‘La escopeta de caza’, ópera de Thomas Larcher
LARCHER:
Das Jadgewehr (La escopeta de caza). Olivia Vermeuen, Giulia Peri, Sarah Aristidou, André Schuen, Robin Tritschler. Schola Heidelberg. Ensemble Modern. Director musical: Michael Boder. Director de escena y vídeo: Karl Markovics. Escenografía y figurines: Katharina Wöppermann. Luces: Bernd Purkrabek. CMajor Unitel 754208. 1 DVD.
Este escrito trata de completar la reseña publicaba en la revista SCHERZO, en papel, de esta importante ópera. Pero después de terminarlo, se me ocurre que habría que decir algo antes: quien se enfrente por vez primera a La escopeta de caza, la ópera de cámara de Thomas Larcher, acaso debiera hacer antes lo siguiente: primero, y sobre todo, leer el breve, delicado, bello relato de Yasushi Inoue (Anagrama, Compactos), una narración que el libreto de la austriaca Friederike Görsweiner sigue con bastante fidelidad, ya veremos cómo; y acudir a Youtube o al mercado de las grabaciones y zambullirse en alguna de las obras de Larcher, como por ejemplo la Segunda Sinfonía (Bychkov la dirige en los Proms de 2016, soporte solo audio). De la música de Larcher puede decirse lo que de bastantes composiciones de la periclitada vanguardia: que apuran el instrumento hasta conseguir sonoridades inéditas. Pero aquí están al servicio de un sentido, una acción dramática, unas emociones, unos personajes, un relato y un conflicto. Todo, con eso que llamamos belleza para distinguirlo de que llamamos fealdad o de lo que tanto les gustaba a los vanguardistas: disgustar.
Entre paréntesis: no halagues al público, pero no lo ahuyentes; no trates de gustar a cualquier precio, pero no trates de disgustar como sea; en arte, no rehúyas el asco, pero no es imprescindible que lo adopten por divisa y empresa.
La carrera de Yasushi Inoue comenzó tarde. Precisamente, con esta bella y brevísima narración, que recibió un premio importante en 1949. Inoue tenía más de cuarenta años. Japón, su país, se enfrentaba a un pasado espantoso: una casta militar, política y financiera había embarcado al país en una lucha implacable y feroz contra el imperialismo occidental en Asia con el objeto de arrebatárselo, de heredarlo. Y para ello no cabían ni escrúpulo ni prudencia. El relato tiene lugar antes y después de esa guerra, a la que se alude con escasas pinceladas, suficientes para la narración, que no se introduce en ambiciosos frescos históricos como otras obras posteriores de Inoue: El castillo de Yodo, El mono azul, El viento y las olas, La favorita, no sé si en ese orden. Estos libros se adentran en historias no siempre japonesas que arrebatan por su fuerza narrativa y la pintura de tiempo y gentes. La favorita evoca la lejana, legendaria figura de Yang Kuei-fei, que inspiró una de las últimas películas de Kenji Mizoguchi; en las otras se revive a Gengis Khan (El lobo), a Kublai Khan (Viento), o la violenta transición hacia el shogunato de los Tokugawa (El castilo de Yodo), cuando Japón deja de estar en manos exclusivas de señores de la guerra. El feudalismo japonés retrocede y, aunque no desaparece, se matiza, se difumina.
En aquella atmósfera en que no se ha diluido la ética aristocrática, en que crece el belicismo japonés y en que se incuba una poética y una narrativa japonesas intimistas con dimensión épica, y lírica con dimensión narrativa, crece el joven Inoue cuyas obligaciones (militares, entre otras) retrasan el arranque de su obra, quién sabe si para bien.
Tres cartas dirigidas a Josuke por tres mujeres. Una de ellas ha muerto, Saiko. Primera carta: Shoko, su sobrina, hija de Saito: sé que mamá era tu amante y se dio muerte. Segunda: Midori, esposa: lo supe desde el principio, y ahora que Saiko ha muerto te pido el divorcio. Tercera: Saiko escribe su última carta antes de morir: ahora sé que Midori lo sabía. Cada uno de estos personajes recibe un choque al saber algo que no sospechaban. Midori lo sabe pronto y soporta años y años. Shoko lo sabe cuando su madre va a morir. Saiko lo sabe cuando comprende que por eso tiene que morir. En la narración de Inoué leemos estas tres cartas, tal cual fueron entregadas a Josuke Misugi, el solitario cazador sumido ahora en la melancolía y quién sabe si en el instinto de muerte, que es algo distinto a la tendencia suicida. El cazador las entrega a alguien que escribió un poema sobre él, sin conocerse, pero él ha sufrido otro choque, saber: saber que alguien lo observó un día en esa soledad notoria. El poeta recibe una carta de Josuke y, más tarde, las cartas de las tres mujeres. Cada saber es una anagnórisis que pone en marcha el transcurso del drama. Un triángulo, sí. Qué difícil es tratar un triángulo una y otra vez en literatura, en teatro, en cine. El quid está en el código y su poética. Además, en este triángulo hay un cuarto personaje importante, la hija, Shoko. Son puntos de vista que no se desmienten unos a otros, sino que se completan (es decir, no se trata del efecto Rashomon del film de Kurosawa y los dos relatos de Ryunosuke Akutagawa que inspiraron al cineasta y su equipo).
