La cultura rusa está por encima de Putin

Las declaraciones de Viacheslav Volodin, presidente de la Duma —la cámara baja del parlamento ruso— proponiendo a las personalidades del mundo de la cultura que no apoyen la ‘operación especial’ —eufemística manera con que los políticos afines a Vladimir Putin denominan la guerra que este ha desatado en Ucrania— que abandonen sus cargos, ha puesto en su verdadero lugar el debate sobre la postura hacia los artistas rusos que apoyan a su genocida presidente. Con el pretexto de que esos cargos —los que los tienen— proceden de los presupuestos institucionales, les exige fidelidad plena a las decisiones gubernamentales, elevando la dependencia de la cultura respecto a la política al mismo rango que padeció durante cualquiera de las dictaduras que ha vivido Europa en los últimos cien años: Stalin, Hitler, Mussolini o Franco. Los artistas rusos saben por experiencia que este tipo de amenazas no son a humo de pajas y que tras ellas se encuentra la certeza del ostracismo cuando no de algo peor. Por eso las reacciones en contra de la invasión que llegan desde dentro —por ejemplo, la del violinista y director Valdimir Spivakov— son ante todo un ejemplo de coraje y de decencia, del mismo modo que otras más silenciosas no son sino el resultado de un miedo que no tenemos derecho a reprochar a quienes lo padecen quienes vemos los toros desde la barrera.
¿Y qué hacer con los partidarios del sátrapa? ¿Con los que han apoyado siempre sus políticas y se han enriquecido gracias en parte a su apoyo rendido a las mismas? A diferencia de lo manifestado por Viacheslav Volodin, una sociedad democrática es libre de decidir en cualquier materia y, por lo mismo, de rescindir sus contratos a quienes ponen la cultura al servicio del crimen. Una ópera dirigida por Gergiev o una sonata tocada por el cruel Boris Berezovski, partidario de que se desate una catástrofe apocalíptica en Kiev, no valen lo que la vida de un ser humano y no está mal que la sociedad libre se lo diga a los dos a la cara. Una sociedad, en este aspecto de la interpretación musical, demasiado mitómana, que ha aprendido a mirar para otro lado. Ya sabemos que la obra de arte supera siempre las miserias de su creador. Pero aquí, con Ucrania al fondo, no estamos hablando de eso.
Debiéramos tener, sin embargo, mucho cuidado con la tendencia ya intuida de ir hacia la cancelación de una cultura rusa sin la que no se entendería nuestra propia vida de amantes de la música. Una cultura en la que tiene un especial valor el intento por escrutar precisamente la actitud del ser humano frente a los dilemas morales, la tiranía política o la explotación del hombre por el hombre. Pushkin, Gogol, Dostoeievski, Tolstoi, Solzhenitsin, Chaikovski, Prokofiev, Shostakovich, Gubaidulina fueron no ya testigos sino actores de una suerte de cosmos que a veces pareciera intransferible, pero que supo desde su realidad propia indagar en profundidades casi sobrehumanas, narrar los hechos y, en ocasiones, mostrar también, a la hora de enfrentarse al poder social o político, ese mismo valor que hoy se pide, pero no se puede exigir, a sus pares del presente.
Sería absurdo darles mayores explicaciones a los lectores de SCHERZO sobre un asunto que estamos seguros comprenden y comparten. Curiosamente, la cultura soviética se canceló a sí misma a la caída de la URSS por su completa falta de conexión con la realidad cultural del mundo que vivía alrededor de aquella burbuja acorazada. Ese mundo al que se renunció en cuanto se acabaron los devaneos con las vanguardias. Ahora, desde la Duma, se trata de hacer lo mismo en nombre de la patria agresora para apoyar a un gobierno criminal. Está muy bien que cerremos el paso a las compañías estatales rusas que lucen las galas de un país que agrede a otro y pone en peligro no ya la paz mundial sino la supervivencia del ser humano sobre la tierra. Pero cometeríamos un grave error si hacemos lo mismo con toda una cultura que es ya patrimonio de todos.
Y terminemos con una cita del artículo que el 4 de marzo firmaba en The Guardian Marina Hyde: “Una lección importante de los horrores de los últimos ocho días es que estamos en una nueva era. Esa nueva era, para aquellos de nosotros con el lujo inconmensurable de no ser bombardeados, debería implicar un balance y un reinicio moral. Los valores, los estándares y los principios en las democracias liberales importan. Aunque hayamos permitido que algunos de ellos hayan caído demasiado bajo”. ¶
(Editorial publicado en la revista SCHERZO nº 383, de abril de 2022)