”. La humildad y la entereza son, sin duda, dignos de elogio, pero en este caso sirven de más bien poco. Por mucho que se empeñara en resistirse a asumirlo, Teresa Berganza ha sido una de las artistas más grandes de la historia de la música. Y no va a conseguir irse sin hacer ruido, por mucho que lo pueda haber deseado.
El ruido ya lo ha hecho. Y es el ‘ruido’ más maravilloso que se pueda llegar a imaginar. ¿Cómo? Pues, en primer lugar, con la luminosidad de su voz; en segundo lugar, con la perfección de su técnica vocal; y, sobre todo, con la naturalidad desarmante de su canto. Todo en ella sonaba natural, aparentemente sencillo, expresivo, incluso cuando se estaba enfrentando a las vocalizaciones pirotécnicas de una de esas partituras de Rossini que en otras voces suele quedar reducida a unos cuantos fuegos artificiales sin alma. Lograba que, en su canto, no existiera la más mínima voluntad de exhibicionismo gratuito; lograba que el virtuosismo nunca fuera el objetivo, sino el medio de incrementar la expresividad.
Por eso ha cantado Mozart como nadie, y por eso ha sido crucial en la reivindicación del repertorio rossiniano olvidado durante tantas décadas. Ha sido, en eso, la gran heredera de Conchita Supervía, que inició este proceso décadas antes, pero lo dejó inacabado por su muerte prematura. Y también hay en Berganza mucho de la claridad del canto de una Victoria de los Ángeles, quien también lograba que la música popular sonara a ‘popular’, y no a gran diva jugando a inmiscuirse en repertorios extravagantes.
Ha escrito Arturo Reverter que “había en ella no poca de la gracia, de la soltura y del salero que adornaban a las grandes tonadilleras del siglo XVIII. Aunque trasladados, mediante el intelecto, a las más tranquilas y refinadas regiones a las que llegan las esencias belcantistas más puras”. Así es como en su voz, además de Haendel, Mozart, Rossini, Bizet o Massenet, sonaba con luminosidad inimitable Falla, Montsalvatge, Turina, Guridi, Toldrà o Granados. Y, encima, se trataba de un personaje por un lado perfeccionista hasta el extremo, que se tomaba su arte con un rigor y una seriedad inquebrantables, pero que por otro lado era capaz, cuando le daba la gana, de reírse de sí misma y de todo bicho viviente. Pocas artistas he conocido con un talento tan extraordinario, además de para construir su propio mito, también para la autoparodia: era bromista, era divertida, era la encarnación de las ganas de vivir. Por eso resulta tan difícil de creer que la metáfora misma de la vida, la vitalidad misma, haya dejado de vivir.
Joan Matabosch (director artístico del Teatro Real de Madrid)
[Foto: Fundación Juan March]