La diva de Stendhal
Es sabido que Stendhal era muy aficionado a la ópera. Durante sus estancias en Milán frecuentó la Scala, que a veces sirve de escenario a instantes de sus novelas. Conoció a gente del medio y dedicó un libro a Rossini, nutrido de fantasías que el músico desdeñó, pero que no deja de ser un brillante cara a cara entre dos grandes del arte ochocentesco. En La cartuja de Parma (libro primero, capítulo XIII) deja retrato de una diva típica de la época, a quien llama la Fausta: hermosa de ver, más hermosa de oírla cantar, amiga de poderosos, amante de cuantiosos, vestida y alhajada hasta el relumbrón. El poeta veneciano Burati le hubo dedicado un soneto que el escritor presenta en prosa francesa y enseguida traduzco: “Querer y no querer, adorar y detestar en un mismo día, contentarse sólo en la inconstancia, despreciar lo que el mundo adora, mientras el mundo lo adore, Fausta tiene estos defectos y muchos más. Entonces: no mires nunca a esta serpiente. Si imprudente la ves, olvida sus caprichos. Si tienes la dicha de escucharla te olvidarás de ti mismo y el amor te hará de ti, en un momento, lo que alguna vez Circe hizo con los compañeros de Ulises”.
La Circe homérica es una hechicera, capaz de intoxicar a los hombres hasta el punto de hacerles perder la memoria, es decir dejarlos sin identidad. Esto para quienes quería bien. En cuanto a los adversarios, los convertía en animales, algunos de ellos comestibles. En tiempos de Stendhal, las divas de la ópera gozaban de estos ambiguos dones por no decir privilegios. Se les suponía una vida de libertinaje, se conocían sus extraordinarias virtudes vocales y se las señalaba a su paso con silenciosa admiración por las calles, las plazas y las iglesias. Así le ocurre a la Fausta stendhaliana en una ciudad como la Parma de su época, provincial, cotillera y supersticiosa. En un tiempo sin grabaciones eléctricas, radio, televisión ni internet, muy escasos eran quienes podían oírlas cantar. Su fama y su leyenda eran mucho más populares que su arte, del cual sólo nos quedan crónicas y memorias.
Salvando las distancias históricas, a las divas de hoy las acechan iguales admiraciones y cuchicheos. No podemos imaginar fácilmente que sus vidas sean como las nuestras. Escucharlas, a menudo, nos produce esa deliciosa disolución del yo que los místicos llaman comunión. Si, por el contrario, su faena nos disgusta, somos capaces de bufar como los compañeros de Ulises cuando se convertían en cerdos. La desmesura es su norma. Por eso son divas, es decir santas y diosas, martirizadas por ganarse la vida dando gritos y oscilando entre la cariñosa Afrodita y la terrible Leucotea, la que te hace alzar la mirada como una gaviota y te estruja hasta la asfixia como un pulpo.
Blas Matamoro