La delicada y breve narración de Inoué emociona a pesar de que esos valores (pecado, especialmente) no afectan demasiado a una sociedad secularizada y que se ha sacudido muchas telarañas del superego. Tu pareja puede arrancarte los ojos (pongamos que en Francia menos que en América Latina, por no aventurarnos más cerca), pero tu conciencia tiene menos trabajo y te procura menos desazón. Esta ópera prescinde de esa carga, no se menciona el pecado ni la ofensa social que conlleva esa relación ilícita; sí se menciona la transgresión, pero en la ópera es una transgresión que sugiere más el narcisismo desobediente de nuestros días que ese doloroso asumir pecado y culpa por parte de Saiko (sobre todo de ella). Saiko, personaje de La escopeta de caza, sufre por transgredir, es lo contrario de una famosa de hoy, con escandalera-espectáculo o el público envilecido que la sigue y hasta imita. Por mucho que aquella sensación de pecado hoy nos provoque, cuando menos, perplejidad.
En una narración los relatos van en secuencia. Trasladarlos de la dramática o a la lírica obliga a superponerlos. La evocación del relato de Inoué se convierte en evocación de evocaciones. Pese a la fidelidad de la libretista Friederike Gösweiner y del propio Larcher al argumento original, los códigos líricos y dramáticos son muy distintos. No hay que caer en la limitada mentalidad que a veces reprocha a las óperas su esquematismo o pobreza frente al original. No caigamos en los reproches que sus contemporáneos y paisanos hicieron a Chaikovski durante década por Onegin y por La dama de picas.
Se puede decir que el único personaje realmente presente es el llamado poeta, porque los demás son evocaciones. El poeta evoca a Josuke, que le escribe una carta y le envía después las cartas de las tres mujeres. Y la acción dramática es evocación de esas cartas. En el relato, la acción siempre es pasado, pero la escena impone un presente insoslayable, y aquí, de ese presente surgen las evocaciones. Las mujeres no hablan entre sí ni con él, sino que leen la carta, escriben la carta. Por eso, las acciones y el tiempo se yuxtaponen. Todo lo que parece diálogo lo constituyen, en realidad, las partes de las misivas enviadas a Josuke. Hay escenas clave que se comportan dramáticamente así, como situaciones aparentes que en realidad son evocación, y cuando el espectador es presa de la ilusión de presente se ve de pronto llevado a la comprensión de que eso es algo recordado emotivamente, y en consecuencia no por completo fiable. Como cuando Midori percibe el haori (el chal) de Saiko; o cuando los amantes contemplan el incendio de una barca a lo lejos, protegidos en su nido erótico; o cuando Shoko recoge las hojas caídas para hacer una fogata; o, especialmente, cuando Josuke limpia la escopeta y apunta aquí y allá hasta apuntar a Saiko, su esposa, que sabe que la escopeta está descargada, pero que deja volar su razón, sin sinrazón y su fantasía: los celos y el fracaso de ese matrimonio, la traición desde que estaban recién casados y ella solo tenía veinte años.
Desaparecen en la ópera otros temas de la narración de Inoué, como desaparece el contexto histórico, esto es, Japón antes de la guerra y después (la narración es de 1949 y fue, precisamente, premio Akutagawa; fue el debut de Inoue). Pero hay una alusión (canto exclamado, caluroso acompañamiento) al bombardeo atómico al final de la guerra, justo después de la para ella (Saiko) inesperada reacción propia al saber que se ha casado su ex marido, al que no supo perdonar lo que ella misma ha hecho. Otro saber, otra anagnórisis que ilumina, que aplasta, que mata.
Aunque el sentido musical lo tratábamos en el artículo de la revista en papel, tenemos que señalar siquiera la conclusión orquestal. Que no es decrecescendo, diminuendo, perdendose, es una disolución con sonidos que, sin ser tenues, son inaudibles, o a ello tienden. A esta música parece corresponderle bien el decorado escueto de Katharina Wöppermann, un decorado pobre, apenas indicativo, un marco, un cuadro para la acción. De ese marco salen los personajes, definidas ellas por sus colores concretos.
Santiago Martín Bermúdez